¿Público o privado?

La reciente elección de Javier Milei como presidente de Argentina ratifica una vez más esa tendencia del populacho a descubrir, creer y seguir a nuevos mesías, vendedores de un futuro prometedor e incierto para aquella gente indignada y harta de sufrir una difícil situación económica, con la única “idea fuerza” del cambio y del castigo a los “populistas” (como si ellos no lo fueran) que son los culpables de su situación -llámense castas, élites, enemigosdelaPatria, Estadoespañol, etc. Una vez embaucadas las mayorías populares, las mayorías parlamentarias certificarán la actuación de esta gente que alcanzó el poder con o sin vergüenza por mostrar sus verdaderos propósitos.

Milei hace gala de pasar la motosierra al estado del bienestar, bajo la vieja premisa de que la economía funcionará mejor en proporción inversa a la intervención del Estado.  Por desgracia, esa perversión del pensamiento neoliberal, de rebajar drásticamente impuestos [ingresos] y deteriorar el gasto en el sector público, tiene muchos seguidores en todo el mundo. Aquí, en nuestro país, Cayetana Álvarez de Toledo, Díaz Ayuso o Mariano Rajoy se han mostrado fervientes entusiastas de Milei. Y en nuestra región, durante el gobierno de Mª Dolores de Cospedal pudimos comprobar durante su mandato su intento de liquidar el sector público (sanidad, educación, cultura, funcionarios, etc.). Pero ojo, que a la británica Liz Truss, el intento de aplicar una drástica reducción de impuestos, le costó el puesto de primera ministra en su país.

Tal como yo lo entiendo, la gestión del patrimonio de la Res Publica afecta básicamente a tres parámetros y al equilibrio que guarden entre sí: 1) criterios de ingresos, 2) criterios de gastos para cubrir necesidades (derivadas de la administración competente) y 3) criterios de gastos de gastos de gestión.

1) No es algo nuevo, siempre ha habido impuestos, desde Roma o la Grecia antigua; y desde entonces, los impuestos no han dejado de existir, ya fuesen para el mantenimiento de las clases dominantes (desde el feudalismo medieval hasta los tiempos más recientes) o como impuestos finalistas para sufragar acciones concretas: abadías, alcabalas, almocatracías, anclajes, averías, almojarifazgos,  diezmos, gabelas, pontazgos, portazgos, regalías, rentas de distinto tipo… son algunas denominaciones históricas para estos impuestos, sean directos e indirectos. Pero los ingresos que reciben nuestras administraciones públicas siguen siendo insuficientes para dar una solución óptima a las necesidades existentes.

El principio de progresividad que fundamenta el sistema tributario español, no parece cierto mientras las grandes fortunas no contribuyan a las arcas públicas de acuerdo a sus ganancias, en relación a los impuestos indirectos y los directos que provienen de las rentas del trabajo asalariado, o del trabajo autónomo. Según Intermon Oxfam, en España, en 2021, el 1% de la población ya representaba el 23,1% de la riqueza nacional. Sin embargo, a pesar de haber obtenido en 2023 cifras récord de ganancias, las entidades bancarias del país se sentían discriminadas cuando el Gobierno les impuso un impuesto por solidaridad. Pero tienen razón, debería imponerse ese impuesto también a grandes empresas de otros sectores, como textil, alimentación, energía, etc.

En este momento, a pesar de ser la 4ª economía de la UE y de los buenos datos y pronósticos de los organismos internacionales sobre nuestro crecimiento económico, con una deuda tan alta (por encima del 100% del PIB), la economía española es muy frágil. Por tanto, parece necesario mejorar el capítulo de ingresos, dadas las necesidades obvias de incrementar el gasto para mejorar las condiciones de vida de las personas, necesidades bastante perentorias en algunos casos.

2) La teoría de la bonanza en la reducción de impuestos (o ingresos) se sustenta en la idea de libertad del individuo para gastárselo en lo que desee. Esta afirmación parece hecha demasiado a la ligera, teniendo en cuenta cuál es el poder adquisitivo de la mayoría social en este país; que el salario mínimo interprofesional es de 1.080€ brutos mensuales; y que los datos del salario medio (2.016€ brutos mensuales en 2023) y del promedio de la riqueza de su gente están distorsionados: la desigualdad entre españoles y el número de millonarios son crecientes. Dicho de otro modo: a ver si con estos salarios podemos pagar todos los españoles el coste de pruebas diagnósticas, intervenciones quirúrgicas, salarios dignos para profesores, gastos de justicia, defensa, etc. Sorprende pensar en cómo, mientras se devalúa el valor de los impuestos para el bien público, aceptamos la mutualización de gastos a través de la contratación de seguros privados, ya sea para medicina, o para pagar menos por reparar un automóvil.

3) Así, llegamos a la cuestión de la gestión. Porque, según el mantra neoliberal, si la falta de recursos para realizar gasto (social) no se debe a un problema de recaudación, ha de deberse a una mala gestión de las administraciones, en especial a la ineficiencia de sus trabajadores. Lo cual también se fundamenta en otro mantra, que es que LO QUE ES DE TODOS NO ES DE NADIE; es decir, que nadie va a reclamar por una mala gestión de lo que es común, como si fuera de lo propio. Como consecuencia, se crean prejuicios que culpabilizan a los trabajadores: que a jefes y empleados de las administraciones públicas les importa poco el interés público, que los funcionarios tienen malas conductas a causa de su empleo vitalicio, que esas cosas no ocurren en la empresa privada, que los cargos políticos no entienden de gestión como sí los empresarios, etc.

En realidad, la razón de ser de las administraciones públicas consiste en gestionar los servicios públicos con lealtad a la ciudadanía antes que a los intereses particulares de los empresarios. Pues el objetivo primordial del empresario, y no otro, es obtener ganancias por su gestión, para lo cual puede establecer los gastos de gestión como mejor le convenga, incluso explotando o limitando las plantillas de trabajadores. Basta con ver frecuentemente cómo los restaurantes adolecen de personal suficiente para atender diligentemente al público. O, volviendo al tema, cómo determinados servicios públicos se subastan a la baja a empresas privadas, ofreciendo un servicio insuficiente o precarizando las condiciones laborales de sus trabajadores.

El pensamiento neoliberal también cuestiona el empleo vitalicio, al afirmar que el mayor incentivo para los trabajadores es la movilidad, y no la estabilidad, sin considerar (por otra parte) si tal movilidad es impuesta o por iniciativa propia; cuando es justamente lo contrario: lo que asienta el conocimiento del oficio y la profesionalidad (incluyendo el de los puestos con responsabilidades) es la perdurabilidad. El empleo vitalicio blinda a los técnicos frente a las presiones que puedan ejercer sobre ellos sus jefes (ya sean políticos, puestos de confianza de éstos, u otras personas pertenecientes a lobbies), y la garantía, en definitiva, de que el funcionario debe ajustar sus actos con responsabilidad ante la ley. Por eso, cuando los trabajadores que acceden a la Administración tienen la preparación adecuada, hay más garantías de que la Administración funcione bien -y no cuando éstos acceden por libre designación, pues su independencia sobre quien les asignó el puesto se debilita.

Sin embargo, la misma moneda tiene su cara y su cruz; porque no se puede obviar que, sin ser ésta la causa principal de los problemas de la administración de los recursos públicos, sigue habiendo problemas importantes en la gestión. La planificación de las Relaciones de Puestos de Trabajo es primordial: cuando las RPT son inadecuadas o insuficientes, la administración no funciona bien, lo que a su vez se debe tanto a un problema de recursos propios de la Administración como a las prioridades que la misma establece sobre su personal. La falta de eficiencia no puede corregirse con el pago de horas extras, como inexplicablemente hace la Administración local, sino con la contratación del personal necesario en base a las necesidades reales. Tampoco es un problema el que existan funcionarios muy ineficientes (que los hay -como en la mayoría de los oficios) cuyo comportamiento es difícilmente corregible por sus superiores, porque son muy pocos. Mención aparte merece el organigrama de competencias de las administraciones públicas para la gestión de servicios, particularmente las diputaciones provinciales: en mi opinión, como forma de articular el territorio administrativamente, tenían su razón de ser en la época en que nacieron; pero en el siglo XXI, a pesar de sus bondades, entiendo deberían ser suplidas por las CC.AA. Aunque no parece que vayan a desaparecer: desde orillas opuestas, hay demasiados intereses para que sigan existiendo.

Una democracia auténtica, o sea, el gobierno del pueblo, debería tener capacidad de fiscalizar la labor de sus administraciones. Pero eso requiere que los ciudadanos se interesen más por ello, y que se informen correctamente antes de emitir juicios que se basen en prejuicios, que es lo más fácil para todos.

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