De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (58)

Los forasteros habían llegado a Segovia en el peor momento posible. Después de haber salido huyendo de Almazán tras conocer el destino de parte de las creaciones del maestro impresor Alantansí, mentor de Ismael, no les inspiraba ninguna confianza que su destino fuese un mercado de una villa que hacía de puente entre los reinos de Aragón y Castilla. Nada bueno auguraba dicho descubrimiento.

Puerta de San Andrés de la muralla de Segovia (elaboración propia)

El muchacho aún no entendía cómo había sido posible que ejemplares tan valiosos y que con tanto mimo elaboró el judío y sus compañeros en el taller, habían llegado casi antes que ellos mismos a aquella localidad. Ante aquellos malos presagios, habían decidido encaminarse a una ciudad mayor donde pudieran pasar más desapercibidos, aquella que el mismo Eliezer aconsejase a su aprendiz que eligiesen por destino: Segovia.

Su llegada a tan importante urbe había estado precedida por el decreto de expulsión de los judíos emitido por los monarcas y cuyo plazo ya había comenzado en las primeras jornadas en las que se distanciaron de la localidad soriana.

En aquella localidad segoviana existía una importante judería, diversos prohombres de aquella comunidad pertenecían al círculo de los mismísimos monarcas, siendo uno de ellos el poderoso Abraham Seneor, cuyo nombre había traspasado las fronteras de la mayoría de las ciudades de Castilla, gozando, o al menos eso creía él hasta entonces, de la protección de los Reyes Católicos pues aún recordaba su propia participación como mediador en los esponsales de la entonces infanta Isabel como el heredero al trono aragonés, Fernando. Sin embargo, desde que se emitiera aquel edicto nadie se encontraba ya a salvo, ni siquiera los más poderosos miembros de esta comunidad. Estas fueron las circunstancias precedentes antes de que hubieran atravesado las puertas de aquella ciudad Ismael, Cinta, su vástago y la amiga de éste. Toda la ciudad parecía estar convulsionada. Y no era para menos dicho bullicio.

Sin embargo, la judería habían logrado alcanzarla y atravesarla hasta llegar al cementerio judío que el arroyo Clamores mecía con su rumor. Isabel, la joven judía, tras enjugarse las lágrimas y estallar de gozo al encontrar un lugar reconocido para ella, retornó sobre sus pasos para nuevamente adentrarse en la judería con el objeto de llegar a alguna casa que les acogiese. Ella pretendía celebrar el Shabat, pero ¡iba acompañada de cristianos! En ese momento, mirándolos de frente, se dirigió a ellos:

-No sé dónde buscar pues mis padres sólo me hablaron de esta ciudad, pero nunca la había conocido hasta hoy. Sin embargo, necesito encontrar un lugar donde pueda celebrar mi fiesta del descanso sabatino y, no sé cómo decirlo, ¡ustedes son cristianos y creo que los podría poner en peligro! –alertó la muchacha a sus acompañantes de la disyuntiva en la que se encontraban.

-Cierto es Isabel, pues tienes toda la razón. Nosotros no seguimos los preceptos de la ley mosaica como tú, aunque siempre hemos respetado a los tuyos y además entre ellos encontramos grandes amigos y protectores. Por ello te acompañaremos hasta que encuentres un lugar donde pasar la noche y nosotros ya buscaremos cómo hacerlo. Demasiado bien entiendo las circunstancias por las que atraviesas, aunque mi amada Cinta aún no me haya contado todo lo que habló contigo en estas últimas jornadas. Nada has de preocuparte al respecto. Busquemos ese sitio y en lo demás ¡Dios proveerá! –respondió paternal Ismael, terminando con un guiño de complicidad su discurso. Mientras la madre y su hijo asentían, dando cuenta de que también estaban de acuerdo con tal decisión.

De nuevo, volviendo sobre sus pasos, cruzarían la puerta de San Andrés para callejear en busca de un lugar donde Isabel pudiera encontrar cobijo y así cumplir con sus preceptos. En ese preciso instante, una portezuela de una modesta casa pareció estar punto de cerrarse. Aún quedaban los últimos rayos de sol que hacían visible cualquier persona que transitase por las calles y, ante la llegada de aquellos forasteros, el anciano que se asomaba por el umbral sintió curiosidad por ellos:

-¿Quién va por estos andurriales en estas horas tan intempestivas? ¿Acaso no tenéis una morada dónde hallar cobijo?

-¡Discúlpeme señor! Por su vestimenta y la residencia que posee, ¿acaso es usted judío? –inquirió Ismael.

-No creo que sea de tu incumbencia, muchacho, cuál sea o no mi confesión, pues sería yo quien tendría que preguntar más bien qué hacen cuatro forasteros caminando por la hoy en día convulsa judería segoviana y a estas horas.

-Perdóneme la indiscreción. No fue mi intención alterar su paz, sino más bien todo lo contrario. Ciertamente no somos de este lugar, sino que venimos de muy lejos, aunque si usted es judío quizá nos podría ayudar a resolver un problema como el que ahora tenemos.

-Sí, lo soy, y muy orgulloso de serlo. ¿Por qué tanta pesquisa?

-Verdaderamente somos casi todos cristianos. Sin embargo, la muchacha que nos acompaña profesa la fe judaica como usted. Estábamos deseosos de llegar a esta ciudad de Segovia con el fin de encontrar la judería precisamente por ella. Como la muchacha nos ha dicho, está próxima la celebración de su Shabat y quería cumplir con sus preceptos. Por eso mismo nuestras presurosas averiguaciones. ¿Acaso nos podría ayudar a cumplir el deseo de la chiquilla? –respondió educadamente Ismael.

-¡Acabáramos! ¡Pasen todos y sean bienvenidos! La alegría me embarga en estos momentos contemplando el hermoso rostro de esta joven a la que veo aún tan preocupada. ¡Nada ha de turbarte ya, jovencita! En mi casa hay sitio para ti, y para tus acompañantes también. La compañía no me vendrá mal pues ya llevo demasiados años solo desde que mi señora falleciese. ¡Podrás disfrutar de mi modesta morada y hacer honor a tus creencias, muchacha!

-Entonces, os lo agradezco. Cuando deseéis pasaremos a recogerla, pues no nos gustaría molestar.

-¡Qué decís jovencito! Os veo fuerte y sano. Supongo que la dama será vuestra esposa y el chiquillo no necesito que me lo digáis. Nadie ha de abandonar esta casa y dormir al raso en esta fría noche. ¡No podría consentirlo!

-Agradecido quedo, pues, señor…

-Juan González, aunque esta noche me podéis llamar Samuel, el nombre que tuvieron a bien ponerme mis padres.

-Un honor que nos brinda abriéndonos las puertas de su casa. Me llamo Ismael, Cinta es mi compañera, el chiquillo Juan, y quien anda tan inquieta por seguir sus preceptos se llama Isabel.

-¡Bienvenidos seáis todos! –tras franquear una modesta salita que hacía las funciones de zaguán, el anciano, habiéndose percatado de la forma en que presentó a sus acompañantes el muchacho, les condujo hacia el hogar que presidía su cocina, que ya estaba bien surtido de leña para soportar los rigores de aquella gélida noche.

En torno al fuego, el anfitrión de aquella modesta vivienda haría las delicias de sus recién llegados huéspedes. Frisaba ya más del medio centenar de años, por lo que las historias que podría contarles por ninguno de los oyentes podrían ser rebatidas al poder ser considerados sus hijos o nietos según la edad de estos. Osado como era costumbre en él, Ismael lanzó la primera pregunta que le había rondado por su cabeza desde que caminaron por las calles de Segovia:

-Discúlpeme, don Samuel. ¿Cómo es tan grande esta judería para llegar a habernos perdido en alguno de los momentos en que caminábamos por sus calles?

-Ay, muchacho, se os nota demasiado el desconocimiento de este espacio donde residimos pues no sólo habría que hablar de una judería sino más bien de juderías. ¿Por qué digo esto? Bien sencillo es y os lo paso a contar:

>Tiempo atrás, se delimitó la que hoy veis como judería recluyéndonos hasta el momento a los judíos en un reducto que se ciñe a las vías por las que seguramente habéis andado. Sin embargo, de la judería, o más bien os debería hablar de la aljama segoviana, habría que retroceder al menos unos doscientos años, si la memoria no me es traicionera. Por aquella época, sin embargo, no todo iba a ser prosperidad para nosotros como ocurría hace más de una centuria, sino que comenzamos a perder la gran protección que gozábamos de los monarcas al ser atacados a raíz de las predicaciones antijudías, del decreto de Catalina de Lancaster en 1412 a partir del cual la judería se situaría entre la Almuzara y la muralla, e incluso llegamos a perder uno de nuestros edificios más importantes, la entonces Sinagoga Mayor, que estaría unas calles más allá, y que hoy es conocida como el templo cristiano del Corpus Christi. A pesar de todo, en el transcurrir de mi vida he visto cómo aún sí podíamos contar con el amparo de algunos monarcas como Juan II y, más recientemente, el fallecido Enrique IV. Pero como ya te dije, muchacho, de aquella ya han pasado más de diez años, y sería entonces cuando nos reducirían a la superficie que va desde la hoy iglesia cristiana hasta la puerta de San Andrés que, a buen seguro, habréis conocido si habéis llegado hasta la muralla. Luego nos quedaría la parte que queda fuera de esta zona amurallada y donde se alojarían el resto de nuestros recuerdos, entre ellos nuestros antepasados allí enterrados.

-Ahora entiendo las oquedades excavadas en la roca que, como bien decía Isabel con mucho respeto, eran restos de enterramientos, de vuestro cementerio. ¡Espero que, por desconocimiento no hayamos violado el descanso de algunos de sus antepasados, don Samuel!

-No te preocupes, muchacho, pues mucha gente que no posee un lugar donde cobijarse se vio obligado a marcharse hace un tiempo al cementerio donde estar más resguardado, lejos de las miradas de los cristianos e, incluso los que se sentían avergonzados, de nuestras propias miradas.

-Discúlpeme…, señor Samuel ¿Cómo la Sinagoga Mayor de los judíos segovianos pudo acoger a toda la comunidad y por qué ahora se hace llamar Iglesia del Corpus Christi? –preguntó temerosa e intrigada Isabel.

-¡Ay, chiquilla! Cuánto me alegro de que quieras conocer la historia de nuestro pasado, aunque antes me gustaría que me resolvieras una duda: ¿por qué has buscado tan afanosamente un lugar en esta judería donde celebrar el Shabat y no en otro lugar? Y, por supuesto, enseguida resolveré los interrogantes que me planteaste.

-¡Cómo podría decírselo, don Samuel! Hace ya unos años, mi madre se marchó de esta ciudad al haberse enamorado de un señor que era zapatero. Se llamaba como yo, Isabel, y según recuerdo, aunque era muy pequeña, tenía más familia aquí. Mi madre desgraciadamente falleció hace casi dos años y, no sé cómo decirle… – el llanto se adueñó de la chiquilla al recordar el horror y sufrimiento que le asaltaron al llegar a su memoria la imagen de su padre. De inmediato fue interrumpida por Cinta.

-…no sigas, hija mía. Déjame a mí. Verá usted, el padre de esta muchacha le dio muy mala vida desde que su señora madre falleció a causa de la brutalidad del animal que le había dado la vida. No se había conformado con hacer sufrir a una mujer hecha y derecha, sino que también trató de mancillar el honor de esta chiquilla. Y, discúlpeme don Samuel, pero creo que no es necesario hablar más de ello. – respondió serena la joven madre, cuya experiencia en esos lances de la vida le llevaron a explicar al anfitrión lo acontecido con mayor distancia.

-No se hable más del templo. Por cierto, Isabel, ¿qué era lo que me habías preguntado que tanto interés te despertaba de esta ciudad?

– E…ra cómo… se llegó a llamar la Sinagoga Mayor Iglesia del Corpus y cómo podría caber tanta gente en ella –respondió la muchacha medio en sollozos.

-¡Ah, ya lo recuerdo, chiquilla! Aunque para todo eso necesitaría varios días, y creo que tu visita tenía que ver con la celebración del Shabat. ¿No es así?

-Sí, señor don Samuel. Pero yo no tengo nada con lo que decorar una mesa, pues apenas llevo lo puesto y el hatillo que me acompaña. ¿Dónde tendría que adquirir las velas o manteles con los que decorar la mesa? ¿Me podría ayudar en ello?

-¡Claro que sí, muchacha! Hace tiempo que nadie me ha brindado la oportunidad de poder usar tales utensilios pues era mi difunta esposa la que se encargaba de todo ello. En aquel armario que ves se encuentra todo lo que podrás necesitar. –señaló el anciano a Isabel.

-Pero, tampoco sabría cuál es la mejor manera de disponerlos. ¿Me lo podría usted explicar?

-No te preocupes, hija mía. Si nuestro anfitrión no tiene inconveniente, te podría ayudar a preparar la mesa, aunque luego no siga los ritos que os dicta vuestra ley mosaica. –intervino solícita Cinta, aunque el apuro de la joven.

-¡Señora, es usted una auténtica caja de sorpresas! Creo que hay muchas cuestiones que tiempo habrá para que sean contadas, mas no veo inconveniente en que la ayude, dado que es conocedora de ciertos detalles que, como mujer madura, no tengo reparo en que las lleve a cabo.

-Entonces, Isabelilla, no se hable más y alegra esa cara que mañana tendrás tu Shabat con todos tus detalles. ¡Gracias don Samuel por sus halagos! –la resolución de Cinta provocó una emocionada sonrisa que se culminó con un enorme abrazo que casi da la dama en el suelo frío de aquella cocina, además del gesto de asentimiento del anciano.

Aquella animosidad despertó la alegría de todos los que estaban presentes, generándose alguna que otra sonora carcajada.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Muy interesante. Como curiosidad, la vivienda en la que residió Abraham Senneor sus últimos años, se situaba a unos pasos de la iglesia del Corpus, en la Judería Vieja. Era una de las más grandes. Su valor, en 1490, un millón de maravedís (1 maravedí = 0,10 euros). En la referida época, el precio medio de una vivienda en la zona era de 50.000 maravedís……

  2. Gracias de nuevo Charles por tus elogios y aportaciones. Una nueva nota que me apunto en mis archivos. Siempre enriquecedor. Un saludo

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