Julián Plaza Sánchez. Etnólogo.- Con la llegada de la 48ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, quiero dar a conocer una historia que hace ya algún tiempo me contó el protagonista de la misma. En ella, al igual que ocurre en el teatro, realidad y ficción se mezclan de tal forma que deja abierta una puerta para la imaginación. El escenario es el impresionante colegio de los Padres Dominicos afincados en Almagro, un conjunto arquitectónico que fue construido inicialmente para albergar a monjas calatravas. Después de que estas lo abandonaran, los dominicos volvieron a Almagro instalándose en este convento. En la actualidad ya no quedan religiosos y el edificio con claustro e iglesia de gran valor artístico, esperan una nueva reinterpretación. Pero lo que si queda son muchos recuerdos de lo que fue y de los chavales que por allí transitaron. Su magnífico claustro sirvió en otros tiempos de escenario para representaciones teatrales.
LA LLEGADA AL COLEGIO.- Cuando salí del pueblo hace la friolera de cincuenta y cinco años, no tenía claro que iba a ser de mi vida. Era un tiempo en que la mayoría de los muchachos rurales queríamos estudiar. En nuestra mente todavía sin formar, imperaba la idea de conseguir un buen trabajo para salir del pueblo y vivir en mejores condiciones que nuestros progenitores. Pero todo eso había que conseguirlo a base de esfuerzo, trabajo y mucho estudio. Me fui a un internado, era un colegio en donde estudiábamos, comíamos, dormíamos, hacíamos deporte… Pasábamos una vida completa de trabajo y ocio. La mayoría de los internos procedíamos de diversos pueblos repartidos por la geografía de España, frente a una minoría que llegaban de la ciudad. Debido a esta singularidad, las conversaciones más comunes eran temas relacionados con lo que hacíamos en nuestros respectivos pueblos. Cazar gorrioncillos, arrear a los perros callejeros, montar en burro, subir al trillo en verano o bañarnos en las frías aguas del rio. Nacer en el pueblo era un acontecimiento que te marcaba hasta el último día de tu vida. Cuando volvía en vacaciones, entraba victorioso montado en la burra parda, que me llevaba desde la estación a casa. Los muchachos que todavía no tenían edad para estudiar fuera, se quedaban mirando de forma interrogante. Alguno cuchicheando, se atrevía a decir: “Mira el Alejandro, tiene presencia de señorito”. Pero ese parecido era superficial, nunca caló hondo en la persona. Aunque cuando me hice mayor ese aire pueblerino fue desapareciendo. No sabía lo que la vida tenía guardado para mí. El paso del tiempo fue enseñándome todo lo que ahora sé. Me enseñó a pasar de una vida tradicional a otra moderna dominada por la tecnología.
Llegué al colegio de los Padres Dominicos, en Almagro, a los diez años de edad. No había salido nunca de casa, mis escapadas estaban marcadas por los límites que imponía el pueblo. Por supuesto no sabía dónde estaba Almagro. Pronto me enteré que este pueblo se hallaba en el mismo corazón del Campo de Calatrava, cargado de historia y de un pasado esplendoroso. Aquí habían convivido nobles y aristócratas, con un buen número de órdenes religiosas. Algunas de estas, como los dominicos, se ocuparon de la actividad docente creando colegios en donde los estudiantes convivían durante todo el curso, eran conocidos popularmente como los internados. Los Padres Dominicos volvieron a Almagro y esta vez se instalaron en el antiguo convento de las Monjas Calatravas, mandado hacer por el Comendador de la Orden, un tal Padilla. En el centro del pueblo estaba el colegio de las niñas, también regentado por las madres dominicas. En este caso ocupaban el palacio del marqués de Torremegía, pues el último marqués lo donó en 1936 a la orden Dominicana, y fue cedido a las monjas dominicas del Santísimo Sacramento. Estas fundaron una escuela hogar femenina bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario.
Al llegar al colegio para iniciar el primer curso, todo era nuevo, había que familiarizarse con la situación. El mundo rural había desaparecido entre aquellas paredes y un futuro incierto esperaba para ser conquistado. Había que digerir las nuevas amistades, las nuevas sensaciones, los nuevos estudios. Los sentidos no se podían dormir, tendría que estar atento a lo que se fuese presentando día a día. Los férreos horarios serían cumplidos minuciosamente. Levantarse, estudio, desayuno y clases. Después comida, un tiempo de ocio hasta seguir con las clases. Cuando estas finalizan más estudio hasta la cena, para seguidamente irse a dormir. Los días pasaban lacónicos entre el estudio y el ocio. También había alguna asistencia religiosa, aunque no era obligatoria. Comíamos en el refectorio, y algunas veces durante el refrigerio un dominico nos leía alguna lectura religiosa desde el púlpito, que estaba situado en uno de los laterales de la estancia. La vida pasaba lentamente, con una práctica deportiva prioritaria y competitiva. En la parte del convento, el símbolo que más se repetía era una
Cruz muy particular, que después supe fue la insignia de la Orden de Calatrava y todas las personas que pertenecían a ella la llevaban impresa en el hábito. Fue quizás al verla tan frecuentemente, por lo que empecé a interesarme por esta Orden. La curiosidad me llevó a contactar con uno de los frailes más viejos del lugar y que gustaba de relatar historias a los muchachos. Estos se agolpaban a su alrededor para escucharlo. El fraile se llamaba Ulpiano y aglutinaba una gran cantidad de sabiduría.
Un día me hice el encontradizo y lo abordé de tal forma que se quedó un tanto pensativo.
-Padre, quisiera saber sobre la Orden de Calatrava. Se me ha despertado la curiosidad, al vivir en un edificio mandado construir por un miembro de la Orden.
-Pues tú me dirás lo que te interesa y si estoy enterado te lo puedo relatar.
-Me interesa todo, pero empecemos por el principio. Que causa motivó el nacimiento de la Orden de Calatrava.
-Esta Orden fue creada debido a la necesidad por la lucha que se estaba llevando a cabo contra los moros. El rey Sancho III pidió a un tal Raimundo que era Abad del monasterio de Santa María de Fitero que defendiera la fortaleza de Calatrava. Esta fue arrebatada a los moros y los cristianos no querían perderla de nuevo.
-Supongo que sería en época de la Reconquista.
-Efectivamente, las campañas se habían llevado desde Asturias hasta Toledo y el deseo de los reyes castellanos era recuperar el valle del Guadiana.
-¿La fortaleza está muy lejos de este lugar?
-Está a escasos cuarenta kilómetros y fue la primera casa de la Orden, actualmente en estado de ruina. Se asentaron el tiempo suficiente para consolidar el terreno conquistado, pero la idea era seguir avanzando. Con el rey Alfonso VIII consiguieron una gran victoria contra los moros en el año 1212, en la batalla de las Navas de Tolosa. Después construyeron otra fortaleza y convento. Los maestres, pasado algún tiempo, vinieron a vivir a Almagro. Aquí edificaron el palacio maestral, que ocupaba una gran extensión en el centro de la población.
-Para lograr la victoria, supongo que el ejército sería muy numeroso. No estarían solamente los caballeros de la Orden de Calatrava.
-Pues claro que no. El rey hizo un llamamiento a toda la cristiandad para luchar contra el infiel.
Se hacía tarde y aunque tenía muchas más preguntas para encontrar respuesta, no pude hacerlo. El horario había que cumplirlo, la hora para retirarse al dormitorio no se podía saltar. Estaría esperando ansioso al nuevo día para seguir hablando del tema que nos ocupaba en el momento que cortamos la conversación. El dormitorio no quedaba muy alejado de donde estábamos. Atravesé una galería y subí dos tramos de escaleras para desembocar en el dormitorio colectivo. Ese día me acosté pensando en lo interesante que sería la vida de los caballeros calatravos. Al meterme en la cama quedé sumido en un profundo sueño y apareció uno de esos caballeros como protagonista.
Una persona se encontraba tumbada sin sentido en el duro y frío suelo. A su lado estaba su caballo negro como el azabache y un poco nervioso. La noche era inquietante y no había nadie por aquellos lares. De pronto se oyó el chirriar de un carruaje que se acercaba por el camino. Cuando llegó cerca del caballo, el carrero bajó e intentó calmar al caballo. Pero al aproximarse se topó con el bulto de una persona tendida en el suelo. Con mucha precaución comprobó si estaba vivo, acercó el oído a la cara y descubrió que respiraba. Al fijarse en su vestimenta, apareció ante sus ojos la imponente Cruz de Calatrava, que llevaba impresa en su pecho. No había duda, era un caballero de la Orden de Calatrava. Sin perder tiempo lo echó al carro y siguió el camino que conducía a Almagro. Cuando llegó se dirigió al palacio maestral, allí daría noticia de lo acontecido. Los que lo recibieron dieron la voz de alarma, pues era el sobrino del comendador Gutiérrez de Padilla. A Calixto, que así se llamaba el carrero que lo había transportado, lo interrogaron para descubrir lo que había pasado. No consiguieron nada, pues Calixto no pudo aclarar lo que pudo pasar. Entonces concluyeron que el caballo pudo espantarse y tirar al jinete.
Pronto lo trasladaron al hospital de la Misericordia, mandado construir precisamente por su tío el Comendador Gutiérrez de Padilla. El hospital formaba un conjunto arquitectónico con el convento de monjas calatravas, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción, conocidas como comendadoras, pues sobre el hábito de San Bernardo que vestían lucían una cruz de Calatrava. La abadesa era doña Inés Carrillo de Guzmán. El conjunto arquitectónico estaba compuesto de la iglesia y un claustro que organizaba todas las dependencias en dos alturas. Este claustro estaba inspirado en el templo de Salomón, simbolizando el retiro del mundanal ruido para purificar el alma y la contemplación de Dios. El hospital era un edificio anexo al convento y asistidos por estas monjas. Cuando llegaron con el herido, las monjas encargadas dispusieron una cama. Transcurrieron dos días sin que el caballero despertara. Al tercer día despertó y lo primero que vio fue un rostro de mujer, con armoniosas facciones, lleno de una suave dulzura. Permanecía inmóvil a su lado, parecía que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que había adoptado la forma humana. Aquella persona era María, la monja que lo había estado cuidando desde que llegó.
Íñigo, que así se llamaba el caballero, fue mejorando día a día. Era habitual encontrarlo paseando por el claustro, leyendo o rezando. Pues estos caballeros tenían un componente religioso. Eran soldados y freires, asumiendo estas dos condiciones, estaban comprometidos con los votos tradicionales de todos los monjes: obediencia, pobreza y castidad. Un día que la noche ya había cerrado sombría y el cielo estaba cubierto de nubes, el aire zumbaba al pasar por los espacios abiertos del claustro haciendo girar con un chirrido agudo la veleta de hierro de la torre de la iglesia. Iñigo penetró en la iglesia, estaba a oscuras y apenas podía distinguir el camino para aproximarse al altar. Se encaminó a una de las capillas. Allí arrodillada en un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta al altar, estaba María. Sus ojos verdes destacaban en la oscuridad y con dificultad pudo reprimir su deseo ante esa mujer tan hermosa. No quiso violentar sus pensamientos y se retiró sin ser descubierto.
El caballero volvía cada día a recorrer el magnífico claustro de columnas jónicas, hechas con mármol de Carrara que sostenían majestuosas el conjunto arquitectónico. La profunda soledad que inspiraba el lugar, junto al silencio que el anochecer iba imponiendo, impulsaba al tiempo de contemplación. El caballero comenzó a recitar una oración, de esas que aligeran el pecho oprimido y alivian el dolor. Se tapó la cabeza con la capucha incorporada en el hábito que llevaba y comenzó a murmurar una especie de letanía. Al pasar delante de la puerta que conducía a la iglesia, algo lo hizo parar, titubeó un segundo y se dispuso a entrar. Estaba inquieto y pensó que dentro de la iglesia conseguiría encontrar la paz. Se deslizó entre las sombras que proyectaban unas pocas lamparillas, que flotaban en un cuenco de aceite. Al acercarse al altar, descubrió un bulto que bien podía ser el de una persona. Cuando llegó al lugar en donde estaba, identificó a María que rezaba sus oraciones en recogimiento. Solamente pudo ver su cara, el resto del cuerpo estaba cubierto por el hábito. Tenía una hermosura sobrenatural, Íñigo desde la primera vez que la vio se quedó prendado, aunque sabía que sería imposible su relación. Ella tenía los votos de castidad y él había comprometido los mismos votos. Cuando se aproximó descubrió que una lágrima corría por su mejilla y entonces preguntó:
-¿Por qué lloráis?
-No me lo preguntes, pues no sabría qué contestar. Tengo deseos que me ahogan el alma. Aparecen situaciones imaginarias imposibles de ser pronunciadas. Si te revelase la causa de mí dolor, acaso lo comprenderíais.
-Cuéntame lo que te atormenta y verás como soy comprensible.
-Si insistes, te lo contaré. Delante de la Virgen te digo que nunca había tenido una mínima duda sobre mi vocación, hasta que te conocí. Las dudas se han hecho presa de mí y el temor a flaquear en mi vida ascética, es cada día más profundo. Mi condición religiosa no puede admitir esta debilidad, pero los encuentros que tenemos debilitan mi fortaleza. Ahora me tengo que retirar, antes de que la Abadesa se preocupe por mi tardanza.
Íñigo salió poco después al claustro y miró a través de los arcos que formaban las esbeltas columnas de mármol. No pudo ver a María, que seguramente estaría ya en su celda. Entonces decidió salir al huerto, que se encontraba detrás del convento. Aquí caminando entre los árboles iba repensando lo que había confesado María, algo que coincidía con sus propios sentimientos. El viento se levantó y mecía las ramas de los árboles dejando un hueco suficiente para observar una luna brillante. Entonces pensó que el amor es tan fugaz como un rayo de luna. Todo era un gran inconveniente, su posición social y la de María impedía facilitar el amor que sentían los dos. Además pronto se vestiría con la armadura y emprendería camino para unirse a las tropas calatravas, y seguir luchando contra los moros. Lo que no sabía es que esa sería su última actuación, pues poco tiempo después perecería en una emboscada, peleando contra los enemigos de su Dio.
Cuando la noticia de la muerte de Íñigo llegó al convento, María no pudo contener sus lágrimas, lloraba sin gemir, paro las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas, deslizándose hasta caer en la tierra. Todo a su alrededor era silencio, el viento dormía y las sombras comenzaban a aparecer. Estaba arrodillada delante de la Virgen y levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en la imagen. Intentó mover los labios para hablarla, pero su voz se ahogó en un sollozo. Entonces creyó oír como la Virgen, con una voz duce, decía.
-No llores María, tus lágrimas consiguen entristecerme. No tardando mucho tiempo, te reunirás con Iñigo y estaréis juntos toda la eternidad.
La Virgen era Santa María la Blanca que fue puesta por el maestre de la Orden de Calatrava, don Rodrigo Garcés, en la iglesia de la primitiva fortaleza de Calatrava, trasformando la mezquita que allí se levantaba. La fe que tenían los fieles en esta Virgen fue tanta, que se mantuvo viva con el transcurso de los siglos. Ahora estaba en la iglesia del convento de las monjas calatravas, y a ella se dirigía María para rezar y contarle sus penas. Delante de esta imagen conseguía esa paz interior, que buscaba en los momentos más cruciales de su vida. María una mañana no despertó, la vida finalizó y permitió el reencuentro que tanto esperaba.
¡Alejandro, Alejandro! Se oía vocear mi nombre, voces que me despertaron abruptamente. Sonaba la música de Víctor Manuel, “el abuelo fue picador allá en la
mina”. Una de las canciones que habitualmente nos ponían los dominicos para despertarnos. Mi amigo Jesús se acercó a la cama y tirando de la ropa dijo:
-Vamos perezoso, que ya es hora de levantarse.
-Me he quedado dormido, pues he estado soñando. Cuando estemos desayunando en el refectorio ya te contaré.
El refectorio era un inmenso salón utilizado para comedor. Un fraile me dijo en una ocasión, que la palabra proviene del latín refectorium que significa lugar en donde se come. En esta dependencia nos juntábamos todos los que convivíamos y cada uno teníamos nuestro sitio asignado. Mi amigo Jesús estaba a mi lado, y mientras degustábamos lo que había de comida, aprovechábamos para charlar. En esta ocasión relaté todo lo que soñé la noche anterior. Una de las veces que me levanté a buscar la jarra de café con leche, me colé en la cocina al no encontrarla en el lugar habitual. Al entrar descubrí una monja joven que no había visto con anterioridad. Me quedé observando y al poco la cocinera pronunció el nombre de María. La monja volvió la cabeza y me quedé petrificado. Tenía la misma cara que la monja de mis sueños. Sus ojos verdes se fijaron en mí. No pude sostener su mirada y la esquivé como pude. Agarré la jarra y salí a toda prisa. Cuando llegué a mi sitio comuniqué a Jesús lo sucedido.
-Amigo mío, no creerás lo que acaba de pasarme.
-Cuéntame.
-En la cocina, cuando fui a buscar la jarra, he visto a una monja que se parecía, como dos gotas de agua, a la que aparecía en mi sueño.
-Tu mente te está jugando una mala pasada.
-Puede ser, pero me atrevería a decir que es la misma persona.
Con el paso del tiempo descubrí que María se ordenó monja, después de que el amor de su vida muriese en extrañas circunstancias. Nació en un pueblo de la provincia de Toledo y sus habitantes se dedicaban principalmente a la agricultura. Su novio pertenecía a una familia de agricultores y ganaderos. Habían pasado la niñez juntos, pues sus casas estaban próximas. En la juventud formalizaron su relación, pero el destino hizo que no llegaran al matrimonio. Un día de tormenta fue a buscar unas vacas que se habían escapado del cercado en donde pastaban. Parece ser que cuando cruzaron el río, intervino para que no se ahogase un ternero. La fuerza del agua era tan brutal que lo arrastró río abajo y desapareció. El caballo volvió sin jinete a la casa y fue cuando dieron la voz de alarma. Emplearon todo lo que tenían en sus manos para encontrarlo, pero no apareció. A veces la realidad y la ficción se confunden. Otras veces la realidad supera la ficción.