Menos Quijote y más Celestina

Ángel RomeraA una Mancha sin Quijote le quedaría no poco: por ejemplo, La Celestina, más realista e igual de universal pero que no sirve para «vender» la región. Porque La Mancha que describe es de verdad una mancha: pringosa y corrupta. Pinta al natural y en vez de quijanchos contiene gilipollas, engreídos, resentidos, trepas, codiciosos, lujuriosos, manipuladores, putillas, padres en las nubes y niñatas mentirosas. Así que no sirve para las políticas mentiras del idealismo y realismo light, como ya apercibió el mismo Cervantes, que se envanecía de «encubrir lo humano», como si fuese un «divino» político español. Su tema, ya entonces, es la corrupción, como suena, y, más profundamente, la vida como lucha impía y heraclitiana entre siervos y señores, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, inocencia y corrupción; hasta el propio lenguaje lucha consigo mismo: el registro culto, libresco y erudito con el hablado, coloquial y popular. El personaje más trágico es Pármeno: es el único que lucha, al menos al principio, consigo mismo, y fracasa cuando deja de luchar; alguien que logra sobrevivir luchando siempre es Areusa.

El protagonista, por ejemplo, es un gilipollas («de todos se quiere servir sin merced», dicen de él, como se pudiera decir del Pepé o del Pesoe) sin oficio ni beneficio, que vive de las rentas de sus nobles «padrinos» o papás y su protección, como cualquier pijo líder de izquierdas de Castilla-La Mancha. Calisto busca, como se decía en su siglo, «algún buen pique / para su espada ropera». También hay una vieja diabólica víctima de la codicia marrana que se divierte manipulando a los demás para saquearlos o sacarles los cuartos, que muere apuñalada por sus propios socios, víctima de esa misma codicia marrana, por no repartir (por cierto, no se llama Lola ni es de Calatayud). La mayor parte de la obra describe escenas de alto burdel (de clase alta, digamos que pepera o repepera, no de mancebía pública moliente y corriente (es el orden adecuado): en casas privadas; se ve cómo se dirige (más o menos como un partido político, con mucho banquete, regalito, mentira, puñalada y malentendido); instruye sobre cómo manipular y corromper voluntades con sexo, trajes (sí, prendas de vestir) o dinero, en este caso a sirvientes (esto es, funcionarios, ya que servir significa funcionar, aunque haya funcionarios que no funcionan o que solo se sirven a sí mismos). Por ejemplo, el honrado y joven Pármeno, que las ve venir porque es hijo de una «mujer pública» que fue amiga y maestra de la vieja Muñatones de que hablábamos, es corrompida por esta cuando lo desvirga con una chica de quince años (esa es la edad que tiene Areusa), sin saber como ellas saben que padece mal venéreo; desde entonces (a comienzos del octavo acto) al muchacho «se le aparece la Virgen» y él, que «no querría bienes mal ganados», ya solo piensa en conseguir «regalitos» a la furcia, para lo cual necesita dinero y, por tanto, corromper a su vez a su amo, el niñato gilipollas, y a la pobre Melibea, que se agosta como una flor en su casa mientras la idiota de su madre da vueltas y más vueltas a su posible futuro y su padre se pasa el día trabajando. Una corrupción hace muchas.

Cuánta inmoralidad, diréis. Pues eso es lo que dicen han de leer en primero de bachillerato nuestras chicas y chicos, también de quince años… y les encanta, si les modernizan el texto en la versión de Vicens Vives: incluso la escena en que Areusa recibe a Celestina en pelotas y se acuesta con ella hasta que… Vamos a dejarlo. Yendo a lo que íbamos, la obra está llena desde luego de consejos políticos para ahora mismo («menor delito es el privado que el público»; «deudores somos sin tiempo, continuo estamos obligados a pagar luego»; «te hizo alcalde mengua de hombres buenos»; «cuán peligroso es seguir justa causa delante de injusto juez»; «a las obras creo; que las palabras, de balde las venden dondequiera» o «nunca los ausentes se hallaron justos», que podría aplicarse a la Infanta y a tantos como hoy se lavan las manos con mierda acumulada durante ochenta años de leyes, que más bien son geles de lo suavonas que son, sobre todo para los que mandan).  O, por ejemplo:

¿No ves que por ejecutar la justicia no había de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene de ser igual a todos? Mira que Rómulo, el primer cimentador de Roma, mató a su propio hermano porque la ordenada ley traspasó. Mira a Torcuato romano, cómo mató a su hijo porque excedió la tribunicia constitución. Otros muchos hicieron lo mismo. Considera que, si aquí presente él estuviese, respondería que hacientes y consintientes merecen igual pena.

Esto último es inaplicable entre los sinvergüenzas que nos gobiernan. A Rato mismo, el de las ¿ochenta? cuentas en paraísos que ya son purgatorios fiscales, podría aplicarse aquello de:

No hay cosa más perdida, hija, que el ratón que no conoce sino un agujero. Si aquel le tapan, no habrá donde se esconda del gato. 

Pero Rato es un gusano en un queso gruyer, que no por nada es suizo. En efecto, cita Celestina sobre la codicia el refrán de «honra y provecho no caben en un saco». ¿A que se nota que Fernando de Rojas era un  jurista? En realidad, quien es realmente duro en el siglo XV contra los políticos es el tío de Jorge, Gómez Manrique, en su Querella de la gobernación, capaz de avergonzar incluso al ínclito calamar Felipillo González. A mí, sin embargo, me resultan especialmente tiernos los pobrecillos personajes de las dos primas cortesanas, Elicia y Areusa; cada una tiene su historia. Desprecian en privado a los mismos hombres que las regalan (las «empachan», dicen ellas), y también a aficionadas como Melibea, cuyos defectos saben hallar («así goce de mí: unas tetas tiene, para ser doncella, como si tres veces hubiese parido: no parecen sino dos grandes calabazas; el vientre no se lo he visto; pero, juzgando por lo otro, creo que le tiene tan flojo como vieja de cincuenta años»). Areusa en particular toma su destino por las riendas y a la brava, desde que sus padres la echaron de casa («mi mala dicha, maldición mala, que mis padres me echaron») y se ha comprado una suya propia, pequeña, en la que vive independiente (y espiada por las vecinas, unas manchegas viejas del visillo), enferma y doliente por una enfermedad venérea que probablemente acabará con ella. Con especial arte va deslizando Rojas poco a poco esos significativos detalles entre los actos séptimo y noveno, para que, al cabo, nos encontremos con este discurso en que la pobre niña, expulsada de la casa paterna, declara su independencia en la suya que ha conquistado por sí y para sí e identifica con la que le han negado. La ha conquistado con su libertad, rechazando el destino para el que la educaron: ser la sirviente de otras mujeres poderosas, pero alienadas y egoístas; modernizo la sintaxis del texto sin cambiarlo:

Estas, que sirven a señoras, ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quienes pueden hablar de tú a tú, a quienes digan: ¿Qué cenaste? ¿Estás preñada? ¿Cuántas gallinas crías? Llévame a merendar a tu casa. Muéstrame tu enamorado. ¿Cuánto ha que no te veo? ¿Cómo te va con él? ¿Quiénes son tus vecinas? y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh, tía! ¡Y qué duro nombre y qué grave y soberbio es «señora» continuamente en la boca! Por esto me vivo sobre mí desde que me sé conocer, que jamás me precié de llamarme de otro, sino mía. Mayormente de estas «señoras» que ahora se usan: gástase con ellas lo mejor del tiempo y, con una saya rota de las que ellas desechan, pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, de continuo sojuzgadas, que hablar delante de ellas no osan. Y, cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un falso testimonio: que se acuestan con el mozo o con el hijo, o pídenles celos al marido o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un centenar de azotes y échanlas puerta afuera, las faldas en la cabeza, diciendo: «Allá irás, ladrona, puta, no me destruirás mi casa y honra». 

Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas y salen amenguadas, esperan vestidos y joyas de boda y salen desnudas y denostadas: estos son sus premios, estos son sus beneficios y pagos. Se las obliga a darles marido y les quitan el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas unas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas; sino «puta acá», «puta acullá». «¿Adónde vas, tiñosa? ¿Qué hiciste, bellaca? ¿Por qué comiste esto, golosa? ¿Cómo fregaste la sartén, puerca? ¿Por qué no limpiaste el manto, sucia? ¿Cómo dijiste esto, necia? ¿Quién perdió el plato, desaliñada? ¿Cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián lo habrás dado. Ven acá, mala mujer. la gallina habada no parece… pues búscala presto, si no, del primer maravedí de tu soldada la descontaré». Y, tras esto, mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas: su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho, menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta y señora, que no en sus ricos palacios sojuzgada y cautiva. 

Es el tema de la libertad trágica que reaparece una y otra vez en la literatura manchega. Bien se está en su casa Areusa libre de ese caos (y de esas contratas minusmileuristas y subproletarias que describe en cuestión de servidumbre doméstica). Es un mundo con un lenguaje como el actual, donde los inútiles senadores se dicen entre ellos cosas semejanes a las de las «señoras» de Areusa o en el que Felipe González llama «experimento» a la honradez. Es un lenguaje donde no se distingue «cambio» y «recambio». Un lenguaje de «repera» que solo es repepero y repipí. Y, para terminar, bien está citar algo que Sempronio dice y se puede esperar de tanta promesa política tras las elecciones:

Pármeno hermano, si yo supiese aquella tierra donde se gana el sueldo durmiendo, mucho haría por ir allá, que no daría ventaja a ninguno: tanto ganaría como otro cualquiera.

Contornos
Ángel Romera

http://diariodelendriago.blogspot.com.es/

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5 COMENTARIOS

  1. Bueno, La Celestina nos intenta prevenir contra la corrupción. Por lo tanto, muy acertado tu titular.

    Fdo: un Pármeno engatusado durante años por las «putas de los polos opuestos».

  2. Por cierto ¿En la Celestina, qué papel interpretaría el pobrecito Agustín Conde, quien se siente perseguido en una cacería a base de dossieres?

    Me dio una pena tremenda verlo en los telediarios con su carita de niño bueno diciendo que ya había comenzado la persecución.

    ¿Y quién es quien hace la presecución y posterior cacería? Porque es su partido, el PP, el que manda en Hacienda, en la policía judicial, en Aduanas, en las Cortes, el Senado…

    Uy uy uyyyyyy esto se pone muy interesante.

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