Tiempo compuesto o descompuesto

Manuel Valero.- Vas a un restaurante y cuando llegas a casa el móvil te dice que si te ha gustado el establecimiento. Suena el teléfono y es un banco, una ong, una compañía telefónica o de seguros que te dan la tabarra insistentemente. Si tienes alerta en las llamadas raras y el aparato te indica que es una llamada no deseada lo intentan por el fijo. Uno ha llegado a contar hasta siete llamadas en un solo día.

El móvil se ha convertido en un apéndice, útil, sí, pero uno se pregunta hasta qué punto. Uno se palpa antes de salir de casa para cerciorarse de que lo lleva. La necesidad de lo inmediato nos ha puesto en el centro de un vértigo agotador. Hay móviles sobre las muchedumbres harapientas y ya no somos nadie ni nada sin ese artilugio endemoniado que junto a la red nos tiene maniatados y controlados. Sales al campo y vas con el móvil,-sí, yo no me salvo- y captas una imagen y al segundo la pueden ver todos tus amigos así estén en Terrinches o en la Cochinchina. Por Instagram filmamos nuestras vidas- a eso o llego- y hay quien presume de tener miles de amigos en su muro. Twitter se ha convertido en una arma política desde donde se hace oposición. El cansineo político se eleva sobre las cumbres de esta herramienta para soltar la consigna. Y por sobre todas las cosas en las redes aúllan las voces anónimas.

La televisión te da el segundaje exacto de lo que ocurre y también algún móvil de alguien que estaba en la zona que lo capta y lo manda a las televisiones.  De tal suerte, mala o buena, ha cambiado todo de la mano de las nuevas tecnologías que el mundo se ha convertido en un apartamento de 25 metro cuadrados. Sin el móvil estamos perdidos cuando paradójicamente es que más libres somos.

Ya no hay distancias ni las ausencias de antaño. Durante la pandemia las charlas por cámara se multiplicaron hasta la extenuación. Era buena cosa pero…

Los grupos de wasap -conozco a gente que está en diez o quince grupos- hacen de una cita personal algo insoportable, pues el bicho no hace más que zumbar o iluminarse de continuo. Sin darnos cuenta hemos amarrado nuestra existencia a la inquietante tecnología que por un lado nos facilita la vida y la comunicación, pero por otro, como una coartada, nos ha convertido en moviladictos sin apercibirnos de que nuestro rastro lo fijamos en el universo digital y alguien está al tanto de lo que viajamos, comemos, nuestros gustos, filias y fobias. El ojo del gran hermano orweliano era esto. Nuestros teléfonos pululan por las grandes compañías que ya tienen un algoritmo con que hacernos el perfil para sus fines comerciales. He visto a niños casi bebés jugando a algo descargado en el teléfono móvil que la mamá o el papá le han facilitado para entretenerlo. Hay grupos de chicos y chicas que caminan móvil en mano con el cuello ofrecido para una buen pescozón. Este mundo digital ha creado la gran figura estúpida de los influencers y la moda de anglosajanizar hasta la mierda.

Y dicen que estamos a las puertas, si es que no hemos cruzado ya el umbral, de lo que se avecina, no solo en la recolocación de las hegemonías venideras, sino en la vida cotidiana de cada cual. A este paso uno se va a sentir fuera de plano cuando está en el baño o en la alcoba de dormir y hacer las cosas que se hacen en una habitación.

Uno trata de acomodarse en la zona iluminada de esta gran maraña que es capaz de cambiar la opinión de la gente en un santiamén. Todo se ha convertido en un espectáculo en directo, ya sea lúdico, ya sea trágico, y la soledad buscada como cauterio parece más difícil ya que necesariamente pasa por cortar el cordón digital.

Hace años, tal vez demasiados, en uno de mis viajes a Madrid para hacer un trabajo para Lanza observé en el metro que la gente miraba el móvil, la tablet o el libro digital. Instintivamente cerré los ojos y me trasladé a 1976. La imagen que se me vino fue la de un vagón atestado de gente que leía vorazmente el periódico o la revista de su gusto. Pueblo, YA, ABC, Informaciones, Diario 16, Cambio 16, Tiempo, La Codorniz, y El País y algún que otro Mundo Obrero camuflado entre papeles.

Si los años llevan aparejados los progresos… ¿por qué el mundo me parece hoy más loco de lo que siempre estuvo, más inestable, más frágil, más inquietante? Debe ser por el vértigo de la inmediatez y por la lenta agonía de los lideres políticos cuya talla se empequeñece como el desgraciado protagonista de la película El hombre menguante.

Acabo que tengo la luz encendida. Adiós.

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