Apuntes al regreso

Manuel Valero.- Llamadme agorero, o cualquier cosa que os venga a la cabeza pero estamos perdidos. No se trata de una perdición repentina, un irse todo a tomar por saco en un colapso acelerado, es algo aún más letal que se va percibiendo poco a poco hasta que un día de repente te das cuenta de que no hay punto de retorno y que todo es ya cuestión de tiempo, de menos tiempo.

Os pongo en antecedentes. He estado unos días en una casa rural –no entendáis estas líneas como una excusa para contaros mi vanidosa estancia vacacional, no, por Dios, no va de eso-, ubicada en una colonia de Sanlúcar de Barrameda apegada al cultivo, de calles con más solares que casas, lejos de la playa… si ocho kilómetros es distancia. Allí entre huertas e invernaderos y casas de dos plantas a lo sumo distribuidas en perfectas cuadriculas  uno se ha solazado a un precio tan módico como el alojamiento. Sin televisión, con baño comunal y sin más aire acondicionado que la corriente natural del aire. Lo prometo: sin televisión y una alberca reconvertida en piscina doméstica para los cinco o seis huéspedes que la hemos compartido. Parecíamos extraños en aquel lugar alejado de la vorágine playera. En esos días he escuchado una cacofonía animal como hacía años que no escuchaba:  el rebuzno de un asno, la orquesta sinfónica de los grillos bajo la noche moteada, el croar de las ranas, el canto del gallo, el ladrido del perro y por supuesto el trinar de los pájaros. 

Cada especie tiene su horario. Los pájaros están todo el día, el asno rebuznó un par de veces a saber por qué, las ranas le dan a la música al anochecer, luego le siguen los grillos y el perro ladró cuando quiso. A una hora indeterminada de la madrugada todo se aquieta y se calla hasta que irrumpe el gallo.  

Al segundo día de estancia a uno le parecía haber viajado en el tiempo más que en el espacio de modo que no hacía falta forzar mucho la imaginación para ubicarse en algún punto pretérito de la línea del tiempo: la soledad calcinada de la siesta, los hombres sentados a la puerta de la venta durante  la impresionante puesta del sol, el trajín mañanero de una cooperativa agraria y un cofradía de puerto fluvial. Bajo una parra después de la canícula o sentado al porche después de la cena viendo el impagable espectáculo de las estrellas nerudianas titilando a lo lejos, uno se cree a salvo del mundo y cerca, muy cerca,  de las esencias netas de la vida. Pero todo es fugaz, como algunas estrellas que la mayoría son fijas y no son sino el eco de su luz, que dicen los eruditos. Así que de regreso pensé en lo que le escuchaba decir a mi madre –como en la casa de uno en ningún sitio-. Eso decía.

Y vino la zambullida cruel en la liquidez de estos tiempos raros, tomados por una sobreinformación desmedida, la espectacularización del mundo, la infantilización de la Historia y el peligro real de que cada día que pasa estamos más cerca de irnos todos juntitos, de la mano, al mismísimo garete. La plácida solidez de la Algaida sanluqueña cayó reducida a escombros con tan solo cuatro o cinco fogonazos del ojo orweliano de la televisión perpetua. Es duro, muy duro contemplar los desmanes histriónicos de Boris Jhonson que sí, que es un sosia de Donald Trump y su empecinamiento en un Brexit bravo, la burda conversión del drama humano de la inmigración que ha hecho del Mare Nostrum un Mare Mortum (no sé si se dice así en latín) en una jocosa campaña electoral italiana y en una pelota rota entre los países ribereños de la Unión , la moción de censura de Matteo Salvini, líder de la Liga (la del Norte italiano), contra el gobierno del que forma parte, el tic tac de marmota en el que seguimos aquí sin Gobierno hecho y derecho que funcione más  y mejor que el que está en funciones, la súbita aparición de casos de violaciones en pandilla como si la tele fuera una vitamina estimulante, la indeseable cadencia de mujeres (o niños) asesinados por sus padres, los sangrientos déjàvû de los enajenados armados que disparan a cuanto se mueve como subproductos del sueño americano… y para colmo el reinón o reinona de la basura catódica, Jorge Javier Vázquez, enseñando el culo en un programa de alta toxicidad, guinda pútrida de un mundo sin sentido, como si estuviéramos no ya en la antesala de la decadencia sino más bien entrados en los salones principales de la Casa Hustler de Alan Poe

Son tiempos de rabiosa coetaneidad con hombres (ninguna mujer) extravagantes en los puentes de mando de los países nucleares, inmersos en la guerra de guerrillas de las fronteras, los aranceles y el sin Dios. Mal pintan la cosa y las vísperas de lo futuro. Y lo peor de todo es que uno ante tanto desajuste descomunal se siente como el piojo en la cabeza de un piojo, insignificante, del tamaño de una partícula elemental. En estos días celebramos un hecho asombroso: la primera vuelta al mundo. Seguro que los hombres que acompañaron a Magallanes en tan titánica búsqueda de las especias se encontrarían con un mundo loco, ávido de dineros y de poder, como ha pasado siempre, pero fueron gigantes al lado del enjambre de liliputienses que hoy poblamos el mundo regido por instituciones que aconsejan no comer carne para que no haya tanta vaquería de fabricación gasística a granel, enredado en una malla de empacho informativo, de noticias falsas, de trivilialización de la vida privada y de presentadores enriquecidos por los camiones de moñiga que vierten cada día sobre las mesas de su entregada audiencia. Así las cosas, a uno le apetecería largarse a aquel lugar del sur profundo, junto a la desembocadura del Guadalquivir a escuchar el asno, la rana, el gallo, el grillo y los pájaros, y luego que venga el meteorito cuando quiera. Y si ocurre ojalá y se salven los buenos. O no. ¿Pero y si sí?

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