Corazón urbano, corazón civil

                                                                                   (Dedicado a Kirico)
“Nada hay que tanto asombre
como el corazón del hombre”.

Adagio popular.

El corazón es el órgano muscular hueco cuya función es el bombeo de sangre a través de los vasos sanguíneos del organismo. Localizado en la región central del tórax, en el mediastino medio e inferior, entre los pulmones. Rodeado por una membrana fibrosa gruesa llamada pericardio, como si fuera una tela protectora. El corazón tiene, además sorprendentemente, la forma de una pirámide inclinada, por más que se piensen en otras formas. Y así, la porción puntiaguda de la pirámide está inclinada hacia la izquierda y hacia abajo, mientras que la base mira hacia arriba y es el área de donde surgen los grandes vasos sanguíneos.

El símbolo de corazón es un ideograma usado y aceptado comúnmente para expresar la idea de afecto, cariño o amor, especialmente si se trata de amor romántico. De igual forma, y en sentido metafórico, representa la creencia de que ese sentimiento de afecto y amor debería ocupar un lugar central en la vida de las personas y de que éste a su vez se origina en lo profundo, en el fondo o desde el centro del corazón. Haciendo alusión a la posición en la que se encuentra el órgano en el cuerpo humano y a la importancia que tiene su función para la vida.

El origen del símbolo de corazón parece ser incierto, y existen diversas teorías y explicaciones. La idea del corazón como fuente de amor se remonta como mínimo a hace varios milenios en la India, China y Japón, con el concepto de chakras como centros de la energía vital universal, de los cuales el que se encuentra a la altura del corazón se manifiesta, según se afirma, en forma de amor y compasión. Respecto al símbolo propiamente dicho, hay quien lo atribuye a una planta originaria del norte de África, conocida como silfio –generalmente considerada un hinojo gigante extinto–, aunque algunos afirman que la planta es realmente la Ferula tingitana. Se sabe que una de las primeras civilizaciones en utilizar gráficamente el corazón fue la del Antiguo Egipto, como lo demuestran numerosas vasijas de cerámica de miles años de antigüedad que tienen plasmadas figuras parecidas al símbolo de corazón.

Antes del siglo XIV, el símbolo no era asociado con el concepto de amor, pero la forma geométrica en sí ya se encontraba en fuentes anteriores, sin embargo, en esos casos no se representaba al corazón sino a diferentes tipos de hojas complejas. Con posibles antecesores directos en el siglo XIII, la figura del corazón y su uso metafórico –relacionado con el amor– empezó a darse a finales de la Edad Media y se volvió popular durante el siglo XVI. La Iglesia católica sostiene que la forma del símbolo no apareció hasta el siglo XVII, cuando la Santa, Margarita María Alacoque, tuvo una fugaz visión de aquel rodeado de espinas. El símbolo se hizo conocido como el del Sagrado Corazón de Jesús, y se asoció con el amor y la devoción filial, y empezó a aparecer a menudo en vidrieras y otros tipos de iconografía eclesiástica. No obstante, aunque el Sagrado Corazón probablemente popularizase el símbolo que hoy conocemos, la mayoría de los eruditos coinciden en que ya existía desde mucho antes del siglo XV.

Existen otras ideas menos románticas acerca del origen de su uso relacionado con el amor. Algunos afirman que la forma actual del símbolo surgió de escuetos intentos de dibujar –de forma aproximada– un corazón humano real. El órgano que los antiguos, entre ellos Aristóteles, creían ser el contenedor de todas las pasiones. Un importante erudito sobre la iconografía del corazón sostiene que la imprecisa descripción anatómica que hizo el filósofo, como “un órgano de tres cámaras con la parte superior redondeada y la inferior puntiaguda”, pudo haber inspirado a los artistas medievales a la hora de crear lo que hoy conocemos como la forma de corazón. A su vez, la tradición medieval del amor cortés pudo haber reforzado la asociación del símbolo con el amor romántico. También en esa tradición medieval, se sostenían los dos espíritus: el espíritu vital (spiritus vitalis) que tienen su sede en el corazón y produce el pulso y la respiración, y el espíritu animal (spiritus animalis) cuya sede está en el cerebro y de él dependen las operaciones de los sentidos y las facultades cognitivas.

Los primeros símbolos del corazón en la heráldica aparecen en el siglo XII; los corazones en el escudo de Dinamarca se remontan al estandarte real de los reyes de Dinamarca, a su vez basado en un sello ya usado desde principios de la década de 1190 –sesenta y cinco años antes de la fundación de Villa Real y 831 años anteriores al enunciado de Ciudad Real como un corazón invertido–. Sin embargo, aunque en ellas claramente se aprecian las figuras recortadas con forma de corazón, con propiedad no representaban corazones ni ninguna idea relacionada con el amor, sino que se asume que representaban hojas de la familia de las ninfeáceas con valor heráldico. Las cargas heráldicas en las que se representan los corazones se hicieron desde entonces, más comunes a principios de la Era Moderna, con el citado Sagrado Corazón –representado en la heráldica eclesiástica– y con los corazones que representan el amor que aparecen en los escudos burgueses. Más tarde, los corazones también se convirtieron en elementos populares en los escudos municipales y en otras campos de la representación gráfica.

Por otra parte, y en un intento sintético, se han descrito un número elevado de parametrizaciones geométricas de figuras aproximadas –y aproximándose– al símbolo de corazón. El más conocido de éstos es el cardioide, que es un epicicloide con una cúspide, ​ aunque ya que el cardioide tiene una base curva, puede no parecer un corazón a primera vista. Junto a ello, el recorrido literario nos propone otras consideraciones de obras, visiones y sentimientos. Y así el corazón como “ese órgano singular capaz de sentir un apretón de manos (…), un cuarto de kilo de carne en que se centra el golpe de tierra que somos” en palabras de Ramón Gómez de la Serna. Según el Libro de los Proverbios: “Todo sale del corazón, lo bueno y lo malo. De él mana la vida”, de ese músculo cerrado, cuya anatomía de cuerdas espirales y sinusoides es imitada –según algunos interpretes– por la arquitectura gótico-gaudiniana.

Probablemente la primera referencia al corazón haya que buscarla en la palabra hrid, procedente del sánscrito, lengua de los textos clásicos hindúes. En la tradición hindú, con ello, se representa gráficamente el centro de energía o chakra del corazón, como un ciervo o un antílope en actitud de saltar. Al parecer, una variante de la palabra hrid, que los griegos pronunciarían krid, luego kridía y más tarde (por metátesis) kirdía, dio lugar al término griego καρδια y al latino cor. Cuando el latín evolucionó hacia las diferentes lenguas romances, casi todas ellas denominaron al corazón con esta última palabra o con vocablos derivados de ella. Así, el catalán mantuvo cor, el francés derivó hacia coeur y el italiano evolucionó hasta cuore. En castellano se usó el término cor durante la Alta Edad Media. La palabra corazón, que al principio se escribía coraçon –así se refleja todavía en El tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, en la primera edición de 1611– apareció por primera vez hacia 1100 –155 años antes de la fundación de Villa Real y 921 años anteriores al enunciado de Ciudad Real como un corazón invertido–, en el Glosario de voces romances, registradas por un botánico hispanomusulmán anónimo. Inicialmente, corazón debió de ser aumentativo de cor, pero luego pasó a designar a este órgano sin connotación alguna de tamaño. Éste es el origen también del gallego corazón y del portugués coração. Advierte Covarrubias en su Tesoro de la Lengua, que “tener gran coraçon un hombre no es tenerle materialmente grande en cantidad, sino en fuego, animosidad y determinación” y hablar de coraçon es hablar con amor y buenas entrañas y buena voluntad”.

En definitiva, no es de extrañar que el corazón, en cualquiera de los significados que permite la palabra, aparezca frecuentemente como protagonista o como referente a lo largo de la historia de la literatura,en la ficción literaria, en dramas y novelas, en cuentos y poemas. Así Shakespeare en Hamlet; Gustave Flaubert, con Corazón simple; Joseph Conrad, y El Corazón de las tinieblas; Charles Baudelaire y Mi corazón puesto al desnudo; y Javier Marías con Corazón tan blanco. También otros corazones de cantables sudamericanos–las hermanas Benítez o Palito Ortega y su Corazón contento–. Otra cosa será su significado en el mundo de las ciudades, del urbanismo y de la arquitectura misma, como trataremos de ver. La polisemia permite, además, el juego y la vida, la metáfora y la metonimia, la quietud y el viaje, lo físico y lo espiritual. Incluso, desde muy atrás, se ha llegado a plantear el corazón como la sede física del lenguaje. Así se advierte en los escritos bíblicos atribuidos al rey Salomón: “El corazón del sabio amaestra su lengua” y muchos siglos después, con Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática castellana, en los textos de Diego de San Pedro al decir: “son las palabras [la] imagen del corazón”. Y ¿las ciudades serán en ocasión, lo mismo: imagen del corazón?

Viene todo ello a cuento, por lo referido el pasado día 10 de marzo. Durante la presentación de mi libro Plaza Mayor. Permanencia y transformación, Fernando Kirico –que hizo las veces de presentador fraternal y cordial– vertió la imagen de la ciudad como un corazón inverso, contando con sus propias aurículas y ventrículos, que fueron relatadas y diseccionadas. Y me imagino que contando con todo el sistema de bombeo e irrigación de los fluidos vitales. Un corazón inverso, como otra imagen más que incorporar a la memoria de los sueños. Que esa, aproximadamente, es la forma aproximada que circunscribe la silueta urbana, por más que no haya sido advertido por los exegetas e intérpretes varios. Y con ello, con esos juegos visuales, quiero exponer dos líneas de ideas.

Las primeras –las propias ideas de la ciudad misma– han tratado de fijar una geometría esquemática en la envolvente, fruto de lecturas de elevada exaltación patriótica. Exaltación, por ejemplo, como la realizada en 1577 por Juan de Vadillo, –humanista local recuperado por Luis de Cañigral a quien atisbé en 1995 en el texto Rien va plus–, quien inauguraba con su Discurso en alabanza a Ciudad Real patria queridísima un género de enorme fortuna y de largo futuro. Así como el arrebato del cronista Julián Alonso y su “quiero a mi ciudad y nadie la toque”, componen parte de esa secuencia inflada de imágenes vacías que aún circulan por los supermercados de la sensibilidad banal. Cronistas oficiales, mantenedores de juegos florales, políticos en ejercicio, pregoneros del Festival de la Seguidilla, Pandorgos en activo, concejales de Festejos y de Urbanismo y promotores culturales componen parte de la grey que sigue utilizando las baratijas del sentimentalismo urbano. Sentimentalismo, que no se asentará en un pasado que ya no existe –lo ha borrado la visión recurrente de cronistas y ediles y la fatalidad equívoca del progreso–, sino en un futuro por venir que golpea levemente en la puerta de la ciudad. Sus efectos se perpetúan en el tiempo con aportaciones diversas, pero con una identidad común: la exaltación patria. Y toda exaltación comporta una simplificación fenomenal. Por eso la idea del recinto perimetral de la muralla y de la ciudad misma, fueron simplificadas y fueron leídas esquemáticamente: como un óvalo con nostalgia circular, como un ovoide, como un cardioide –podríamos decir ahora– o como una elipse perfecta. Casi como un modelo del programa urbano de la Israel celestial– limitada por Meridion, Septentrio, Occidens y Oriens–. Entre tanta adulación interesada y tanto discurso de compromiso, se olvida fatalmente que una ciudad es una superposición de muchas ciudades, que apenas tienen en común más que el nombre. Hubo que esperar a otras posiciones más civiles y plurales que leyeron y exploraron ese recinto perimetral como una fenomenal Gaita, como una Gran Pera (Manuel López Camarena) o como un Estómago desplazado. Incluso el profesor Félix Pillet, me aporta su imagen de la ciudad, en una ilustración gráfica que yo he leído ‘como un escudo africano’ o como una ‘ojo vertical’. Y ahora, a todas esas ideas previas se incorpora el corazón invertido de Kirico, que ha incluido, adicionalmente, en un triángulo mágico –no como la publicidad histórica del sujetador Playtex–. Triángulo final formado por las trazas de las líneas de los diferentes ferrocarriles.

Las segundas líneas de las ideas citadas tienen que ver con las reflexiones sobre la portada de otro texto, como fuera mi Geografía Personal. Grado superior (2016). Que contaba con una ilustración de María Jesús Fúnez: un corazón topográfico, recorrido por curvas de nivel, hoyas y lomas, incluso por un río de dos brazos, cual Jordán del misterio en un ciudad blanqueada y sin sombras. Imagen del corazón tatuado que me acabó enamorando –por el corazón y desde el corazón tatuado de curvas topográficas de un Himalaya imposible–. Y esa imagen de una víscera topografiada, concertaba bien con la idea de ese trabajo –de difícil clasificación, como dijera la solapa de portada de entonces, mano de José Luís Loarce, creo– de fusión de lo geográfico con lo sentimental, de lo intelectual con lo casual. Coleccionaba con anterioridad, desde 2012, imágenes sutiles que hermanaran el cuerpo con la geografía, como trasunto del contenido de esa gavillas de notas, pensamientos, reflexiones, acotaciones y penitencias. Y por ello, y desde ello, comencé a coleccionar grafismos de cuerpos naturalizados y de naturalezas intelectualizadas. De igual forma y desde el dibujo de María Jesús Fúnez, comencé a recopilar diversos corazones en grafismos, dibujos y esculturas. Piezas que conectaban con las tinieblas del corazón y con el corazón de las tinieblas. Piezas –como las ciudades– que aun siendo ajenas y compartidas, comenzaban a ser un poco asuntos propios, cosas propias y asuntos del corazón.

Periferia sentimental
José Rivero

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