Corazón mío. Capítulo 50

Manuel Valero.- Peinado y Ortega llegaron al teatrillo Cajablanca una hora antes de la función de la tarde. Entraron sin contemplaciones y preguntaron por el encargado a un hombre que se ocupaba en sacar trapos de un enorme cajón de madera. El local era pequeño. corazonmioDespués de un corto pasillo, estrecho y oscuro, se accedía a una sala amplia, al fondo la cual había un escenario sin tarima y sillas amontonadas, que el  empleado que sacaba trapos de un cajón, comenzó a disponer para la función . En una de las paredes laterales, un habitáculo en el que apenas se podía mover una persona, hacía las veces de oficina. Rodeado de sombreros, mantillas y máscaras que colgaban de las paredes, de una percha de pie y otras claveteadas, el empleado hablaba en esos momentos por teléfono. Los policías se dejaron de cortesías y fueron al grano.
-¿Es usted el encargado de ésto?-, preguntó con energía Peinado.
-Sí, lo soy- respondió colgando el teléfono sin despedirse de su interlocutor.
-¿Actúa esta noche, un tal Oscar García?- Peinado encadenó la pregunta con cara de pocos amigos.
-¿Oscar García? No, no. Tenía previsto actuar pero hace tres días se pasó por aquí para cancelar la actuación. ¿Y quienes sois vosotros? ¿Por qué tengo que daros explicaciones de mi negocio?
-Somos policías, amigo, así que déjate de rollos y procura acertar todas las preguntas, si lo haces tendrá un premio: no te llevaremos detenido-, terció Ortega con la misma firmeza.
-¿Policías? Ah, sí, sí, encantando y todo eso… Esto es un negocio cultural y honrado, pueden pedir referencias en el Ayuntamiento o en la Comunidad… ¿De qué se trata?- el encargado, un chico joven con un aspecto bohemio que ensalzaba un fular anudado al cuello y una barba de tres días, se mostró solícito, pero extrañado.
-¿Pero hoy tenía una actuación en el local, no?- Roberto le insistió mostrándole un programa de mano.
-Así es, ya les dije que vino a cancelar su número. Fue el martes… no, no, el miércoles. No dijo nada, únicamente que abandonaba la ciudad por otro proyecto más interesante. ¿Qué pasa? ¿Ha hecho algo malo?
-¿Qué aspecto tiene?-, le preguntó Ortega.
-Un aspecto… normal, un chico de unos 30 años, con los ojos azules y… una sonrisa muy atractiva.
-¿Sabe donde vive?- Ortega volvió a la carga.
-No tengo la menor idea. Eso no nos incumbe a nosotros. Los artistas vienen, hacen su función, les pagamos, nos emborrachamos y a otra cosa.
-¿No firmáis un contrato, un papel, algo?- Ahora fue Roberto quien tomó el interrogatorio de manera definitiva.
-Bueno, cuando tienen cierto renombre, sí, pero hay ocasiones en las que… Oiga, eso no se utilizará  en mi contra, se trata solo de casos aislados, tengo aquí todos los papeles en regla, el alquiler del local, los recibos de Hacienda…
Los dos policías salieron de la pequeña oficina. La imprevista anulación del número de Oscar García era un paso de gigante hacia el esclarecimiento del caso Lobera. Ahora tenían casi la certeza de que ese cómico, actor ambulante, monologuista, transformista, o lo que fuera, estaba relacionado con el asunto, y que por tanto con los crímenes del justiciero del corazón con el suicidio de la joven Irene Cruz. El modo de encajarlo todo, el móvil, los detalles, era lo que faltaba para completar el puzzle una vez que tuvieran en sus manos a ese Oscar de quien nadie conocía ni su pasado ni su guarida.
Cuando estaban a punto de llegar a la puerta de la calle, el encargado de Cajablanca les dijo algo que abrió las compuertas del cielo.
-Esperen, hay algo debajo de ese hueco que quizá les interese…
Se refería a una maleta vieja que yacía en el suelo en una oquedad sin utilidad, como una hornacina de obra, adornada con una pequeña escultura de arcilla de un fauno saltarín. El encargado la cogió y la deposito sobre una pequeña barra de bar en el vestíbulo del teatrillo.
-¿Que es esto?- preguntó Ortega.
-Cuando cerramos su actuación de hoy trajo esto, pero supongo que se trata del vestuario que utiliza para sus numeritos. No se la llevó, es extraño, quizá las prisas… Está cerrada…
-Estaba cerrada…- Roberto saltó la cerradura con la culata de la pistola, no fue complicado, en realidad era cerradura con el anclaje casi desprendido por el uso.
Los dos policías removieron en el interior. No había gran cosa, una lata con maquillaje, una peluca  al estilo Elvis Presley, unos zapatos de payaso, y una gabardina a la usanza de los años 70. Peinado sacudió la gabardina, la escudriñó con detenimiento por la parte visible y el forro, y hurgó en los bolsillos. De uno de ellos sacó una pequeña nota de una tintorería, era una factura de un servicio reciente de apenas una semana.
-Vamos Ortega, tenemos que ir a una tintorería. El mejor cerebrito la caga con la cosa más estúpida-, dijo con una sonrisa que venía a ser como la firma de un buen trabajo y la constatación de que la policía siempre es más lista que los malos.
El encargado se quedó con la boca abierta, sin entender nada, luego volvió a meter los escasos enseres en la maleta, la colocó de nuevo donde estaba y regresó a la oficina a seguir con la rutina del negocio.

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