We can, yes, we can

We can, yes, we can

Parece que este año la cuesta de enero ha tenido más visitantes de los habituales, ¿no? Ya pasó, mi niño, ya pasó. Eso es lo que supongo nos gustaría escuchar a más de uno. A más de uno nos gustaría acurrucarnos en los brazos maternos y oír la apacible voz de una mujer que probablemente haya sido testigo activo de más dos y más de tres cataclismos similares a sus espaldas diciendo: ya pasó, mi niño, enero ya pasó.
Mi ignorancia para con las cuestiones económicas (en todos los sentidos) me ha conducido en más de una ocasión a verter alguna que otra «disparatada» opinión de puertas para adentro. He llegado a defender la viabilidad del comunismo y la feliz posibilidad de erradicar la circulación de la moneda en el planeta Tierra. Hablar es gratis, ya lo decíamos hace unos días.

A pesar de que usted lector  y yo mantenemos hasta la fecha una respetuosa y cordial relación, he de confesarle que aún no siento la confianza suficiente como para contarle las quince o veinte soluciones con las que yo, en un alarde de humildad, arreglaría el mundo en un santiamén. Sin embargo, algo habré de decir sobre la crisis, ¿no le parece?

Una estrategia más, me decía cuando empezaron a cocer todos estos asuntos de las desaceleraciones y, bueno, a fecha de hoy, he de reconocer que navego entre el desconcierto, el acojonamiento y el «se veía venir».  España está a la cabeza de Europa en lo que a desempleo se refiere y, como suele suceder, los mejores ejemplos siempre los encuentra una en casa. El núcleo de los Alarcón Mosquera lo constituyen ocho miembros: dos jubilados, dos camioneros, un escayolista autónomo (ay, estos pobres sí que están jodidos…), un envasador de carne de una fábrica de carnes y embutidos, una simpática cajera de un supermercado y una servidora, que anda en ocupaciones varias no remuneradas.

Todos ellos (a excepción de la servidora, que soy yo) están casados y tienen  su correspondiente casa, su correspondiente coche y su correspondiente hipoteca. Todos ellos tienen o esperan descendencia y todos ellos tienen serios problemas en el trabajo. Unos con el ERE de las narices, otros arrimando el hombro para que la empresa de la que son siervos levante cabeza con la esperanza de, en un futuro, recoger lo sembrado; esto es, trabajando como burros sin ver ni un duro. A otros los vientos del norte les traen mensajes poco alentadoras: el cierre de la empresa está a la vuelta de la esquina. Y a todos ellos se los come la desesperación y es normal, claro.

Ya se ha dicho de todo y se ha dicho desde todas las perspectivas. Yo no vengo a hacer ninguna aportación demasiado reveladora a la causa. Como le dije, de economista no tengo ni un solo pelo y, aunque me defiendo con lo del apoyo moral, me sentiría sucia escribiendo algo así como: Lo hecho, hecho está. Ahora hay que salir adelante ¡Ánimo, ciudadanos!

No sabría explicarle, lector, pero me da no sé qué exhortar al empresario que, después de tanto éxito, se acaba de declarar en quiebra recordándole aquel día en que abrió las puertas de su negocio con cuatro perras y un millón de ideas. Tampoco me sale muy de dentro compadecerme del desempleado de turno, nunca mejor dicho. No diré que nosotros, los ciudadanos de a pie que por los siglos de los siglos siempre hemos llegado más que justos a fin de mes, tenemos lo que nos merecemos. De alguna manera, también somos su daño colateral. Aunque a muchos de los nuestros se les llenaron los ojos de pan con las vacas gordas y quisieron ver el trampolín a la clase aburguesada que envidian y critican a partes iguales. Y se atrevieron a invertir y todo. ¡Toma segunda vivienda, Luisito!

Y si no he venido a hacer ninguna aportación reveladora, a qué coño he venido, se preguntará usted a estas alturas en que ya estará hasta la coronilla de la crisis. Como le dije al principio no estoy preparada para el escarnio público y por eso no voy a llamar a la Revolución a pesar de que éste sería un buen momento para ponerse manos a la obra y reinventarlo todo de cabo a rabo. Pero no reinventarlo para que todo siga siendo igual. Reinventarlo para que la paz, la justicia y la calidad de vida (sin excesos ni carencias) sean el objetivo último de cada una de las acciones del ser humano. No es fácil, pero usted lo sabe tan bien como yo: otro mundo es posible y, sin duda alguna, éste sería un buen momento para empezar a trabajar sobre ello.

No, no voy a hablar de eso. Sin embargo, no me voy a ir de aquí sin hacer una propuesta más o menos sensata y adaptada a la situación para atajar semejante bancarrota. Le cuento: Supongo y leo que nunca está de más recortar gastos, bien, pues por ahí arriba hay una Familia Real que, realmente, se embolsa una inmerecida cantidad de dinero con la que bien se podría ayudar a que otros peces chupatintas volviesen a girar la ruleta para que todo siguiese siendo igual.
¿Cuela? En cualquier caso, leñe, viva la república.

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