Cementerios

Existen cementerios que siempre están abiertos. No hay horarios de cierre ni días señalados cuando acudir. Puede que sea cuando el insomnio envuelve la madrugada, tal vez cuando las gotas golpean el cristal una tarde otoñal o se va cuando el sol baña el rostro de quien se sienta en un banco en el parque una mañana de primavera.

En esos cementerios se atraviesa la verja abierta con las lágrimas convertidas en sonrisas melancólicas. Los epitafios son versos sueltos de canciones que nunca se han dejado de escuchar. Los crisantemos son los fugaces besos en el Atlántico. Las estatuas fúnebres recogen el frío bajo las mantas de aquel invierno en el viejo piso de una gran ciudad. Las tumbas, en vez de huesos, guardan fotos escondidas entre las páginas de un libro que jamás se vuelve a leer. Los nichos esconden cartas, cuyas esquinas asoman tímidas bajo la ropa perfectamente doblada.

Y el silencio sepulcral a veces se interrumpe al sentir la presencia de quien se busca allí, que a su vez está buscando a quien le recuerda. Jamás se encuentran, aunque se sientan el uno al otro en las mismas tumbas y los mismos nichos que visitan a altas horas de la madrugada, bajo la lluvia o reflejados en el sol. Cada uno lleva flores diferentes que mutan esas lápidas que callan las historias que se vivieron.

En esos cementerios no hay campanas que avisen del cierre ni guardianes que te acompañen a la puerta. Se sale cuando el sueño vence, la lluvia cesa o el sol se esconde. Y, en el regreso, se humedecen los labios con salitre de ese mar, que ya no sabe como antes; se encogen los hombros con ese frío que las mantas ya no son capaces de abrigar; se oye el crujir de la leña en la chimenea mientras el aroma a regaliz emana de aquel brindis de despedida.

Y se deja la verja entornada para que no cueste volver.

Beatriz Abeleira
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