El opio del pueblo. Parte 1: Si Marx levantara la cabeza

Dijo el señor Marx que la religión era el opio del pueblo. Noten el tiempo verbal: pretérito imperfecto de indicativo: el pasado. Lo dijo hace ya bastante.

Lo cierto es que por la época en que Marx creía haber descubierto las leyes que rigen la Historia (nada menos), en China, el opio del pueblo era… el opio. Pero esa circunstancia poco o nada afectó al mundo occidental, esto es: a la Europa colonialista y un poco cabrona y a sus adláteres transoceánicos, que eran Estados Unidos, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Sudáfrica… Cierto es que hubo consumo de opio en esas regiones avanzadas del planeta, pero el opio como droga sirvió más bien para identificar, aislar y eliminar a sus consumidores. Esto último sucedió, sobre todo, en Estados Unidos, país donde sus indígenas anglosajones blancos pudieron conocer el opio gracias a los trabajadores esclavos chinos que construyeron, entre otros, el ferrocarril. Esto es, el opio que se importó a Estados Unidos se utilizó para quitar de en medio a los que molestaban. En este caso, entonces, el opio real (recuerden: el de los chinos) se convirtió en el suicidio lento de los miserables.

 Luego estaban los países inventados que −como si fueran enormes vertederos de gilipollas− el hombre blanco había adoptado con la mejor de las intenciones: la de hacerse rico.  Esos países iban a estar en África y todavía les quedaban décadas para nacer en partos artificiales, dolorosos y −en ocasiones− abortivos. Esos predios delineados casi al azar recibieron nombres al buen tun tun: el Congo, Zambia, Liberia, Guinea, Botswana, Rhodesia… En estas  arbitrarias regiones habitadas por señores de color (negro), no hacía falta preocuparse por el mentado opio del pueblo: con acojonar a sus indígenas sobraba para que estos no solo trabajaran y produjeran, sino que, además, hicieran lo que recitó hace tiempo un conocido cantante de rock español: comían mierda y la pagaban.

Pero la religión fue perdiendo terreno en el mundo civilizado. Los descubrimientos científicos −sobre todo los efectuados por Darwin y que traía consigo la conclusión de la inexistencia del alma− dejaron un vacío en los millones de obreros que trabajaban en condiciones inhumanas. Tras la muerte de Dios, se desvelaba imposible la tarea de acojonar al personal con un infierno eterno. El personal proletario se revolvía: el socialismo, el comunismo y el anarquismo, descreídos de Dios, del alma y del infierno, aglutinaron a multitudes de obreros que pedían cuentas a los poderosos por haberles chupado la sangre. Puesto que el miedo al tormento infinito se había evaporado, ahora los trabajadores ponían en riesgo los ilimitados privilegios de los dirigentes.

Y estos no se iban a quedar quietos.

Pasó un tiempo, y plantados en el final del siglo XX, alguien advirtió que el opio del pueblo debía ser renombrado. Las élites dirigentes precisaban un nuevo pensamiento que distrajera a sus inferiores. Como dijo Voltaire: «Yo sé que Dios no existe, pero que no se entere mi criado, pues podría degollarme mientras duermo». Esa era la idea: que los criados explotados por millones no se enteraran ni del no do. ¿Cómo hacerlo? Había que buscar otra sustancia que alienara a la gente y que al mismo tiempo no fuera demasiado tóxica (para que, aun desorientadas y aisladas de la realidad tras consumir ese veneno, las masas pudieran trabajar, producir y comprar).

El candidato ideal para dejar a la masa obrera con los sesos hechos ajo arriero llevaba funcionando un tiempo cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, alguien percibió que habían tenido a su alcance durante décadas el antídoto ideal para cualquier forma de pensamiento abstracto. Lo que había sucedido hasta entonces fue bien sencillo: aunque el invento del nuevo opio ideal estaba en manos de los poderosos, carecían estos de los medios para llevarlo al pueblo. Era como si teniendo en propiedad y explotación enormes plantaciones de amapola de opio, se careciera de ferrocarriles, aviones y barcos para transportar toneladas de droga; y de estaciones, puertos y aeropuertos donde recibirla.

Pero entonces surgió un invento muy oportuno. Un invento que ya se conocía desde la década de los años 30 del siglo XX, pero al que no se había encontrado utilidad porque, sencillamente, era demasiado caro como para que las masas lo utilizaran.

Ese invento fue la televisión.

Los mismos avances científicos −y sus aplicaciones técnicas−, que habían propiciado la derrota de la religión como medio de control y acojonamiento de las muchedumbres de miserables, fueron la causa de que los aparatos de televisión empezaran a fabricarse en masa, más baratos, más pequeños y, por lo tanto, acomodables a los hogares de la inmensa parroquia obrera. Había que darles a los trabajadores pobres algo cuanto antes. Los proletarios empezaban a revolverse y ya se habían hecho con el poder en amplias extensiones del continente eurasiático: la U.R.S.S era el ejemplo de cómo unos pocos fanáticos decididos se alzaron con el poder sobre millones de infelices, pero no pudo extender su dominio al planeta todo, como así habían deseado y así había predicho Marx: el fin de la Historia no acababa de llegar.

Y los capitalistas −esto es: las élites dirigentes en el mundo occidental que había perdido el miedo a Dios− no querían acabar acochinados como los empresarios rusos, ni fusilados como la familia del zar ni yéndose a tomar por saco como los rusos blancos que pudieron escapar de la degollina colectiva de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y parcelas vecinas. Como decimos, había que pensar algo. Por eso, cuando en los años 50 y 60 ese aparato bajó de precio, su uso se popularizó en el mundo occidental (ese que no tenía demasiadas noticias del opio real, el de los chinos de finales del siglo XIX). En ese momento, las élites dirigentes, que ya se habían preparado para darles a las masas trabajadoras el opio ideal, tuvieron en sus manos todo: la sustancia, los consumidores y los canales de distribución. Fue como si en ese mundo imaginario en el que se produjeran toneladas de opio real, aparecieran de pronto, de la noche a la mañana, carreteras, puertos, trenes, barcos mercantes y aviones de transporte que se ofrecieran a los que mandan para llevarles la heroína a los miserables.

 En el mundo occidental, de repente, millones de personas desde hace unos 70 años consumen el opio ideal: ese que no deja resaca al tiempo que atonta; ese que obsesiona a sus consumidores a la vez que les impide pensar en otra cosa; ese que no tiene la menor relación con la vida real de los trabajadores que no llegan a fin de mes, pero que a estos les proporciona una ilusión, una razón para vivir y el único tema de conversación sobre el que las masas incultas pueden centrar sus mentes devastadas por la rutina de las fábricas, la educación pública de tercera regional y, por qué no, las drogas legales e ilegales a las que algunos acaban recurriendo cuando el nuevo opio del pueblo, ese invento, no alcanza a cubrir la angustia por saberse el trabajador poco cualificado  −que ya no cree ni en Dios ni en revoluciones que valgan− solo, asustado y abandonado en un Universo atroz, vacío y sin sentido en el que los aterrorizados seres humanos suplican a la nada ¿Recuerdan? Dios había muerto. Y había que inventar algo. Y vaya si se hizo.

Ese invento se llama fútbol: el opio del pueblo.

(Continuará…)

El Lobo Solitario.  

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4 COMENTARIOS

  1. Tú eres opio, consumes del abrevadero ideológico payaso. Tú la realidad te la pasas por el forro como la libertad de las personas de ir al fútbol, a la iglesia, o a donde le salga de los cojones. Eres jodido fascismo comunista.

  2. Cuidado con el Lobo este, que para mí que lo conozco y es un tipejo poco recomendable. A este Lobo, ¿qué HOSTIAS le pasa? Está o favor o en contra de exactamente qué? ¿Es fascista, comunista o anarco-facha como Sánchez Dragó? ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡Nada de eso!

    ¡Es… ZUPERMÁN!

  3. El móvil-tablet, está desbancando al televisor parece ser. Juegan en la misma liga y a la vista está. Afortunadamente todos podemos elegir ante tanta parafernalia, pero lo que es, es.
    Saludos

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