Plan Especial del Alto Guadiana: de la teoría a la realidad

Existe una escuela de pensamiento que viene a mantener que el bienestar humano es divisible. Su máximo defensor, el filósofo y biólogo Garrett Hardin, exhorta a los residentes de las naciones desarrolladas a interesarse únicamente por el bienestar de ellos mismos y de sus descendientes. Su teoría, hoy ampliamente difundida, se conoce como ética del salvavidas de acuerdo con la analogía que el autor utiliza para su presentación.
El escenario consiste en imaginar un bote salvavidas que flota en el mar tras un naufragio. Su capacidad máxima es de cincuenta personas, y a él han accedido en un primer momento cuarenta. Pero otros cien nadadores se dirigen al mismo en busca de salvación. La controversia que se suscita en el bote admite tres posibles soluciones: una, admitir a todos los que lleguen, aún a sabiendas de que el barco se sobrecargaría y hundiría. Hardin lo describe como “justicia completa, catástrofe total”. Dos, aceptar a los diez que faltan para completar la capacidad máxima, discriminando cuáles de entre todos los nadadores han de ser los escogidos. La tercera opción sería no permitir a ninguna persona más que suba a bordo. Se deja en esta opción que todos los nadadores perezcan en interés de la supervivencia de los primeros ocupantes, y esta es la alternativa política que Hardin defiende ante los problemas ecológicos que amenazan a la humanidad.

Naturalmente, esta teoría tiene muchos detractores, aunque no por ello deja de carecer de su propia lógica esencial, puesto que el pensador sostiene que los problemas ecológicos surgen cuando el inflexible autointerés de los individuos es incompatible con el bienestar de una mayor comunidad.

Pues bien, cuando se trata de comprender en perspectiva histórica el grave problema ecológico suscitado en La Mancha por la sobreexplotación de los acuíferos subyacentes, no parece sino que esta forma de pensamiento fue la que nos embargó durante un lapso de tiempo prolongado, y de que entre las tres opciones políticas de la teoría de Hardin, dos fueron las que compitieron en este peculiar conflicto social. Por un lado estaban las comunidades de regantes y organizaciones agrarias  defensoras del derecho de todos a regar (legalización de todos los pozos) aún a sabiendas de que con ello el bote salvavidas, los acuíferos sobreexplotados, se sobrecarga tanto que su desenlace previsible es el colapso final: “justicia total, catástrofe completa”.

Por otro lado la Administración parecía instalada en la lógica de llenar el “bote” hasta el máximo de su capacidad. Aunque en este caso no se trataba de no admitir a nadie más, sino de despojar el salvavidas de todos los que sobran  ¿Cómo?  Con regímenes de explotación restrictivos y en un futuro próximo comprando derechos hasta el límite de su capacidad. La tercera opción, no dejar subir abordo a nadie más, en el caso que nos ocupa, no era considerada puesto que hacía mucho tiempo que el bote hipotético, los acuíferos, se encontraban sobrepasando con mucho su máxima capacidad.

Así, pues, el dilema debatido presentaba un contexto circunscrito por un conflicto suscitado entres dos criterios de acción, y no parecía sino que la imperiosa obligación consistía en ponernos de acuerdo sobre cuál de las dos opciones orientaba adecuadamente hacia la correcta solución.

En este escenario de competencia surgió con luz propia y como faro indicador el Plan Especial del Alto Guadiana que a priori se configuraba como el posible elemento vertebrador de una reorientación del problema hacia soluciones diferentes de carácter integrador: las egoístas teorías de Hardin parecían superarse con argumentos sociales de orden común.

En efecto, el PEAG planteaba soluciones teóricas apoyadas con medidas de gestión. El agua se consideraba como un recurso común que había que redistribuir; la autoridad gestora emanaría del mencionado Plan, un Consorcio integrado por la Administración del Estado y la Comunidad de Castilla La Mancha, que garantizaría la coordinación interadministrativa necesaria para desarrollar dicho Plan. La participación social se aseguraba tanto en la fase de consulta –Consejo Asesor- como en la integración en los programas de gestión de los principales agentes: comunidades de regantes, ONGs de carácter medioambiental, centros de investigación, etc. Y todo esto se debatía en un ambiente de enfrentamientos y posiciones encontradas de muy difícil solución.

Sin embargo se alcanzó un acuerdo fruto del consenso de la mayoría de los participantes. El PEAG  se convirtió así en una realidad tras la publicación en el BOE  del Real Decreto 13/2008, de 11 de enero, con su promulgación. Lo que materializó el mayor pacto social que ha conocido La Mancha en todo su devenir histórico, amén del mayor programa de recuperación ambiental que ha conocido este país. Por delante sólo quedaba ese comprometido y gratificante camino de desarrollar dicho Plan. Para ello la voluntad política se configuraba como el catalizador esencial.

Ha transcurrido más de un año desde la génesis oficial del PEAG, pero aún es pronto para esbozar conclusiones sobre su eficacia y efectividad, aunque parece que lo recorrido hasta ahora no es muy alentador. Ha cambiado enormemente el escenario económico sacudido por el vendaval de la crisis económica, eso es cierto, pero también es cierto que parece haber cambiado, y mucho, la apuesta política por este Plan desde la Administración central, mermando con ello en uno de sus pilares básicos: el de la credibilidad. Este Plan no puede desarrollarse si una parte de sus mentores no cree en él. Y eso es lo que parece acontecer tanto en el Ministerio como en su Organismo Autónomo de Confederación.

Ante ello, Castilla La Mancha ha de ser fiel al pacto político suscrito con su propia sociedad. La voluntad política autonómica debe mostrar su máxima firmeza en la exigencia del compromiso pactado y en el cumplimiento de la legalidad. Lo demandan los ciudadanos, pero también la lógica racional. Tenemos la teoría, el consenso, el programa de acción … No fallemos nuevamente en la práctica porque en esta ocasión, lamentablemente, no tenemos ninguna otra oportunidad.

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