Relato de invierno – La Lotería (3)

Relato de invierno - La Lotería (3)Manuel Valero .- Al acabar el concierto saltó automáticamente la radio. La casualidad hizo que sonaran los primeros compases de la Quinta de Beethoven. El coche llegó al aparcamiento del cuartel general de Roque Félix. El chófer lo detuvo frente al ascensor privado que accedía a un suntuoso despacho. Mientras subía, aún con el celebérrimo inicio de la Quinta en su cabeza, el magnate se acordó de los 800 millones de euros de la lotería primitiva. Una sacudida supersticiosa lo predispuso a una premonición, como si los golpes del destino estuvieran llamando a su puerta. En un primer momento se ruborizó por lo que había decidido. Tarareaba: popopopóm, popopopóm. Jugaría. Le pareció divertido. Pasó a su despacho: Popopopom.

Antón Asís lo abordó de inmediato.

{mosgoogle}-El tráfico cada día esta peor, un día de estos haré que construyan un helipuerto en la azotea. –Se justificó absurdamente- Antón, tengo una idea que me está rondando por la cabeza que necesito madurar en soledad. Será cosa de diez minutos. Después despacharemos.

-De qué se trata, Roque.

-Te lo diré en su momento.

-No se tratará de…

No lo dejó terminar.

-¿De qué Antón?

-Discúlpame, pero a veces tienes ideas descabelladas que no dan ningún resultado y son costosas.

-Esta no, ¿Un euro? ¿Tal vez dos? – dijo especulando con el precio del juego.

-Estoy en mi despacho. Llámame cuando resuelvas ese proyecto tan sorprendentemente barato.

Antón se fue cerrando suavemente la puerta. La mantuvo unos segundos entreabierta fisgando al magnate. Y ya sin testigos, Roque Félix telefoneó a su chófer: para las siete de la tarde quería en su mano unos cuantos boletos de la Lotería Primitiva. Luego le ordenó silencio abisal. Colgó, empañó de vaho uno de los cristales de la amplia ventana de su despacho y comenzó a trazar números. Como un susurro: popopopom.

Todo el mundo dormía en casa, su mujer, su hija, los dos lebreles y la servidumbre. Roque Félix se quedó en la biblioteca pretextando unas irreprimibles ganas de leer a Tolstoi. Su interés por el escritor ruso, extrañó a su esposa porque el autor de Ana Karenina siempre le había resultado antipático a su marido. Roque Félix admiraba su literatura pero detestaba su manía de aparecer ante los mujiks como un apóstol, despreciando su abolengo y su nobleza. Cuando su mujer y su hija le dieron el beso de buenas noches, el multimillonario tenía un ejemplar de La muerte de Ivan Ilich entre las piernas. La elección del libro no tenía el objetivo de su lectura sino de soporte.

“-¿Cómo se hace esto? ¿Se eligen los números, así sin más? No, demasiado simple. Jugaré con el juego, un poco de cábala, de esoterismo, estará mejor. Bah, patrañas, pero ¿y si da resultado? No, no voy a escamotear ninguna posibilidad. Daré a los números un valor simbólico.

Y Roque Félix inició un juego asombroso para atrapar los números de la suerte.                    

Capitulo [2][4]

 

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