Puré de calabaza

Ya ha pelado las zanahorias y la patata. Comienza a partir la calabaza en pequeños dados uniformes. La tabla de madera recibe el golpe del cuchillo con ritmo pausado.

Es Nochebuena y va a cenar puré. Solo. Después verá unos capítulos de alguna serie que tardará media hora en elegir. Llamará antes a sus padres, que estarán en casa viendo el discurso del rey para luego criticarlo. Sube el volumen del móvil. Le ha salido Rage against the machine en la lista aleatoria. Sonríe y se mira la desteñida camiseta azul marino que lleva puesta. Solo conserva la «R» y «the machine». Ya no aguantará muchos más lavados sin que el agujero del dobladillo se agrande. Ahora le sirve como pijama. Los últimos trozos de calabaza le han salido más grandes. Mete la bandeja en el horno, ya precalentado, para asarlos.

 Ahora suena Alive, de Pearl Jam. Parte los puerros por la mitad y los limpia bajo el grifo. El agua que escurre por las manos le lleva a las navidades pasadas, a la mañana del 24 en su pueblo. Diluviaba y cargaba con las bolsas de las últimas compras para la cena. Su madre le hablaba sobre una vecina y él luchaba para que el agua no mojara el papel gris que envolvía las almejas. Dos paraguas les cortaron el paso.

                —¡Guillermo! ¡Cuánto tiempo!

                Y allí estaba de nuevo.  No recuerda de qué hablaron, ni siquiera sabe si le contestó a aquel saludo. Las madres fueron las que llevaron el peso de la conversación. Él asentía y sonreía de vez en cuando. Resoplaba para quitarse las gotas que resbalaban por la cara y movía disimuladamente los dedos bajo la presión de las asas de plástico.

                Por la tarde, en el único bar que seguía abierto, se volvieron a encontrar. Lo de siempre, lo de todos los años: amigos, amigas, primos, primas, amigas de primos, novios de primas, amigos de amigas… Brindis seguidos de preguntas sobre cómo va la vida. Y esta seguía para unos allí; para otros, como Guillermo y Muriel, había ido de un lado a otro, de una ciudad a otra más grande, y de allí a otro país o a otro continente.

                —¿Y ahora por dónde andas? —Guillermo sabe la respuesta. Se mete a cotillear de vez en cuando en sus redes sociales.

                —Volví. Mis padres están ya mayores. ¿Y tú? —Muriel sabe la respuesta. A veces se mete en su perfil.

                —Sigo en Madrid.

                Los puerros están limpios y partidos. Van a la olla, junto a la patata. Yorke canta No surprises. Pero las hubo. Los amigos, las amigas, los primos, los novios de las primas, los amigos de las amigas, como un concierto de orquesta, los reunían de forma inconsciente cada dos por tres esos días, como siempre lo habían hecho. Los juntaban para no poder unirse. Y volvieron las miradas furtivas, los labios apretados que callaban palabras que jamás se dijeron, encuentros fortuitos, planeados con tiempo cada uno por su lado, en las afueras del pueblo, sin tocarse, sin besarse, ahogando las ganas de hacerlo en conversaciones banales con los primos, las primas, los amigos, las amigas, que nunca los dejaban solos para decirse lo que callaban, para preguntarse por qué ella se había ido, por qué él no había vuelto, por qué se quisieron tanto sin coincidir en el tiempo, por qué se echaron tanto de menos si solo estaban a un vuelo de dos horas. Pero las palabras bullían en el corazón de cada uno como los puerros y la patata, sin llegar a salir de la olla. Y llegó la despedida, después de las uvas, de propósitos que no se cumplen, de deseos pensados en la última campanada, de abrazos que huelen a primos, a primas, a amigos, a amigas, a novias de primos, y a novios de primas, y, entre todos, uno alargado, el perdido, el anhelado, entre ellos dos.

                «Tengo unos días libres en marzo».

                «La primavera en Madrid te espera».

                Y siguieron más mensajes con canciones, con fotos absurdas, emoticonos crípticos, con los puntos suspensivos que no acaban esas frases que callan.

                Guillermo apaga el fuego y retira la olla. La calabaza reposa en la encimera. Enchufa la batidora al ritmo de The Verve. Marzo nunca llegó. Y se pasó la primavera, cada uno en un sitio, grabando vídeos de cómo hacían pan, de mensajes interminables a intempestivas horas de un lunes, que durante semanas fueron todos los días, de videollamadas que agotaban la batería mientras tomaban vino a cientos de kilómetros uno del otro, de bailes locos en un salón minúsculo en Madrid sin poder agarrar de la cintura a Muriel, que se reía a carcajadas desde la cocina de la casa de sus padres en el pueblo. De acostarse solos y amanecer con las sábanas húmedas, abrazados a las almohadas.

                «El verano en Madrid te espera».

                Ahora canta Noel Gallagher mientras Guillermo tritura con toda la furia contenida. Añade algo de queso y se limpia con el dorso de la mano las lágrimas silenciosas. La primavera acabó con Muriel triste, rabiosa, compungida. Su madre había fallecido por el virus. Las llamadas se hicieron más cortas, llenas de formalismos. Los mensajes, más escuetos, ya apenas llevaban caritas amarillas. No hubo más bailes ni canciones. Las madrugadas ahogaban a Muriel, por la ausencia, y a Guillermo, por el silencio. La humedad de las sábanas se trasladó a las almohadas. Los móviles no vibraban. Muriel puso punto final en sus mensajes. En julio, Guillermo volvió unos días al pueblo, pero la casa de los padres de Muriel estaba cerrada. Se habían ido a casa de una tía en Galicia. Una vez más, el espacio y el tiempo les gastaban la pesada broma de no juntarlos. Y no había tantos primos, primas, amigos, amigas, novios de primas, novias de primos, con quien disimular la tristeza, que se camuflaba con la de todos en este pésimo año.

                Y llegó octubre. Las hojas doradas en el suelo ocultaban alguna mascarilla indiscreta. Y Guillermo se dio cuenta de que todo el mundo ahora besaba y abrazaba con los ojos, menos él, que no tenía a quién mirar si no era a través de la pantalla. Hizo una foto a los árboles semidesnudos. La colgó en su perfil. «El otoño en Madrid». Y recibió al instante un me gusta de Muriel y una carita sonriente.

                Echa sal y pimienta verde. Remueve. Se le ha olvidado comprar pan. No le queda vino. Cotillea un rato las redes sociales. Muriel ha puesto una foto de montañas nevadas: «Un año de invierno». Duda si poner algo o no. Contesta a los que le felicitan las fiestas. Al final, hace una foto del puré, con un sencillo pie: «Cena de Nochebuena».

                Va a la habitación a cambiarse de ropa para ir a comprar una botella de vino a la tienda de abajo. Abre el armario. Mientras decide cuál ponerse suena el timbre. A esas horas y ese día será la vecina para pedirle algo que se le haya olvidado comprar. Abre sin preguntar.

                Muriel está con una baguette y una botella de vino barata.

                —Es lo único que he encontrado en la tienda de abajo, que estaba abierta.

                Guillermo está callado en la puerta.

                —Vamos. Déjame pasar, que a las doce y media tengo que estar en el hotel. Toque de queda, ya sabes —le dice Muriel mientras avanza por el pasillo—. ¿Habrás hecho al menos puré para dos?

                Guillermo la sigue. Sonríe. No se lo cree. Ella abre armarios en la cocina para buscar las copas. Parte el pan en dados y los tuesta en una sartén que encuentra.

                —Abre el vino. No es bueno. —Le adelanta la copa para que le sirva—. A lo mejor, ni siquiera es vino. —Se encoge de hombros y se ríe.

                Ahora James canta que ella es una estrella. Guillermo piensa lo mismo. Van hacia el salón con los platos, las copas y los cubiertos. Cenan mientras se ríen recordando viejas anécdotas. A veces callan, como siempre lo han hecho, cuando se habla de un ex o de un plantón en la estación de tren. Pero enseguida la música rompe el incómodo silencio. Y se reviven conciertos, cenas, películas, cartas y fotos. La botella de vino se ha acabado y Guillermo ha encontrado otra en la despensa que no sabe el tiempo que lleva allí. Brindan más veces mientras bailan en el pequeño salón. Ahora sí pueden agarrarse de la cintura, colocar la cabeza en el hombro del otro, oler el perfume de lavanda, susurrarse al oído los versos de las canciones. No se dirán lo que dolió verse, en distinto tiempo, con otras personas que no eran ellos, no se preguntarán por qué no se fueron juntos a aquel viaje en el que no había primas, primos, amigos, amigas…, no responderán a la eterna duda de saber si podía haber sido diferente si hubieran dicho algo alguno de los dos, no confesarán el miedo atroz que sienten, que siempre les ha acompañado, por si la respuesta es no. Se mueven juntos los dos solos por primera vez. Ahora sí comparten espacio y tiempo para ellos dos nada más.

                La alarma del móvil de Muriel suena. Se separa de Guillermo bruscamente.

                —Son las doce. Me tengo que ir. El dichoso toque de queda, ya sabes…—Se dirige hacia el pasillo de entrada para recoger el abrigo y el bolso.

                Guillermo va detrás. Las palabras se le agolpan en la garganta, pero de allí no pasan. «Quédate. Esta noche. Mañana. Siempre».

                —Parezco Cenicienta. La calabaza… Las doce… —Mira hacia abajo—. Me faltan los zapatos de cristal.

                Guillermo sonríe. Muriel se pone el abrigo. Se coloca la mascarilla. No sabe cómo despedirse, porque no quiere hacerlo. Abre la puerta y se da la vuelta para decir adiós.

                —Podemos cambiar el cuento… —dice Guillermo en voz baja.

Foto: Belén Bercebal

                Le baja la mascarilla. Muriel empuja suavemente la puerta con el pie para cerrarla. Se acerca a ella. El miedo que les lleva acompañando tantos años a ser rechazados por el otro desaparece. Se besan despacio mientras Vetusta Morla da la lata con Cuarteles de invierno. Guillermo no los soporta, pero deja de oírlos camino de la habitación.

                Se despierta de golpe en mitad de la noche. Las luces de las farolas se cuelan entre las rendijas de la persiana. La camiseta azul desteñida está en el suelo, junto al abrigo y la ropa de Muriel. Guillermo se levanta a beber agua. Al pasar por el salón, coge el móvil. Se mete en su perfil y cambia el texto: «De aquella calabaza este puré». Y caritas sonrientes. Muchas. Vuelve a la cama. Esta noche la almohada es Muriel y la abraza.

Beatriz Abeleira
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