La mujer del Valle (II)

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Los cadáveres abandonados siempre reclaman su presencia, no se resignan al recuerdo perpetuo de la desaparición. De algún modo suscitan una concatenación de azares para que los pasos de alguien acaben por toparse con su tumba provisional, lo descubra y de ese modo poder descansar como Dios manda. Era una mujer de unos treinta años, pelirroja, de piel blanca como la nieve.
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La mujer del Valle

Manuel Valero

Capítulo 2

El perro comenzó a ladrar y de vez en cuando lanzaba aullidos de llanto. La muerte, tan esquiva para Abdón, no le produjo aprensión alguna. La había visto muchas veces, quizá demasiadas. Cuatro explosiones de grisú, otras tantas inundaciones, decenas de derrumbes, la caída de un poste eléctrico sobre un tren, compadres heridos de una mano, de un hombro, en la cabeza, con los pulmones alquitranados… Todo le vino en manada al recuerdo, y todo era negro, muy negro en comparación con aquel cerúleo cuerpo de mujer que parecía de nácar de puro blanco que cegaba en las partes libres de barro. Miró alrededor y vio a un chico que corría por los caminos mejorados para el bienestar burgués de la caminata o la carrera.    Le indicó con un amplio aspaviento de los brazos y un silbido que se acercara. El joven deportista llevaba un teléfono móvil. Aquí, que hay una mujer muerta, junto a la mina Pedrisco, le dijo Abdón a la policía cuando el chico le marcó el número y le pasó el smartphone, mirando asustado el cuerpo sin vida a medio desenterrar de la muchacha. Al poco, una constelación de luces añil y naranja rodearon la zona. Los investigadores la peinaron centímetro a centímetro con la precisión de un relojero. El juez ordenó el levantamiento del cadáver al amanecer.

Abdón lo miraba todo con la indiferencia de quien tiene ya tanta vida acumulada que lo único que le podía asombrar era ser testigo de la parusía. Pero uno no llega a eso, no, no  llega… se decía en sus continuos soliloquios  o a Capitán, si lo tenía cerca. Los coches de policía aparcados en el camino, junto a las escombreras, la ambulancia trepada sobre un somero montículo, el automóvil del juez y una docena de hombres con guantes y gafas y cajas de metal y otros artilugios, analizaban  cada gramo de tierra. Las preguntas protocolarias se las hizo un joven policía de paisano. Venía caminando con Capitán y el perro la barruntó, escarbamos y apareció esa pobre mujer. Anteayer cayeron cuatro gotas y me llamó la atención el machón de la tierra removida y los dedos aflorados como pequeños champiñones. Este valle se ha comido muchos cuerpos pero no como ese. ¿Saben quién es?

Aquel suceso acabó por inquietar a Abdón. El Valle era una pacífica estampa campestre, con sus pecios mineros repartidos por el contorno, pero desde que la buena naturaleza se puso a recobrar lo que era suyo y el tiempo se fue aposentando en el paraje con su cadenciosa y larga pátina de olvido, nunca había dado el valle una mala sombra de noticia, ni había sido marco de ningún acontecimiento luctuoso que no fuera el tributo antiguo  de las minas. Habían trazado caminos para el senderismo, y los días de primavera la gente que lo recorría le daba un aspecto romero. Hasta aquella tarde que apareció el cadáver de una mujer, de unos treinta años, pelirroja, medio desnuda, con uno de los pechos al descubierto, la falda por las rodillas haciendo visible la braguita negra y una pierna en un extraño escorzo como si fuera la de una muñeca rota. Todo aparentemente lógico cuando se trata de la aparición de un cadáver que alguien trataba hacer desaparecer, pero el cuerpo de la muchacha tenía quemaduras por todas partes, eran una letra griega y un número, como si la hubieran marcado con una divisa al rojo vivo. En mis tiempos no había muchachas así. Pero había asesinos. Siempre los ha habido. El mal, siempre ha habido mal en el mundo y lo habrá hasta que venga el que vino hace dos mil años. ¿Es usted creyente? No. No lo entiendo. Que uno no crea no quiere decir que esté en lo cierto. Luego se fueron todos, Abdón acompañó al joven policía que lo había interrogado. En el coche le dijo que tendría que acudir al juzgado por mero trámite. En la zona quedaron dos policías cuyas siluetas se recortaban contra el albor blanquecino del amanecer. Varias hebras cárdenas rompían una única nube. Los medios informaron de inmediato con la facilidad para la premura con que dota Internet. En los digitales, el cuerpo sin vida de Araceli Sotelo ilustró las portadas.

A la chica de la patera la mataron también. Apareció en un callejón del barrio con la cabeza abierta y el pecho aplastado con una piedra que se quedó sobre el cadáver cuando la encontraron con la nuca recostada en la pared en un doloroso escorzo. De eso hacía ya al menos treinta y cinco años y fue muy sonado, porque la muchacha trabajaba en unos grandes almacenes que abrieron en la avenida principal al poco tiempo de que pusieran los autobuses de línea. Abdón llevaba una temporada jubilado y en ese tiempo se acomodó a su nuevo status de cobrar sin trabajar, ocupándose en cosas para no desocupar el cerebro y mantenerse a salvo del tedio de la inactividad. Pero la muerte violenta de Charito Puente fue todo un mazazo tan solo comparable a las sacudidas de la mina cuando se llevaba a uno o a un batallón por delante. Dolía y mucho y daban ganas de cagarse en los muertos divinos de la puta mina a la que tanto defendía Abdón, pero la tragedia era previsible, esperada, inevitable. Trabajar allí abajo como ratas excavando túneles no puede acabar bien, de vez en cuando hay que pagar. Y la mina se cobraba lo suyo. Era una fatalidad asumida y equilibrada con el sustento. Que muriese un minero formaba parte del juego. Que muriese asesinada a golpes una chica de dieciséis años, no, y en la ciudad no eran muy dados sus habitantes a ir despachando gente bajo la nocturnidad de las calles sin luna y mal iluminadas, como pasa en las películas de suspense, en las que todo es tan previsible que el autor del crimen se deja señalar por el público que ha pagado su entrada en la segunda secuencia y cuando aún queda una hora de película. Ese es, ese es, sisea todo el cine. Y si al final no era ese el malo era  porque el director había decidido romper la mala hechura argumental con un giro inesperado y fuera de toda lógica todo el mundo comenzaba a silbar y a lanzar palomitas, cacahuetes y la cerveza del culo del vaso. Aquella muerte fue un impacto que rompió la provinciana convivencia de la ciudad en la que nunca pasaba nada más allá de lo razonable si la mina decidía darse una tregua.

Abdón había visto a Araceli Sotelo sin detenerse en el detalle, la había descubierto Capitán, que apenas tuvo que hociquear un poco para que los dedos de la muerta acabaran de florecer en la tierra como espárragos. Quien la enterró lo hizo deprisa y mal, a juzgar por lo somero del hoyo. Era más guapa que la chica de la patera y debía oler mejor porque no tenía aspecto de vender despojos en el mercado como hacía la Charito, antes de colocarse en los grandes almacenes. El viejo Abdón la encontró incluso bonita, momento en que apartó la mirada de su cuerpo desnudo por temor a que fuera observado por alguna cámara oculta y lo consideraran un pervertido o algo peor que eso, el principal sospechoso. No había cuidado. Con él estaba el policía joven que también recorría con atención la piel muerta de aquel hermoso cadáver. Sí que era bonita, Abdón. Me lo has quitado de la boca, la belleza nunca muere. Todo muere, amigo. La belleza no. ¿Ah, no… y qué es lo que estamos mirando entonces, viejo? El cuerpo sin vida de una bella joven, la joven está muerta, su belleza aún palpita. ¿Y cuando sea huesecitos también?  Quienes la conocieron la recordarán bella. Excepto el que la conminó a dejar este mundo. Tal vez la mató porque era bella… ¿Cómo, la belleza como un riesgo? ¿La belleza es inmortal y es un riesgo al mismo tiempo? Amigo Abdón debo reconocer que efectivamente es usted desconcertante. No sólo por la edad que tiene y su estado de salud sino por sus elucubraciones. Ahora entiendo a sus paisanos. ¿Cómo sabe todo eso? Soy policía, amigo. ¿No prefirió ser arquitecto, amigo? Sinceramente, estoy enamorado de mi profesión. ¿Por qué me pregunta eso? Los arquitectos hacen casas, los polis dan una patada en la puerta de las casas… Cuando así lo ordena el juez y es inevitable para perseguir a los malos. Da igual. El joven policía miró al viejo con admiración. Posiblemente hizo votos para llegar hasta la edad del hombre que descubrió el cadáver de Araceli Sotelo con la mente completa, sin grietas y funcionando  con una clarividencia envidiable. ¡Si hasta filosofaba! Abdón había declarado y contado al detalle el hallazgo. Las preguntas reiteradas lo aburrían. Miren, yo no he sido. Podría haber sido y llamarles a ustedes como que he sido yo el que ha encontrado el fiambre para despejar sospechas como pasa en las películas, pero no, no he sido. Hace una hora estaba en mi casa tan tranquilo y Capitán y yo decidimos dar un paseo hasta que hallamos ese mojón. Damos paseos desde que se inventó la luz eléctrica. Puedo pasear con los ojos vendados por todo el contorno sin desviarme de mi cardinal y sin tropezar una sola vez. Ni quito ni pongo una coma a la verdad. No me vio nadie salir de casa, es verdad pero eso no me quita el hambre ni el sueño. El policía joven era consciente del protocolo y de las pautas de rutina. Le dijo a Abdón que todos sabían que él no era el autor del crimen, ni por asomo, y todo cuanto había declarado se ajustaba a la verdad. Es el proceder, amigo. A usted lo conoce toda la ciudad. Dicen que ha enterrado usted a cuatro alcaldes y que no le quedan amigos, porque los ha sobrevivido a todos, incluso a los hijos, y a los hijos de los hijos de sus amigos. Así es. Esa es la tortura de la longevidad lúcida, que tiene uno que asistir a la muerte de sus prójimos como una mala costumbre.

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