La procesión de las velas

Manuel Valero.– Todo es histórico este malhalado 2020. Tan redondo en su guarismo como aristas tiene desde que apareció en el calendario. Aristas dolorosas. La vida y la Historia tienen ese brutal contraste. ¿Quién va a recordar socialmente este año con las bendiciones de los buenos recuerdos?

Claro que los habrá. Quien se haya enamorado, la pareja que haya alumbrado un hijo, quien haya encontrado un empleo, quien haya podido resistir con el negocio, quien le haya cogido un pellizco al sorteo de la ONCE, quien siga vivo… Pero, ¿socialmente, quien? Somos común desde la personalidad de cada uno, somos sociales y sociables y conformamos de alguna manera una identidad colectiva: la del pueblo o la ciudad a la que pertenecemos, siempre que esa identidad no nos lleve a mirarnos la cicatriz que nos unió a la madre. Nos miramos ese buen nudo de tripa  cuando no somos precisamente altruistas. Se es madrileño, canario, vasco, castellano o manchego o ambas cosas de natural. Y eso conlleva vivir las tradiciones propias o tolerarlas por el hecho de que otros la celebran.

Este septiembre borde no ha habido cacharritos septembrinos, ofrenda floral a la Patrona ni procesión de alumbrantes y alumbrantas, pero ha habido velas en el camino. Las velas en el camino son imprescindibles porque tiene un significado profundo. Las que se pusieron en la calle Aduana lo fueron. Y ese sencillo detalle vecinal (desde aquí mis felicitaciones), le dio todo el significado o más que hubiera tenido una procesión masiva. No hubo gente dado el guión de los días pero hubo velas que evocaron el recuerdo, el pálpito y las almas de quienes nos dejaron. Como estuvo cargado de significado cuantos actos se han celebrado en el centro del asedio. En medio de la acidez de otros intereses, de la estrategia del desgaste inhumano, del mirar al propio ombligo, han bastado unas decenas de velas para sentir el esplendoroso alivio de ser de un pueblo que recuerda la tradición aunque la  interprete en clave de dolorosa actualidad.

No fue una procesión de gentío como en años anteriores, que hubiera obligado a la logística de seguridad habitual  en este tipo de eventos y aglomeraciones. Fue una procesión simbólica en medio del silencio, la ausencia de todos, casi en soledad, pero tan emocionante que duele mirar el modesto vídeo de este periódico u otros muchos particulares que se hayan hecho. No ha sido la Patrona la que ha pisado la alfombra floral de otras veces sino las candilejas que han hecho recordar a quienes nos dejaron. Con nombres y apellidos, algunos más sonoros que otros, pero todos y cada uno iguales en la ausencia y el recuerdo.

Han sido unas Fiestas Patronales como nunca antes las hemos vivido en el pretérito cercano, pero han demostrado la profundidad de la raigambre de la tradición,.En nuestro pueblo, como en el resto de España, tenemos la suerte de optar por la religiosidad de la fiesta o la paganidad de la misma, siempre desde el respeto y la tolerancia.

Ah, respeto y tolerancia. Dos palabras que incuban valores que hacen más grande al ser humano pero que a veces parecen escasear enmascaradas en otros asuntos más tenebrosos que limpios. Me quedo con eso, con la iniciativa de los vecinos de la calle Aduana y el sincero y luminoso y fugaz pero perdurable memorial por los ausentes. Una procesión de pisadas sonoras sin nadie y de recordatorio histórico, como lo fueron antes el Santo Voto, la Feria de Mayo y cuantas celebraciones saludables disfruta un pueblo en normalidad, y que no ha podido hacerlo este año poliédrico y antipático.

Basta con eso: Las velas de la calle Aduana quedarán en la memoria como han quedado aquellos a quienes evocaban cada una de las trémulas llamas en sus pábilos. Los vecinos de la calle Aduana sí han hecho algo por su ciudad: escribir una página en la pequeña historia nuestra. Y eso es grande, muy grande. Y gratificante.

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