De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (41)

Manuel Cabezas Velasco.- El grupo de conversos que formaba parte de la población de Ixar aún mantenía la costumbre de subir en sabbat a la judería, congregándose en la sinoga o sinagoga para escuchar la oración a modo de salmodinas, y más concretamente en una zona conocida como azara. Dicha costumbre se prolongaba hasta que la luz del día se extinguía.

La imprenta de Gutenberg
La imprenta de Gutenberg

Uno de los miembros destacados de esa comunidad era, sin lugar a dudas, Eliezer Abraham ben Alantansi, el impresor que había encontrado en el cristiano Ismael un excelente pupilo digno de confianza al que mostrarle todos sus conocimientos en el arte de la tipografía. En los días que debía ausentarse para seguir los preceptos de la ley mosaica, ahí estaba el joven para continuar con su labor.

– ¡Ismael, voy a acercarme a la judería, en casa de los Muñoz, que parece que la joven está saliendo de cuentas! ¡Quizá necesite todo el día! ¡Te dejaré recado en la cocina de tu amada, pues los Muñoz viven cerca! – se dirigió Alantansi a su pupilo.

– ¡No se preocupe, Eliezer, puede ausentarse el tiempo que necesite! ¡Aguardaré a su vuelta para configurar el texto del Pentateuco, pues la grafía hebraica aún me es difícil a la hora de elaborar un texto y no quiero cometer ningún error irreparable! ¡No digamos ya las parasiyot o perícopas bíblicas y los diversos motivos ornamentales que se disponen a modo de una cenefa o los elementos geométricos que aparecen en ciertos huecos! ¡Además, deseo que queden bien impresos, tanto lo que atañe al comienzo como al final del libro, o como dicen ustedes, las meguilot, las haftarot, el principio del Génesis y la última parte del Deuteronomio! ¡Y, si no me equivoco, según a veces me ha contado y algunas cosas que escuché a doña Mariam, ciertas partes de lo referido es parte de la lectura habitual de ciertas ocasiones especiales como es el de vuestro Sabbat, tras haber leído públicamente la Torah! – agradeciendo la confianza mostrada por el médico e impresor, el joven discípulo prefirió dedicarse a tareas que no condujesen a cometer ningún tipo de metedura de pata. Aprovecharía, pensando para sí, la ausencia de su maestro para conocer mejor los tipos que utilizaba Eliezer, además de limpiar el material y las dependencias de la propia imprenta para que todo estuviese a pleno rendimiento a su vuelta.

Transcurrían las horas y el muchacho aún permanecía solo en la dependencia que el castillo del Duque de Ixar había dispuesto como cobijo de la nueva ingeniería tipográfica que tanta relevancia adquiriría en Eliezer Alantansi, no olvidaba que quien al fin y al cabo le llevaba el pan a la boca, de su niño y de su amada, era su propio esfuerzo. El cariño del impresor no bastaba, también tenía que tener contento a quien al fin y al cabo llevaba las finanzas de la empresa tipográfica: Salomón bar Maimón Zalmati. Y ese esfuerzo redoblado hacía que siempre echase algunas horas de más sin pedir demasiado a cambio. Llegóse el anochecer y la tenue luz que provenía de la candela alojada en la linterna apenas bastaba para encauzar los pasos del joven dentro de la habitación donde se hallaba la imprenta. Además, si quería regresar a casa pronto y no correr riesgos innecesarios, primero debía ir a buscar a la joven Cinta y conocer el paradero de su maestro.

Recogiendo el hatillo donde portaba las pertenencias de uso diario y algún pedazo de pan y de alimento se encontraba, cuando el maduro Eliezer asomó por la puerta algo fatigado.

– ¡Buenas noches Ismael! ¿Cómo sigues aún por aquí? ¡La tipografía cuando se encauza no necesita de prisas, sino de concentración y para eso es mejor estar descansado! ¡Gracias por la espera, muchacho, pues veo que todo está despejado para ponernos con el texto del Pentateuco sin nada que nos estorbe! ¡Te acompañaré hasta la cocina y así podré saludar a la joven hace palpitar tu corazón, pues siendo tan trabajadora como tú apenas la pude ver en este último mes! – sorprendido y agradecido había franqueado el cerco de la imprenta el maduro impresor, alentando al muchacho para que dejase la labor tipográfica para el día siguiente.

– ¡No se preocupe, Eliezer! ¡Sólo me basta con recoger aquello que está en el rincón y nos vamos! – respondía presto el joven, no olvidándose nunca de recoger el zurrón que llevaba lo más preciado, aquello que un día le confiase un jefe de una comunidad conversa perteneciente a la localidad de Ciudad Real. Su nombre era Sancho de Ciudad y le había confiado ante las circunstancias adversas que atravesaban, que preservase su memoria, dando a conocer en un futuro las aventuras y desventuras que él y los suyos habían padecido. Todo ello era un objetivo, a modo de agradecimiento, que el muchacho siempre tenía en mente, y para tal fin era necesaria la colaboración de un correligionario de aquel heresiarca, alguien que lo había acogido bajo su tutela mostrándole los secretos de la tipografía: Eliezer ben Alantansi.

Buen consejo había dado el impresor al muchacho, pues el negocio en ciernes que suponía imprenta no requería la ardua labor de una sola persona. Mas bien requería primero de obras literarias que pudiesen ser impresas; obreros para realizar dichas tareas, como tiradores, cajistas o correctores; las materias primas necesarias para que el producto final llegase a buen término: papel, pergamino, metal para aleaciones, tinta, tacos xilográficos y demás piezas de la máquina; y todo ello, sin duda alguna, requería el papel fundamental de una buena financiación, para lo que el capital invertido y los patrocinadores eran totalmente imprescindibles. Aquí nos encontrábamos con la tutela del Duque, más la gestión recaía en manos del señor Zalmati, cuya experiencia en este campo estaba fuera de toda duda desde sus azarosas peripecias por las tierras levantinas.

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La reunión en la casa de la torre de Sancho de Ciudad había conllevado la planificación de algunos pasos a seguir respecto a la protección de debían solicitar del maestre calatravo, incluyendo la partida de Sancho hacia Almagro en el momento que las autoridades tomasen medidas contra su persona, sus bienes y el ejercicio del cargo de regidor. La animadversión que aún despertaba entre los cristianos viejos de Ciudad Real no dejaba lugar a dudas de que ese momento estaba acercándose, estrechando su cerco todos aquellos que de alguna u otra manera habían sido seriamente perjudicados. Esta situación se agravaría aún más en el momento de la crisis sucesoria que nuevamente enfrentaría a los bandos de Juana la Beltraneja e Isabel. La decisión sobre qué bando tomar les inclinaba a apoyar la causa del marqués de Villena y, por ende, de tener en contra al bando de los realistas entre los que se encontraban un número considerable de lindos.

Partieron los socios de Sancho hacia la vecina Almagro, a la espera de poder entrevistarse con el maestre y plantearles la situación. Mientras eso ocurría el heresiarca disponía en su casa y con los suyos qué comportamiento debían seguir a partir de ese momento. Debían mantener cautela respecto a sus correligionarios, pues no todos eran de fiar. Unas calles más allá, lo mismo sucedía en una casa de la calle de Monteagudo el Viejo, la morada de María Díaz la Cerera. Sin embargo, la ruta a seguir por María y su familia sería muy distinta.

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