El año que no fue – Capítulo 4

El invierno vino de repente. Philippe se había marchado a mediados de noviembre. Audrey lo echaba de menos en las largas noches frías. Nunca hablaban del mañana. Cuando se despedía, siempre era con un «hasta la próxima». Y ella, en la soledad de Porte Sommet, se convencía de que solo era una historia pasajera. Pertenecían a diferentes mundos. Y él nunca se quedaba lo suficiente, porque para ella lo necesario sería que se quedase siempre.

                Cerraron la escuela a finales de diciembre. El pueblo quedó aislado, como el resto de la comarca. Los vecinos no recordaban un invierno tan duro, sin tregua con la nieve. Cada vez que la señora Moulian aparecía con el correo, Audrey esperaba que alguna de esas cartas fuera de Gretta, explicándole el por qué de su marcha.

                Después de preguntar por todo el pueblo, pudo reconstruir la historia más o menos. Climent le contó que Gretta había cambiado el último mes. Estaba más torpe, se le caían los vasos, olvidadiza, no recordaba hacer el inventario, y distraída, a veces se quedaba embelesada mientras frotaba el trapo al limpiar la barra. Empezó a recibir las visitas del padre Adrien. Al principio, Climent no vio nada malo en ello. Muchas veces las mujeres cuando tenían problemas en casa se lo contaban al cura y este era el que se encargaba de hablar con el marido, si era el caso, con la suegra o la hermana.

                —Los curas entienden muy bien a las mujeres. —Carraspeó para quitar importancia lo que había dicho—. Y seamos sinceros, maestra, Gretta era una mujer que alegraba la vista a todo el mundo. Acostumbrado a las viejas beatas, a las madres avejentadas por los niños y el campo, pues es normal que al padre le agradase la compañía de Gretta. Y en esas cosas no manda la razón.

                Audrey se negaba a admitir que ella no se hubiese dado cuenta de la incipiente historia de amor. Al contrario, si hacía memoria, había notado a Gretta más temerosa, más asustadiza, un poco antes de que llegara el padre Adrien a Porte Sommet. Recordó un paseo hacia el bosque a principios de septiembre cuando se encontraron de repente al padre Auguste que salía de un camino oculto en la maleza. Greta chilló, asustada, al ver esa enorme mole emerger entre los arbustos.

                —Disculpen, señoras. —El rubicundo rostro del sacerdote asomó entre las hojas de los árboles. Se sacudió unas hojas que le quedaban sobre los hombros—. Soy el padre Auguste, el nuevo sacerdote. He venido a pasear al bosque, para conocer la zona, y me he perdido. Ya me estaba poniendo nervioso por no encontrar el sendero de vuelta y he oído voces. Me he guiado gracias a ustedes. Menos mal.

                —Se le ve muy acalorado, padre. ¿Se encuentra bien? —preguntó Audrey preocupada. La señora Rideau ya le había hablado del nuevo sacerdote, sobre todo de su increíble tamaño.

                —Sí, no es nada. Con esto —se señaló la prominente barriga— con dos pasos que dé ya me canso. A ver si adelgazo un poco, aunque no lo veo probable con lo bien que parece que me van a dar de comer aquí. Ese Climent tiene una mano con los guisos…

                Audrey sonrió. Gretta seguía callada y con la mirada fija en el hombre.

                —Vamos, Gretta. Prosigamos el camino —le sugirió Audrey cogiéndola amablemente del brazo—. Ya solo tiene que seguir este camino y llegará al pueblo.

                Se despidieron del sacerdote. Cuando estaban seguras de que ya no las podía oír, Audrey estalló en carcajadas.

                —Adelgazar dice… Si no puede con su alma. Te apuesto lo que quieras a que, en cuanto llegue al pueblo, va a pedirle algo a Climent.

                Greta continuó callada. Asintió levemente.

                —Greta, que es solo un cura. Gordo y raro, pero cura.

                —Ya, ya. Me he asustado al verlo salir así de pronto de la maleza. ¡Qué boba soy! —respondió. Y las dos rieron juntas.

                Puede que llevara razón Climent, que se hubiese enamorado y no quisiera contarle nada por el hecho de que su amante era un sacerdote. Aunque Audrey no era muy religiosa, sabía que la habría reprendido por enamorarse así. O no. ¿Quién era ella para juzgar lo que sienten los demás? Además, tenía que reconocer que tampoco había sido sincera con Gretta. Jamás le había contado la historia con Philippe. Nunca se había sentado con ella en el jardín mientras tomaban té ni le había confesado que siempre que él venía a Porte Sommet se metían en la cama para besarse, abrazarse, tenerse el uno al otro. Jamás le había dicho lo feliz que era cuando estaba encima de él, la explosión de emociones cuando él la miraba mientras estaba entre sus piernas. «De las más bellas imágenes», le decía él. Se estremeció recordándolo.

                Decidió pasar a comprar algo de fruta para cenar. La señora Rideau era una buena anfitriona, pero su dieta consistía en carnes y caldos. De vez en cuando, Audrey la sorprendía llevando fruta y verdura para variar de menú. No tenía mucho dónde elegir.

                —Hola, maestra.—Una cabecita infantil asomó por detrás del canasto de las manzanas.

                —Brigitte, querida. ¿Cómo estás?

                Brigitte era una de sus alumnas preferidas. Muy callada, era muy lista y aprendía con relativa facilidad. La niña salió hasta delante del mostrador.

                —¿Sigue triste por su amiga? —le preguntó.

                Audrey le acarició la cabeza.

                —No. La echo de menos. Seguro que tú también echas de menos a Lily. ¿A que sí?

                La pequeña sonrió.

                —Sí. Mucho. Pero hasta que no se vaya la nieve dice mamá que no podré jugar con ella.

                —Pues eso mismo me pasa a mí. Seguro que cuando se vaya la nieve volveremos a estar con Gretta y Lily. —Cogió dos manzanas del cesto y las puso sobre la mesa del mostrador—. ¿Llamas a tu madre para que me cobre?

                Brigitte se dirigió a la trastienda para avisar a su madre, pero se dio la vuelta de repente.

                —Yo la vi el día que desapareció —dijo la niña con voz trémula.

                —¿A Gretta?

                —En el bosque. Yo estaba escondida porque estábamos jugando. Empezaba a oscurecer, pero aún se veía bien. Pensé que era Lily que me venía a buscar. Me asomé, pero solo vi la cara de su amiga detrás de unos arbustos. Lloraba mucho.

                Audrey comenzó a ponerse nerviosa. Según sus indagaciones, Gretta había salido el sábado por la mañana del trabajo de Climent para hacer unos recados y el doctor Junot la había visto al mediodía en la carretera que conducía a Majeure, un pueblo a unos cincuenta kilómetros de Port Sommet, con estación de tren. Todo coincidía con una escapada. Pero el testimonio de Brigitte cambiaba esa teoría.

                —¿Estás segura de que fue el mismo día que se marchó?

                La niña asintió varias veces.

                —Sí, maestra. Habíamos ido a comer a casa de mi abuela y solo comemos los sábados ahí. Además, Lily había venido a ver a la suya, y solo viene los sábados. —Ladeó la cabeza mientras asentía—. Era sábado seguro.

                Tras decir eso, la niña pasó a la trastienda y su madre salió casi al instante. Audrey pagó las manzanas y se fue. Daba vueltas a lo que le había dicho Brigitte. Se dirigió a la estafeta de correos para enviar un telegrama a Philippe.

                —¿Qué pongo? —le preguntó con voz seca la señora Moulian.

                Audrey dudaba. A lo mejor no tenía que darle más vueltas. De repente, cayó en la cuenta de que no le había preguntado a Brigitte algo importante. Salió corriendo de la estafeta sin oír las quejas de la señora Moulian.

                —Esta chica cada día está peor—refunfuñó la señora Moulian mientras se cruzaba el chal.

                Corrió hasta la tienda, donde se encontró con Brigitte en la calle comiendo una manzana. Daba grandes bocados.

                —Brigitte, cielo, contéstame a esta pregunta. Piensa bien la respuesta, ¿vale?

                La niña la miró sorprendida y asintió.

                —¿Estaba con alguien en el bosque? Me refiero a mi amiga Gretta.

                Brigitte mordisqueaba la manzana. Audrey no sabía si estaba pensando o no recordaba nada.

                —Sí. Con el cura.

                Audrey abrió los ojos.

                —¿Con el padre Adrien?

                La niña afirmó mientras seguía comiendo.

                —¿Viste a los dos juntos?

                —Sí, maestra.

                —¿Y ella lloraba?

                Brigitte masticaba muy despacio. Tragó para poder hablar:

                —Sí, lloraba mucho. Él le pegó una vez. Ella gritó. Él le mandó callar y le volvió a pegar más fuerte. Y entonces se quedó en silencio todo. Yo me fui a escondidas, porque no me gusta la gente que pega. —Dio otro mordisco a la manzana—. Por eso no me gusta que me siente con Alain, señorita. Me tira de la trenza cuando usted no mira —terminó la pequeña.

                Audrey no daba crédito. ¿El padre Adrien pegando a Gretta? No encontraba sentido a eso. El padre Adrien era una persona muy calmada, siempre utilizaba un tono de voz neutro. «Pero tampoco llevaba tanto tiempo para conocerlo en profundidad», reflexionó Audrey.

                La madre de Brigitte salió para darle el abrigo y se sorprendió al ver a la maestra allí.

                —¿Se le ha olvidado algo de la compra? —preguntó extrañada.

                —No, no. —Al darse cuenta de que la madre la miraba con suspicacia, soltó—: He vuelto para decirle a Brigitte que repase y que no deje de leer, que lo hace muy bien. —Le guiñó un ojo y añadió—: Cuando volvamos a la escuela, te cambiaré de sitio.

                La madre miró orgullosa a su hija. Agradeció el gesto a la maestra y entró con la niña a la tienda.

                Audrey se quedó un rato deambulando sin saber muy bien qué hacer. Pasó al bar de Climent a tomar un jerez. Saludó a los vecinos que allí se encontraban. El padre Auguste le sonrió a lo lejos brindando con el vaso de calvados. Audrey se estremeció. Seguía sin gustarle el orondo sacerdote de la cabeza pequeña y los ojos de colores.

                Sacó una cuartilla y un lápiz del bolso. Escribió en mayúsculas:

RECAPITULACIÓN

                Se acordó de Philippe al leerlo y sonrió.

Sábado: última vez que se ve a Gretta. ¿A mediodía camino de Majeure?Según Brigitte, en el bosque con el padre Adrien. Llantos y golpes.

Domingo: extraña confesión. Adrien alterado.

Zapatos Oxford.

Adrien desaparece.

Zapatos en casa de Gretta.

                Bebía pequeños sorbos mientras leía una y otra vez sus notas. Rodeaba las palabras que le parecían más importantes. No servía de nada. No había conexión entre ellas. No tenía sentido.

                               Bosque

                               Golpe

                               Muerta

                               Zapatos

                               Adrien

                Por más vueltas que le daba no encontraba una historia que no fuera que su corazón se negaba a admitir: si estaban juntos el sábado y Adrien desapareció el domingo, después de golpearla, puede que la matara. Pero ¿dónde estaba el cuerpo de Gretta? Mientras Audrey daba vueltas al lápiz, no vio acercarse al padre Auguste.

                —Buenas tardes, maestra.

                Audrey se sobresaltó y le dio de forma instintiva la vuelta al papel. No quería que el padre Auguste se inmiscuyera en sus asuntos.

                —Buenas tardes, padre.

                —No quiero molestarla. Señaló el papel. Sé que últimamente no he sido muy agradable con usted. —Se sentó a la mesa sin pedir permiso—. Debe entenderme. Lo del padre Adrien me ha afectado muchísimo. La parroquia es grande y necesito ayuda. Solo no puedo hacerme cargo de todo. He hablado con el obispo y van a enviar a un sacerdote nuevo.

                —¿Se sabe algo del padre Adrien? —preguntó Audrey.

                El sacerdote meneó la cabeza ligeramente.

                —Nada. Ni siquiera ha ido a Normandía a ver a su familia. —Con semblante preocupado, miró a Audrey—. Créame, maestra, lo he visto miles de veces. En épocas de hambre un buen seguro es ser cura, eso piensa mucha gente. Se tiene cama y comida caliente todos los días. Pero, si no hay llamada, si no hay vocación, es una mentira que no se puede sostener en el tiempo. Pasa lo mismo con su trabajo, Audrey. Si no le gustase enseñar, ya se habría ido de aquí hace mucho tiempo, ¿no?

                Audrey asintió. A veces se había planteado volver a París, pero adoraba estar con los niños y ver cómo cada día aprendían algo, por poco que fuese.

                —Y todos tenemos secretos ocultos por miedo al qué dirán los demás, ¿no cree? —El padre Auguste la miraba fijamente.

                Audrey tenía que darle la razón al sacerdote. Ella misma ocultaba su amor con Philippe. La señora Rideau se hacía pasar por viuda respetable, sin confesar jamás que nunca se había casado con el que fue su amante durante muchos años. La señora Moulian prefería decir que su hermana había encontrado «un buen trabajo» en Marsella en vez de reconocer que se había fugado con su amiga de la infancia porque estaban enamoradas.

                Usted es muy lista, maestra. Sabe, por ejemplo, que Philippe miente.

                Audrey empezó a ponerse nerviosa. Oír el nombre de Philippe en boca de aquel hombre le producía una especie de repulsión.

                —Si no, miente, oculta algo. Usted ha visto el horror en París, como yo lo he visto en otras partes, como todos.¿Sabe a qué me refiero, maestra? A ese miedo a cerrar los ojos para dormir por si cae una bomba; a esa intranquilidad de estar junto a alguien que no conoces y no sabes si es un traidor que te puede disparar en cualquier momento; a sospechar de tus compañeros porque ves que tras noches en el frente ya no saben cómo se llaman y temes que pierdan tanto la cabeza que cojan el fusil y… Puso la mano en forma de pistola en la sien de Audrey ¡Pum! ¡Estás muerto! Se alejó de ella. Y sabe que Philippe ni lo ha olido. Pero usted, como yo, nos hacemos los locos y no preguntamos. En eso consiste el amor, maestra, el amor a otra persona, en su caso, y el amor al prójimo en el mío.Pensamos, queremos creer,necesitamos saber que la persona por la que daríamos la vida no es capaz de hacer el mal jamás y justificamos, con nuestro silencio, con esas preguntas que jamás hacemos, que habrá razones si así lo hiciera. Por otro lado, los secretos dan miedo. No por lo que ocultan, sino por que nos miden hasta dónde estamos dispuestos a aguantar. Si usted le preguntara a Philippe, tendría respuestas, que tal vez no está dispuesta a asumir. Por eso, a veces es mejor ignorar la verdad, dejarla a un lado. No nos hace daño no saberla. ¿No cree, maestra?

                —Vivir con una mentira es una condena —sentenció Audrey—. Hay que ser libres.

                El padre Auguste mostró su sonrisa más cínica.

                —No se equivoque, maestra. A veces, la mentira es el pasaporte de la vida y la verdad solo conduce a la muerte —afirmó el sacerdote—. He estado hablando con el señor Junot. —Señaló a la barra, donde el médico leía un periódico—. Creemos que sería una buena idea que este invierno comenzase con las clases para adultos que nos comentó, algo sencillo: leer, sumar, restar, poco más. En el salón parroquial podría dar las clases por la noche.

                A Audrey se le iluminó la cara. Siempre ellos eran dos los que impedían su proyecto y ahora le abrían las puertas por fin. Decidió lanzarse un poco más.

                —Y, como la escuela está cerrada, podría por las mañanas dar clase a las mujeres. ¿Le parece, padre? —Audrey vio desdén en el ceño del padre, pero siguió adelante—: Por supuesto, después de hagan lastareas de la casa, padre. No van a dejar desatendidas sus obligaciones recalcó la última palabra con una fina ironía, que el sacerdote ignoró.

                El padre Auguste se quedó un rato pensando. Al final, accedió con una condición: las clases de las mujeres serían solo dos veces por semana, porque su deber era cuidar de la familia, no aprender florituras que no les servirían para nada en Porte Sommet.

                —No habrá ningún problema, padre. —Audrey recogió sus cosas bajo la atenta mirada del sacerdote—. ¡Muchas gracias!

                Se marchó contenta a casa de la señora Rideau, mientras pensabaen las futuras clases. Cuando llegó, la cancela estaba abierta y la luz del porche encendida. La señora Rideau hablaba con la señora Ondreaux.

                —¡Ay, querida! —le dijo a Audrey—. Menos mal que has llegado. Ha surgido un imprevisto y tengo que marcharme. La cena está caliente aún. —Cogió el abrigo—. Voy a pedir leña a los vecinos para esta pobre mujer. Y algo de comida. —Y, dirigiéndose a la anciana, le espetó—: La comida se pide, no se roba, señora Ondreaux.

                Audrey abrió los ojos ante la desfachatez de la señora Rideau y se compadeció de la pobre anciana que vivía en el bosque. Mientras las veía salir por el caminito de piedras del jardín, frunció el entrecejo. Algo en su cabeza le indicaba que había algo que no estaba bien, pero no sabía el qué. Pasó a la cocina a cenar y a organizar las clases. El invierno acabaría pronto.

Beatriz Abeleira
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