11 de septiembre

El 11 de septiembre se han recordado numerosos acontecimientos, entre los que yo destacaría la rendición de Barcelona ante las tropas borbónicas, en 1714; el del Golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile, en 1973; y el de los atentados de las Torres Gemelas, en 2001. Pero todas estas efemérides solo tienen en común, que se conmemoran el mismo día.

En cuanto a la derrota catalana ante las tropas borbónicas, en 1714, se trató del penúltimo episodio de la guerra de Sucesión al trono español tras el fallecimiento del último rey de los Austrias, Carlos II. Después, se produjo la entrega de Mallorca, en 1715. La muerte del rey, sin descendencia, hizo que la corona española se la disputaran el archiduque Carlos, por la casa de los Habsburgo, y el delfín Felipe, por parte de los Borbones. La guerra la ganaron estos últimos, siendo coronado rey de España, Felipe de Anjou, con el nombre de Felipe V.

El separatismo catalán, desde finales del siglo XIX, conmemora esa fecha, celebrando la Diada de Cataluña. Lo curioso es que celebran una derrota, pero utilizando el victimismo. Así lo hacen también el día 1 de octubre, por el ilegal referéndum de 2017, con el que pretendían la separación de su territorio del resto del Estado español. Hoy, por sus actitudes, muchos catalanes parecen haber perdido el seny. Es decir, el juicio, la cordura y la sensatez, por la que antes eran admirados.

El Golpe de Estado de Pinochet en Chile en 1973, es otra de las efemérides que se conmemora en este día. El gobierno del socialista revolucionario, Salvador Allende, fue derrocado por Augusto Pinochet, en un cruento golpe de estado que acabó con el suicidio del propio presidente de la República. La dictadura que sucedió a este pronunciamiento militar se prolongó hasta 1990, año en el que el general decidió dejar la presidencia, tras su derrota en un plebiscito convocado para ampliar su mandato.

Esta asonada militar fue apoyada, directa o indirectamente, por Estados Unidos, que tenía importantes intereses económicos en el país, pero sobre todo, por tratarse de una región estratégica para los intereses norteamericanos, en la que no querían gobiernos satélites de la Unión Soviética. El acercamiento del gobierno de Allende al régimen castrista de Cuba, pudo ser determinante a la hora de ese apoyo al golpe militar.

En sendas visitas que hice a Chile en 2013 y 2014, pude comprobar algo que me sorprendió. Este país tenía buenas condiciones de seguridad ciudadana y su economía parecía solvente. El indicador del número de muertes violentas por habitante, era, con diferencia, el más bajo de toda Iberoamérica. Y la situación económica del país, le permitía entrar en el selecto grupo de los países desarrollados del mundo. El único de toda esta región.

Pero como cualquier otra nación americana, —donde el liberalismo asombra a los europeos—, carecía de sanidad y de educación públicas y de un sistema adecuado de protección social. Además, había un choque generacional muy visible. Algunos de los más mayores, desconfiaban de los uniformaos, mientras que a los más jóvenes, en general, no les preocupaban y los consideraban necesarios e integrados plenamente en la sociedad.

El tercer acontecimiento, que ocurrió un 11 de septiembre, fueron los atentados terroristas de las Torres Gemelas de Nueva York y del Pentágono, en 2001, que causaron más de tres mil muertos. Después de la caída del muro de Berlín en 1989 y de la disolución del régimen comunista de la Unión Soviética en 1991, parecía que la paz mundial podía dejar de ser una entelequia. Pero este acontecimiento lo desmintió, causando una sensación de vulnerabilidad en la población occidental, que, hoy, sigue estando muy presente.

A partir de ese momento y de las posteriores guerras de liberación de Afganistán y la del derrocamiento de Sadam Husein en Iraq, el enemigo de Occidente, ya no domina un territorio concreto donde poder combatirlo. Se camufla entre la población o se esconde en parajes inaccesibles o itinerantes, lo que dificulta su localización. Además, desde entonces, los conflictos bélicos han proliferado en todo el mundo. 

Unas veces se producen en los territorios de la antigua Unión Soviética —Chechenia, Armenia, Azerbaiyán, Transnistria, Georgia o Ucrania—. Otros, en territorios musulmanes —en Afganistán, o en los países afectados por la primavera árabe iniciada en 2011, donde algunos siguen activos, como en Siria, Libia, Túnez, Egipto, Yemen, Somalia, Sudán o Argelia—. Pero el problema sigue siendo el terrorismo islámico que azota, principalmente, —aunque no en exclusiva—, a los países occidentales.

España, Reino Unido, Francia, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Suecia, EE. UU. o Australia, han sufrido sus brutales atentados. Pero también han afectado a países como Israel, Turquía, Egipto, Uganda o Jordania.

Y, en torno a estos acontecimientos, hay una coincidencia más. En los dos primeros casos, —el del separatismo catalán y el de los gobiernos de izquierda, que ahora se extienden a varios países iberoamericanos—, siguen generando tensiones. Mientras que, contra el terrorismo islámico, el conflicto permanece abierto en todo el mundo.

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