Comunidad y participación

ReymondeUna comunidad es un espacio que reúne personas – a menudo de muy diversa condición – en torno a alguna cuestión, sea una comunidad de vecinos, una comunidad educativa, una comunidad autónoma, una comunidad internacional…

Por derecho, cada uno de nosotros forma parte de muchas comunidades, irremediablemente, y es posible identificar esa integración de distinta manera: entendiendo que estoy adscritode forma automática aunque no me identifique con muchos de sus miembros, o por el contrario, que por identidad sienta que tengopleno derecho a intervenir en sus asuntos. Lo que afecta a mi comunidad me afecta a mí, lo bueno, lo malo y lo regular. Participar activamente en las decisiones que toma la comunidad – hasta donde se alcance – es una forma de entender la relación del individuo y la sociedad, de ser ciudadano. Velar por hacer unos cauces de participación reales es una exigencia y una obligación moral. Pero un deber que nadie va a sancionar si no cumplimos (salvo que exista una responsabilidad cierta).

Cuando la comunidad va creciendo; cuando no se encuentran rasgos comunes con otros miembros, porque el peso específico individual decrece; cuando el sentido de identidad se va disipando, el contrato de pertenencia parece dejar de tener sentido. El anonimato tiene también sus ventajas: lo que es público no es de nadie – como declaró recientemente algún detenido por corrupción. El chicle o la colilla que arrojoa la acera ya no es mío.Eso sí, si se trata de presentar una denuncia por algún daño propio recibido, podremos presumir de sociedad moderna, porque siempre habrá una oficina o un responsable en mayor o menor medida que dé cauce a nuestra demanda. Pero con frecuencia ahí acaba la cosa.

Por el contrario, identificarse con una comunidad significa sentir como propio lo que a otros miembros le sucede, aunque sean anónimos. Puede que yo tenga pagada mi hipoteca, garantizado mi trabajo, llegar a fin de mes, e igualmente sentir que el caso contrario me toca de algún modo. Tal vez no me afecte a mí, pero sí a mi familia, a mis amigos más próximos. Reivindicar, aunar esfuerzos para que esa voz anónima sea una voz de mayor volumen, para ser tenida en cuenta, no deja de ser sino otra manera de poner un altavoz a la denuncia.

Podría tratarse, incluso, de situaciones menos dramáticas, más proactivas: me gustaría tener otras alternativas de ocio los fines de semana, no tener miedo de desplazarme en bicicleta por las calles, opinar sobre lo que me gustaría encontrarme cuando lleguen las fiestas… Hay más formas de participación que no consisten solo en reclamar, consiste en proponer alternativas, y reforzar con ello el papel del ciudadano como dueño de la comunidad. Pero es igual,hemos sido bien aleccionados.Todo está en perfecto estado, siempre está “el otro”, el que velapor nosotros, para que ese orden permanezca en orden. Y cuanto menos ruido, mejor. El ruido es síntoma de desorden y a nadie le gusta el desorden, por mucho que llegue a gustar el morbo: se siente morbo por lo ajeno, pero el desorden que me contamina es indeseable. Ese es el paradigma del ciudadano medio español,un ciudadano desmovilizado, salvo si le tocan su circo, si su equipo de fútbol es descendido de categoría, o se da algún caso similar. Un modelo que no se debe cuestionar, porque participar en lo público es significarse, y es pecado de mal gusto.

Resulta paradójico que cuanta mayor sea la crisis de la representatividad, y más se cuestione que la participación ciudadana se reduzca a cuatro años de silencio y un día de consulta, la gente, la ciudadanía siga igual de pasiva en el día a día. Este es el balance de nuestra tan cacareada democracia consolidada. En tiempos de Franco, el silencio era impuesto. En tiempos de Juan Carlos I, el silencio ha venido por delegación consentida. No es que estemos igual que hace casi 40 años, evidentemente, pero hablar de la necesidad de la“segunda transición” es constatar el fracaso del resultado de aquel proceso. Y este cambio comienza en nuestra propia actitud participativa.

Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde

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3 COMENTARIOS

  1. El individualismo cultural.

    El efímero espíritu comunitario de siempre ir contra algo o alguien, en vez de ir a favor de algo o alguien.

    La falta de trascendencia comunitaria, me gusta mucho el término comunidad, más que el término nación.

    La erosión de los términos BIEN COMÚN

  2. El eufemismo INTERÉS GENERAL como sumatorio de intereses particulares, también ha hecho mucho daño a lo que tradicionalmente se ha entendido como BIEN COMÚN, bien superior al limitado bien propio.

    Basta que exista un interés particular para que se dejen de tutelar los intereses generales, porque la necesidad de consensuar el interés general, puede acabar en que una minoría reivindicativa pueda imponerse a una mayoría silenciosa.

    A qué nos conducen pues, estas disertaciones? Al estado actual.

    Falta la batuta de un buen director, y falta el espíritu de orquesta de sus miembros. Quien iba a decirlo, después de 500 años de historia orquestal.

    En términos morales y filosóficos, no hay mayor factor des-legitimador de un sistema que atacar o erosionar la tutela que el mismo ha de hacer del interés general, y que la posmodernidad con su relativismo moral, ha herido de muerte.

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