La muerte: tránsito a la otra vida

Julián Plaza Sánchez. Etnólogo.- El poeta cubano José Ángel Buesa al expresar sus sentimientos a la persona amada, nos trasmite la temporalidad de la vida.

                                               Yo sé que un día también tú te irás,

                                               sin que mis caricias puedan retenerte,

                                               pues ya hacia otros brazos, o ya hacia la muerte,

                                               no te detendrás…

Noviembre es el mes en que los cementerios reciben más visitas. Las familias acuden a las tumbas de sus seres queridos y las personas deambulan hasta llegar a ellas. Siempre me he preguntado por qué se les llama cementerios. Pues bien, tiene mucho que ver con el cristianismo, cuando comenzó su expansión sustituyó la palabra necrópolis por cementerio. Necrópolis es de origen griego y significa ciudad de los muertos. Al imponerse la creencia cristiana de que la muerte es solamente un tránsito y cuando una persona fallece queda como dormido, necesita un lugar para el tránsito de pasar del sueño a la resurrección. Por esto cambiaron el nombre de necrópolis por cementerio, que significa dormitorio.

Todos los días del año visito el cementerio, hago siempre la misma ruta y cuando solamente me falta subir una pequeña pendiente para llegar, vislumbro la copa de unos árboles  que nunca faltan a mi cita. Estoy hablando de los cipreses, árboles que se elevan al cielo y acompañan a los muertos que alberga el cementerio, cargados de tristeza y misterio, me invitan a rezar por mis muertos. El ciprés es un árbol longevo y de crecimiento rápido. Resiste muy bien los cambios bruscos de temperatura y sus raíces crecen de forma vertical y recta. Al tener tanta altura, actúan como paraviento.

Si recurrimos a la mitología, plantar cipreses en los cementerios es una costumbre que se encuentran en la civilización griega y romana. Lo hacían porque se creía que estos árboles, gracias a su forma, encaminaban las almas de los difuntos hacia el cielo y su hoja perenne simboliza lo eterno. En la mitología griega destaca el mito de Cipariso, que traducido es ciprés, un joven que por error mató a un ciervo domesticado y sintió tanta pena y dolor que le pidió al dios Apolo que le permitiera llorarlo eternamente, convirtiendo a Cipariso en un ciprés. Por eso este tipo de árbol se relaciona con el duelo que sufrimos después de morir un ser querido. Para el filósofo griego Teosfrato el ciprés estaba consagrado al dios de la muerte. Los escritores Quinto Horacio Flaco y Plinio el Viejo decían que una rama de ciprés colgada en la puerta de una casa era un signo funerario. Por otra parte, los romanos lo consagraron al dios infernal Plutón, otorgando al ciprés el adjetivo de fúnebre. Con el tiempo esta tradición pasó a la cultura cristiana, por eso en muchas tumbas se puede ver cipreses esculpidos que representan la inmortalidad, la incorruptibilidad y los nobles sentimientos.

No sé si es porque el ciprés simboliza la unión entre el cielo y la tierra, no sé si es porque muchos pueblos lo consideran un árbol sagrado, me lleva al anhelo de la eternidad. En verano, cuando aprovecho su sombra, consigo la paz espiritual que no encuentro en otros aspectos de la vida. En invierno, cuando el viento mueve su copa, parece que arrulla el alma. En estos momentos su simbología fúnebre se transforma, su sombra alargada me da serenidad y el sonido del viento calma mi inquietud. La muerte tiene su lugar preeminente en la existencia humana. El ciprés proyecta su sombra alargada sobre mi propia experiencia vital. Cuando estoy bajo su protección consigo con  más facilidad enfrentarme a la muerte del ser que más he querido, se renueva el sentido de la vida, parece como si una fuerza invisible se apoderase de mi ser. En esos momentos mi ánimo consigue revivir y entonces pienso que la persona que nos dejó, es la que hace posible que siga caminando.

Pronto vuelvo a la realidad y pienso que la muerte forma parte de la vida. Quizás por eso esté el cementerio, durante todo el año, lleno de flores. El carácter florido toma un tono especial en el mes de los difuntos.  La flor que más se utiliza para adornar las tumbas es el crisantemo, quizás porque simbolice la eternidad. Todas las flores tienen un significado, ahora pienso que el más atractivo para mi es el de las rosas rojas. Estas flores representan la sangre y la pasión amorosa. Cuando adorno la tumba de mi esposa siempre pongo rosas rojas. Con ellas pretendo perpetuar el amor que nunca nos abandonó, la alegría de la vida que tuvimos y que jamás caiga en el olvido. Es una costumbre que se remonta a la antigüedad, pues en aquellos tiempos los muertos eran puestos en exposición durante varios días para ser velados. Como es lógico los cuerpos se descomponían y desprendían un desagradable olor. Para enmascarar ese hedor, se quemaba incienso y se cubría al fallecido con todo tipo de flores, así se aromatizaba el ambiente. Con el paso del tiempo la costumbre de llevar flores a las tumbas se perpetuó. En el salmo 103 aparece el simbolismo que une al hombre con las flores: “Los días del hombre no son sino hierba; crecen como las flores del campo; cuando el viento pasa sobre ellas, desaparecen…”

Existen muchas formas de lamentarse. Cuando se muere un ser querido, nuestros pensamientos y conductas están en gran medida determinados por la sociedad y cultura en que estamos inmersos. Dependiendo de la religión que profesemos, la muerte tiene un tratamiento u otro. Si nos fijamos en los indios norteamericanos, estos tienen una concepción diferente. Por ejemplo podemos ver la religiosidad de los Lakotas, un pueblo que vive en los márgenes del norte del río Misuri y forman parte de la tribu sioux. Adoran a dioses de la naturaleza, entre los que están el sol que lo consideran como padre mayor de la naturaleza, y simbolizaría al hombre. La luna sería la mujer, la compañera del sol, su finalidad sería orientar las siembras y dar fertilidad a la mujer. La creencia de los Lakotas es que cuando alguien fallece, piensan que no muere, sigue caminando. Sus rituales y las ceremonias son parte importante del proceso de duelo y están destinados a alentar al espíritu hacia la vida futura. No tienen miedo a la muerte ni ir al inframundo. Creen en un mundo de espíritus en donde los difuntos están libres de dolor y sufrimiento. Este pueblo tiene una rica espiritualidad y un profundo respeto por toda la vida visible e invisible. Su forma de vida es lo que llaman Caminar en la Belleza y lo consiguen cuando tienes lo físico y lo espiritual en armonía. En un poema anónimo, escrito por un indio Lakota, se encierra todo el sentimiento de un pueblo. Es perfecto para recordar a los que han partido, pero que siguen presentes en nuestra vida, porque su recuerdo permanece vivo en todo lo que nos rodea. Es un buen remedio cuando su recuerdo se hace más presente y el dolor vuelve a herirnos.

No vayas a mi tumba y llores, pues no estoy ahí.

Yo no duermo.

Soy un millar de vientos que soplan, el brillo de un diamante en la nieve, la luz del sol sobre el grano  maduro, la suave lluvia de verano.

En el silencio delicado del amanecer, soy un ave rápida en vuelo.

No vayas a mi tumba y llores, no estoy ahí.

Yo no morí.

            Es curioso que los católicos tenemos una oración de San Agustín que tiene un gran parecido, dice así:

La muerte no es nada. Yo sólo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres tú.

Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo.

Llámame por el nombre  que me has llamado siempre, háblame como siempre lo has hecho.

No lo hagas con un tono diferente, de manera solemne o triste. Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos. Que se pronuncie mi nombre en casa como siempre lo ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra.

La vida es lo que es lo que siempre ha sido. El hilo está cortado ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista?

Te espero…No estoy lejos, justo del otro lado del camino…Ves, todo va bien.

Volverás a encontrar mi corazón. Volverás a encontrar mi ternura acentuada. Enjuaga tus lágrimas y no llores si me amas.

            La vida forma parte de la muerte y cuando esta llegue, entonces volveremos a encontrarnos con los que se fueron antes. Como es lógico no lo haremos físicamente, será nuestro espíritu el que sigue viviendo y será por mediación de este cuando nos encontraremos con las personas amadas. Entonces volveremos a vernos transfigurados y felices, ya no tenemos que esperar la muerte, pues seguiremos avanzando por los senderos de la Luz. Para San Agustín lo mismo que para el pueblo Lakota, la muerte no es el fin absoluto, es un paso hacia otra dimensión de la existencia.

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