La última llamarada

El escritor José Saramago definió la muerte como la última llamarada de una vela antes de apagarse. Las Tablas de Daimiel, la niña bonita del laberíntico Humedal Manchego,  me las han recordado. Después de tres décadas de  agonía nos acostumbramos a un Parque Nacional de despojo condenado de antemano a su desaparición bajo el ridículo blindaje de catalogaciones universales y rimbombantes figuras que no estaban sino en la correcta burocracia del Gobierno de turno, de la Junta sin turno, de la Unión Europea de la corrección ecologista y la lejana Unesco.
Ahora viene la Unión a pedir cuentas al Rey. Al Rey del absurdo, pues durante décadas han convivido las Tablas con su rango de Parque Nacional y otros diplomas de singularidades universales con la acción de una agricultura depredadora, a voces, a regadío abierto, sin ocultaciones ni sentido del pudor, incesante. Para contrarrestar el parquicidio, las administraciones central y autonómica adoptaron medidas paliativas que eran absurdas transfusiones de agua de la que apenas llegaban los bichos o pagando a los agricultores para que dejaran de regar. Cualquier medida, menos actuar como se debe ante la degradación reincidente de todo un Parque Nacional. Mejor hubiese sido no elevar las Tablas de Daimiel a los altares de tan naturalista figura o bajarlas de inmediato cuando la colonización ya no tenía remedio. Hubiese sido un despropósito pero al menos más coherente. Porque lo coherente, en caso contrario, hubiese sido una lucha sin cuartel, radical y radicalizada, mas allá de las denuncias públicas o las protestas organizadas, con acciones espectaculares como las de Green Peace abordando un mastodonte petrolífero a bordo de una frágil zodiac jugándose el tipo. Me pregunto si esa contundencia no ha faltado aquí en defensa de un paraje inaudito en el centro del secarral manchego. Al fin y al cabo se trataba de defender todo un Parque Nacional y esa defensa dura, directa, agreste, por las bravas sólo hubiera podido venir de las organizaciones ecologistas con el apoyo de la sociedad civil que ha estado, muda, sorda y ciega. Cómoda. Pensar que los poderes públicos iban a meter en cintura a los parquicidas de alta agricultura con medidas contundentes no estaba en el mundo de lo posible. La prueba ahí está. Las Tablas avisando con las últimas llamaradas que pueden socarrar el papel salvífico del PEAG.

La única vez que la región asombró al mundo en los tiempos modernos de después del Quijote, además del preestreno mundial de Volver de nuestro ilustre paisano Pedro Almodóvar en el Auditorio de Puertollano, para derivar la atención de una incomodísima actualidad,  fue cuando Bono consiguió que otro paraje, Cabañeros, diese un viraje inverosímil en su destino y se convirtiera en Parque Nacional dejando a los Mirages del Ejercito mirando otra vez para las Bárdenas Reales. De un extremo a otro, pero así fue como se consiguió. Pero aquí, sorprendentemente  la lucha política fue encarnizada entre hermanos de partido, lo cual con perspectiva histórica resulta sospechoso: ¿fue noble la causa o un vodevil planeado para que el PSOE de Bono se convirtiera a su vez en el partido de Castilla-La Mancha y el mismo José Bono en regio presidente por los tiempos venideros con la sociedad civil hábilmente dirigida como comparsa?   
   
Y también sorprendentemente, en la guerra de las Tablas los aguerridos han sido  los agricultores comandados por ASAJA que han actuado como el asilvestrado guerrillero que escupe su orgullo sobre los galones del superior enemigo cuando no con amenazas de revuelta si se sellaba un pozo por las bravas. Y así entre pozo y pozo, ante las narices de todos, siendo tema recurrente del periodismo provincial que desde hace décadas viene plañendo sobre la resequez crónica de las Brasas de Daimiel como acertadamente las ha definido Eusebio García del Castillo, padre cooperativo de MICR, y de vez en cuando material de relleno de la élite mediática nacional, las Tablas se han ido encogiendo, resecando, muriendo hasta la última combustión espontánea natural, como el diminuto fogonazo postrero de la vela que se apaga. 

La primera vez que vi las Tablas fue en el Nodo. Yo tendría unos siete u ocho años y me sobrecogió la figura del barquero en pie sobre aquel insólito bote plano sin quilla ayudándose en el remo con un largo palo por entre la masiega. La primera vez que las visité ya estaban tomadas por la metástasis de la riqueza agrícola y convertidas en un auténtico enredo para el Gobierno Central y Regional. Desgraciadamente no tuvimos un Alejandro que lo desenredase a la manera que lo hizo con el nudo gordiano. Respecto de Las Tablas, Bono no fue Magno. Antes un Parque Nacional muerto que un agricultor en la necesidad. No se salva nadie de este descomunal desaguisado, pero al menos confiemos en que esta muerte a las puertas voceada por las décadas no se convierta en partida de elecciones de  los partidos. Tampoco perdamos de vista el fondo de esta ionesca escena: el cambio climático puede aparecer en su papel de gran cabrón  para darle cordura científica a la siniestra historia.

La esperanza es lo último que se pierde, ojalá y revivan, a Dios le pido, pero no consigo desprenderme del símil de la llamarada de la vela antes del apagón final. Temo que las Tablas hayan avisado para que las dejemos morir en paz con la ayuda de los poceros del descabello. A los que nunca movimos un dedo por salvarlas siempre nos quedara el burgués entretenimiento de contemplar en familia o con amigos las fotografías en blanco y negro franquista o en el color socialista-popular lo que un día fueron, un dédalo de marismas de agua dulce, rebosantes y bulliciosas donde se acicalaba el pato malvasía a la sombra del masegal o el taray después de desayunarse con una ensalada de ovas y reclamar a la pata para la siesta. Pero quién sabe si aún no es demasiado tarde…

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