Educados y maleducados

La educación es el fruto del aprendizaje, pero tener la consideración de educado o maleducado solo hace referencia a nuestro comportamiento en sociedad. Ser culto o analfabeto, generoso o egoísta, honrado o tramposo, rico o pobre … ni pone ni quita para ser una persona de buena o mala educación.

Mientras en el reino animal el aprendizaje tiene un componente biológico fundamental – cuya consecuencia es el comportamiento similar de cualquier individuo de esa especie, en cualquier tiempo y lugar – en el ser humano es mucho más complejo: no solo se requieren meses, y meses, y años, para conocer su propio cuerpo, sino para conocer el lugar de cada uno en su entorno social, entornos de lo más diverso. La buena educación requiere aprender formas correctas de actuar y responder en cada caso. Esto es algo que se aprende desde pequeño: que hay que contenerse, que no todo vale, que hay que aprender a perder, igual que a ganar, que hay que moderar las expresiones para evitar agraviar a los demás innecesariamente, y así mejorar la convivencia. En cualquier caso, será en el propio entorno de donde surja la información que necesite el individuo para su aprendizaje completo, para su educación. Las expectativas de esa educación dependerán en distinta medida de fuentes externas, ya sean familia, amistades, profesores, o los modelos que se ven en televisión (no poco importantes).

Si los gorilas conviven en grupos familiares únicos, porque saben que su supervivencia depende en buena medida de la cohesión del grupo, los recursos para la supervivencia y las expectativas vitales de los grupos humanos requieren poblaciones mucho más amplias, las cuales a su vez se componen de núcleos familiares de diversa índole. Todavía hace pocas décadas, el sentido amplio de pertenencia a la comunidad hacía posible que alguien alejado del núcleo familiar más próximo, aparte de la autoridad, pudiera recriminar o corregir algún tipo de comportamiento indebido. Esto es más posible cuanto menor es la población, cuando la gente se conoce. Pero en el actual modo de vida urbano (donde se favorece el anonimato a medida que crecen las poblaciones) se considera que nadie está en condiciones de ser recriminado por un desconocido, y están mal vistas dichas reprobaciones ante muestras de mala educación. Esto, por ejemplo, es motivo de no pocos conflictos entre profesores y familiares de alumnos, pero podría ser extensivo a personas adultas desconocidas. Por otra parte, se evitan ese tipo de reproches, porque pueden surgir líos que nadie quiere; así que podríamos ser testigos de cualquier atrocidad, porque sería difícil que nadie recriminase dicho comportamiento en el acto. En consecuencia, la mala educación se normaliza hasta en los niños más pequeños.

Por tanto, aun siendo la familia la unidad social básica de convivencia, hay muchos otros grupos sociales de diversa índole (generacionales, laborales, vecinales, etc.) en los que se dividen los grupos sociales más amplios, en los que uno se integra, o cree que no se dan las condiciones para integrarse. No creo que nadie piense de sí mismo que sea una persona maleducada. Pero las personas llegan a creer que el respeto ha de ser relativo, muy relativo, fuera de los límites sociales que uno considera como propios. Así, hay grupos sociales (ya sean por razones étnicas, sectarias, de clase, etc.) que son capaces de mostrar orden y respeto ante los suyos, y una enorme falta de respeto hacia los excluidos, y pensar a la vez que su comportamiento es correcto, educado. La apariencia, la vestimenta o los hábitos, forman parte de la identidad del grupo, hasta el punto de considerar la diferencia como un signo de mala educación. Y aquí es donde, a mi entender, radica la cuestión de los límites de la buena o la mala educación: en los criterios para establecer los límites de quiénes han de pertenecer o no a un grupo social propio, para dar o recibir un trato adecuado. Procurar el respeto al prójimo, en su dignidad, en la medida en que uno quiere ser respetado, es el mejor síntoma de la buena educación.

El anonimato es un buen medio para medir cuál es el sentido real de pertenencia de cada uno al grupo, en el sentido más amplio de la palabra, porque nuestro comportamiento no se ve condicionado por el posible juicio de nuestros actos que pueda hacer ningún testigo. Pongamos por ejemplo la educación vial. La circulación es anónima, no sabemos quiénes transitan breve o fugazmente con nosotros en uno u otro sentido, pero uno se siente más seguro cuando se observa en los demás conductores un comportamiento predecible, prudente y similar con el que nos podemos identificar, con nuestro grupo social. En cambio, el individualismo, en carretera, entendido como el derecho de uno a hacer lo que le venga en gana, sin importarle lo que pueda sucederle al prójimo, es síntoma de mala educación. Sobrepasar los límites reglamentados (ya sea en distancia de seguridad, velocidad, sobrepasar las líneas del carril, etc.) se percibe como peligroso. Y nadie pondría en peligro a una persona próxima a nuestra vida, lo cual demuestra que la mala educación vial tiene mucho que ver con la exclusión del prójimo de lo que consideramos nuestro propio grupo social.

Vuelvo a lo mismo: todos formamos parte de un mismo grupo social, el de la especie humana; y faltar el respeto a la dignidad del prójimo, o del adversario, es la mayor muestra de mala educación. Por eso, convertir la ofensa en espectáculo público me provoca indignación y vergüenza ajena. El comportamiento de los personajes públicos adquiere así una mayor trascendencia, por la ejemplaridad que les otorga la visibilidad masiva, por lo que la mala educación que profesan es en ellos más censurable si cabe. Las expresiones de odio son formas de desprecio hacia aquellos que no forman parte de nuestro grupo, o que discrepan de nuestra manera de pensar o de actuar; son provocaciones que requieren un mayor esfuerzo de contención en la respuesta para no retroalimentar el odio. Creer que lo que es de todos no es de nadie, supone en definitiva que uno tiene derecho a ensuciar los campos, o las calles, o estropear fachadas o instalaciones públicas, muestras obvias de mala educación, de falta de respeto al bien común. Y que haya que declarar un estado de alarma, para dar cobertura legal a la imposición de un toque de queda, para evitar que grupos de más de seis personas no convivientes puedan reunirse de 12 a 6 de la noche, es el colmo de que la falta de consideración hacia aquellos que no forman parte de nuestros grupos y el incivismo han llegado al límite de hacer peligrar la salud de los ciudadanos más vulnerables ante la pandemia. Así pues, todos deberíamos entender que el beneficio común termina por repercutir en nuestro propio beneficio.

Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde

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