Corazón mío. Capítulo 15

Manuel Valero.-  -Deberíamos ir a echar un vistazo al piso del zombi-, dijo Peinado a su compañero mientras se dirigían al coche.
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-¿Ahora?. Eh, poli, tranquilo. Llevamos todo el día. No creo que quede nadie que haya tenido trato con Lobera, por fugaz que haya sido, que no hayamos interrogado. Déjalo. Además no tenemos orden judicial  y a mi no me da la gana. Aquí tu pareja de desechos se va a ir ahora mismo a casa, se va a meter debajo de la alcachofa y voy a cantar bajo la lluvia hirviendo un buen rato, luego me zamparé un bol de arroz chino y al catre.

Peinado reconcentrado y serio se plantó ante Ortega.

-Vete tú, yo prefiero andar.

-¿Otra vez el ritual del merodeo? Que yo sepa hoy no te toca cena con tu padre, por tanto no te toca fisgar a tu ex-, Ortega abrió la puerta del coche.

– Sube-, le dijo.

– No, caminaré hasta casa. Va empezar a llover y sabes que me encanta la lluvia.

– Como quieras. Pero ten cuidado Rick Dekard, creo que esta tarde ha habido una fuga masiva de replicantes-, bromeó Ortega. Entró en el coche y salió a escape.

De nuevo solo, Peinado volvió a hacer lo que siempre hacía cuando arrancaba a llover: mirar hacia el cielo a contemplar la metralla de la lluvia estrellarse contra su rostro. Una costumbre. De niño, siempre le gustaba mirar el aguacero hasta que se empapaba la cara. El niño oculto en la reglada madurez, un encanto de rémora siempre y cuando el niño no aparezca en situaciones poco convenientes. Alzó la mano y llamó a un taxi de un silbido, otro viejo vestigio de adolescente.

El taxi lo dejó en la dirección convenida, junto a un edificio de apartamentos de lujo. No era demasiado  tarde, esa hora indecisa entre lo cortés y lo intempestivo, las ocho y cuarto. Se acercó lentamente, el edificio estaba rodeado por un gran patio. Llamó al portero automático y se activó el pequeño objetivo de una cámara.

– ¿Quién es?-, dijo una voz metalizada no demasiado amable.

– Policía… ¿Puede abrir?”

– Ya han estado aquí una docena de veces… ¿Qué quieren ahora?

-Será solo un momento, quiero echar un vistazo-,. contestó Ricardo. No se sentía bien siendo registrado por ese ojo inanimado…

– ¿Trae alguna orden?-, inquirió de nuevo la voz…

– ¡Quiere abrir de una vez! Mañana se la traigo, maldita sea, serán unos minutos.

Peinado había tenido un pálpito, como los que sacudían de vez en cuando al municipal Plinio en sus insólitas pesquisas rastreando crímenes en Tomelloso. No sabía exactamente qué buscaba, pero algo le dijo que quizá apareciera una señal que comenzara a arrojar un hilo de luz en el misterioso caso de la muerte de Lobera… y su resurrección, una señal oculta pero visible, que escamoteó las anteriores inspecciones de la Científica. Al rato, apareció un guardia de seguridad al otro lado de la puerta. Era un joven novato, y por tanto, celoso de su trabajo, pero fácilmente persuasible.

– No tengas cuidado, muchacho. Soy poli de verdad-, le dijo mostrándole la placa.

Luego caminaron por un breve paseo de piedra entre una foresta de palmeras de ciudad hasta la entrada principal al edificio. El guardia sacó un manojo de llaves, abrió una de las hojas de una gran puerta de cristal pesado, siguieron por un espléndido portal con suelo y paredes de mármol y con apliques de bronce en las paredes, plantas enormes y una alfombra roja, como la del cine, que llegaba hasta el mismo ascensor. Mientras subían, el joven guardia de seguridad le dijo confiado en la distancia corta

– Menudo pájaro, ¿eh? ¿Usted cree que está vivo?

– No lo sé, pero lo sabremos. Si no está muerto, algún día tendrá que morir. No se muere dos veces.

Del ascensor se accedía a un pasillo de limpieza eclesial, con más alfombra hasta el apartamento de Tony Lobera. El muchacho volvió a sacar el manojo de llaves, abrió la puerta y encendió la luz.

Peinado penetró en la vivienda, un amplio ámbito sin paredes con todo a la vista, escalonado por piezas y con la pared exterior completamente acristalada. Allí tenía Lobera el dormitorio, con unas vistas de postal a la ciudad. El guarda de seguridad  se quedó en el umbral. Peinado inspeccionó el piso con parsimonia. En realidad, no sabía lo que buscaba, apenas tocó nada. Todo estaba en su sitio, impregnado de esa tristeza que siempre trepa por los lugares abandonados. Una pared de anaqueles con libros y objetos de decoración de diversos estilos, grandes lámparas de pie, la cocina en un extremo a la que se accedía por una pequeña escalinata de tres escalones con lucecitas en los peldaños,  muebles de diseño de lineas de vanguardia, grandes cuadros de un abstracto casi infantil, objetos inverosímiles de colores vivos,  esculturas de animales, una bicicleta estática…

El policía se acercó hasta la biblioteca. En uno de los compartimentos, a un lado, aplastados bajo tres tomos de gimnasia de mantenimiento, había varias revistas retrasadas de la vida social. Las cogió y las miró sin pretensiones. Pero una de esas publicaciones le llamó la atención. En portada, una chica muy atractiva, joven y risueña, saludaba al observador. El titular no era muy agradable:

Hallada muerta en un hotel de carretera Irene Cruz. Suicidio.

Peinado cogió las revistas, las enrolló y las metió en el bolsillo de atrás del pantalón. Otro vestigio de niño.

– Vámonos-, le dijo al de seguridad. Y ya en la calle-: Gracias, chico, hablaré de ti a tus jefes cuando sepamos a qué juega este escarlata.

 

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