Ciudad Real literaria

Ayer Minimangurriana y yo nos fuimos de tarde de chicas: mi plan era una charla de novela negra y el de ella, la reunión de padres (hijos incluidos) del campamento al que va con sus amigas. Llegamos tarde a la reunión. Culpa mía.

Empecé a leerla ayer por la mañana, pero no he podido acabarla hasta hoy. Trabajar, conciliar y encontrar ratitos para leer es complicado. Culpa mía.

Del género negro, del bien escrito, lo que menos me interesa es la trama. Culpa mía. Es la rampa por donde se deslizan los personajes para chocarse de bruces con el lector y hacer que este salte, que se retire para esquivarlos o que los abrace para suavizar la caída.

No me hacen falta carreras persecutorias ni espías militares ni siquiera asesinos en serie descuartizadores. No me es necesario que el protagonista sea alcohólico, arrastre un pasado macabro o su vida personal esté llena de miserias ni que la historia transcurra en grandes urbes o barrios miserables del extrarradio. Culpa mía.

Son los personajes sin heroísmos, con sus miedos, con sus secretos, con sus pasiones, tan humanas, tan comunes, los que me zambullen en la novela y hacen que lo lea en día y medio. Culpa mía.

Y José Ramón lo ha vuelto a hacer. Culpa suya, eso sí. Y, a través de Teresa, la farmacéutica, he vuelto a Ciudad Real, a sus calles, a esos sitios que se visitan a diario, que recorres a ciegas, como dijo alguien ayer «con el GPS de la mente activado», a sus nuevas rutinas que ya no son mías, a la decepción de una ilusión común, al desencanto por lo que pudo ser y no fue, pero también al atisbo de esperanza. Porque todas las ciudades pequeñas son iguales. Porque somos tribales, nos guste o no y hacemos comunidad. Y creemos conocer a nuestro vecino, al panadero, al amable agente de movilidad, a la encantadora auxiliar de farmacia que se sabe las recetas de los abuelillos de memoria porque van cada día a verla para llenar el vaso, en este caso, de soledad, a la discreta pareja gay que vive en el ático, al joven universitario que prepara su trabajo de fin de máster sobre la enfermedad del olvido en ancianos, a la madre que protege a su hijo amante de los animales, al servicial policía que lleva toda la vida en la comisaría de la pequeña ciudad, llámese Zamora, Soria o Ciudad Real. Porque todos los humanos nos movemos al final por sentimientos, por pasiones.

Y José Ramón, sí, lo ha vuelto a hacer: aprietas unas llaves imaginarias cuando Teresa va por calles oscuras mientras pasas la página; notas la humedad de la orina en el pantalón y, en vez de ser vergonzoso, lo ves natural; asientes cuando no se coge el teléfono o no se contesta un mensaje, porque tú también lo haces; y tragas con dificultad la mezcla de rabia y lágrimas cuando no se reconoce a quien se ha querido. Y te echas la culpa de todo, como hacen los personajes: de no ser buena madre, de no ser buena hija, de no ser buena hermana, de no llegar a fin de mes, de no ser una buena pareja, de que te quieran mal, de que te quieran bien, de estorbar porque te sientes invisible, de no ser buen compañero, del deseo de venganza, de cuestionar si te lo mereces o no. Se tiene, tenemos, la culpa tan arraigada que a veces se convierte en una segunda piel y la adoptamos en nuestra vida. Y en esta novela la culpa pasea por las calles de Ciudad Real en un frío mes de febrero.

Y, sí, seguramente no importa el escenario, pero permitidme la debilidad: en una ciudad en la que nunca pasa nada, en la que todos los días son iguales, en la que se fue perdiendo el color de la ilusión para pasar a un decepcionante gris conformista, se puede encontrar una buena historia. Como esta novela.

A todo esto, me fui tan rápido que me llevé el libro sin firma del autor. Culpa mía. Tendrá que volver a Toledo para firmarlo.

Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

Relacionados

3 COMENTARIOS

Responder a Manuel V Cancelar comentario

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img