De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (55)

Manuel Cabezas Velasco.- La variabilidad de carácter de que había hecho gala el arzobispo Alonso Carrillo respecto a las circunstancias que tuvo que encarar en función del bando por el que se inclinó en la lucha por el trono castellano, provocaría fatales consecuencias para los judeoconversos, pues estos se verían expuestos al perder su gran apoyo y tenerlo como rival tras la victoria de los isabelinos.

Jacob ben Asher, rabino y líder espiritual de la aljama toledana en los inicios del siglo XIV
Jacob ben Asher, rabino y líder espiritual de la aljama toledana en los inicios del siglo XIV

El arzobispo no sólo había traicionado la confianza del antiguo monarca Enrique IV instigando su propia caída con la conocida Farsa de Ávila acaecida años atrás. También tuvo un importante papel en la concertación del matrimonio entre Isabel y Fernando, a quienes consideraba lo suficientemente jóvenes para ser manejados por su autoridad.

Craso error sería este el cometido por Carrillo, pues tras la muerte del rey Enrique, el joven matrimonio no aceptaría el autoritarismo con que Su Eminencia trataba de manejar la situación, quedando relegada su figura a un segundo plano al ser promovido el ascenso a Canciller del Reino un viejo enemigo del arzobispo, Pedro González de Mendoza.

Esta situación empujará al arzobispo Alonso Carrillo a apoyar el bando portugués que defendía los derechos sucesorios de La Beltraneja en contra de su tía Isabel.

Sin embargo, la habilidad política del arzobispo también le había conducido, tras los motines anticonversos acaecidos en octubre y cuando la muerte del rey Enrique estaba cerca, a enviar como delegado para que hiciese funciones de inquisidor, al doctor Tomás de Cuenca. Víctimas de las pesquisas que este licenciado llevaría a cabo serían, entre otros, Sancho de Ciudad, Juan González Pintado, Juan Falcón el Viejo, Sancho Díaz el Tintorero e, incluso, María Díaz la Cerera.

Mientras los Carrillo o los Pacheco pugnaban por el liderazgo de uno de los bandos aspirantes al trono castellano, los conversos en Ciudad Real y alrededores se disponían a ponerse a buen recaudo, pues ya tenían suficiente con ser la diana de los odios vertidos por los cristianos viejos, a lo que también se añadiría su posicionamiento en el conflicto sucesorio.

El joven Juanillo había regresado exhausto de su encargo a la casa del ovejero Martínez, y aunque su señor don Sancho le había enviado a la cocina a reponer fuerzas, no se podría entretener demasiado, pues quedaban aún tareas pendientes que en la casa no había podido realizar.

Aparentemente relajado se encontraba el muchacho, cuando por la puerta de la cocina hizo acto de presencia su señor.

– Muchacho, ¿cómo van tus fuerzas? ¿Podrías hacerme otro encargo antes del anochecer? – mirando fijamente al muchacho, el heresiarca se dirigió a su criado.

– Ya estoy repuesto, don Sancho. No faltaba más. Sólo me tiene que decir qué desea y, raudo y veloz, me pondré con ello de inmediato – respondió el joven.

– Ven conmigo al despacho – la respuesta del muchacho provocó una leve carcajada en su amo, aunque mantuvo las formas.

Ambos se dirigieron a la torre que tantos acontecimientos había acogido para uno de los más hombres preeminentes de la comunidad conversa ciudadrealeña. En ese instante, el que en otro tiempo y de manera inagotable tuviese una enfervorizada actividad bien como recaudador de alcabalas y tercias bien como regidor, tendió la mano hacia el criado Juanillo entregándole unas nuevas misivas.

– Otra vez requiero de tu discreción absoluta. En este caso, aún más si cabe. Para ello debes dirigirte a la casa de mi buen amigo el señor Regidor don Juan González Pintado, que tan bien conoces y conocido de sobra por muchos de nuestros principales enemigos. No debes entretenerte, pues tengo entendido que el arzobispo Carrillo nos ha enviado a nuestra ciudad a alguno de sus delegados para que se averigüen ciertos hábitos y costumbres de los conversos. Así, al igual que ocurrió con Juan Martínez, en mi carta les indico que preciso de su respuesta inmediata. Espera el tiempo que sea necesario hasta que te la entregue, salvo que el señor González te indique alguna otra cosa.

– Con mucho gusto, mi señor, me preparo para la marcha. Estaré de regreso en cuanto me sea posible. Creo que el delegado arzobispal del que me habla usted es un doctor o licenciado conocido como don Tomás de Cuenca, por las noticias que me han llegado – respondió el muchacho.

– El mismo es, joven Juanillo. Veo que estás al corriente de su llegada. Nunca me das motivos para arrepentirme por tu lealtad y cautela. Las pesquisas que parecen llevar a cabo tratan de maniatar a los miembros de mi comunidad, y por todo ello te conmino a la mayor de las discreciones.

– No es necesaria su advertencia. Entiendo que el cargo que ocupa y las actividades que realiza usted y el señor que voy a visitar, les hayan granjeado muchos enemigos entre los cristianos viejos que ansían estar en posesión de ese tipo de prebendas. Más aún si cabe si además ustedes son cuestionados en los principios de la fe que ellos profesan. Voy a guardarme en mi zurrón las cartas que me ha dado y, sin más, me voy enseguida.

Escasas horas habían transcurrido desde el último regreso del muchacho, cuando en las horas de la mañana se había encaminado hacia la casa del propietario de ovejas Juan Martínez de los Olivos. Ahora su destino era otro. En las primeras horas de la tarde se encaminaba hacia la morada del anciano Regidor y gran amigo de Sancho de Ciudad, Juan González Pintado.

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Las contingencias se mostraron llenas de dificultad para aquellos tripulantes que ocupaban la fusta. La tormenta que durante varias horas se manifestaría con toda su virulencia, había traído de un lado para otro a los ocupantes de la embarcación. El cielo gris oscuro se había poblado de rayos y truenos que pusieron el miedo en el cuerpo de aquellos que habían iniciado una placentera travesía pocos días atrás. Las sonrisas que habían expresado con la buena nueva del nacimiento del próximo retoño de la pareja formada por Isabel y Juan, habíanse transformado, mostrándose cariacontecidos ante tan adversas circunstancias. La solución, adoptada por parte de las damas pertenecientes al grupo de judeoconversos, fue la de encomendarse a la protección de Adonay, para que les condujese a buen puerto. Mientras tanto, los hombres no paraban de ayudar a Núñez, el patrón de la nave, para mantener su estabilidad ante un temporal que nunca hubiesen esperado.

– Sancho, ¿dónde te encuentras, amado mío? – preguntaba nerviosa y temerosa María no sólo ante el temporal que bandeaba la fusta que transportaba al grupo de conversos sino ante los temores y peligros que eran conocidos respecto a las aguas del Mare Mostrum. Su destino tenía como objetivo el Mediterráneo oriental, la Tierra Prometida donde poder manifestar sus creencias sin el miedo a ser vigilados ni, incluso, a ser traicionados por aquellos que ya no eran dignos de la ley mosaica.

– María, continúa donde estás. No te preocupes por mí. La nave es fuerte para soportar los envistes que la revuelta mar acomete – respondió, en tono conciliador aunque disimulando los arduos esfuerzos realizados, el heresiarca.

La respuesta del esposo pareció calmar los ánimos de la dama, aunque el temporal aún no había llegado a su fin. La noche sobre el Mare Nostrum se había adelantado unas horas y cuando realmente llegó se hizo demasiado prolongada para los que sobrevivían en la nave.

A la mañana siguiente, comenzaron a atisbarse algunos rayos de sol que, con fuerza hercúlea, habían apartado algunas de las grises nubes que poblaron el cielo durante el día anterior.

Poco a poco la mañana parecía transcurrir. Los desperfectos en la nave eran patentes. Sin embargo, los rayos de sol eran demasiado escasos para albergar muchas esperanzas de que el temporal hubiese remitido.

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La conversación que mantuvieron el joven Ismael y su maestro Alantansi sobre la instauración de un nuevo orden en el que las creencias religiosas serían vigiladas, pareció distraer a los trabajadores de la imprenta de la finalización de su empresa: la impresión de un Pentateuco, que contendría las glosas del importante comentarista bíblico Rashi, rabino de Colonia, y cuya decoración daba una reconocida fama al taller tipográfico que se ubicaba en la población de Ixar. Aunque antes de tamaña empresa debían llevar a buen término el Camino de Vida o Tur Orah Hayyim, de Jacob ben Asher, donde destacaba en su primera página un elaborado grabado.

– Recuerda Ismael las palabras de este día. A buen seguro, nuestra tranquilidad en la actividad de la imprenta se vea alterada por los acontecimientos que pronto deberemos sufrir o contemplar – recordó el maduro impresor a su joven discípulo.

– Bien sabe, Eliezer, que las circunstancias que nos condujeron a mi amada y a mí a esta villa, no estuvieron exentas de peligros. Por ello, siempre estamos preparados para partir a otro lugar, si las desventuras lo requieren – respondió el muchacho.

– Veo, muchacho, que has aprendido muchas cosas en muy poco tiempo, y no hablo sólo de la imprenta. Las experiencias por las que habéis atravesado tu joven amada y tú, junto al recién nacido, os han hecho madurar aún más si cabe.

– Sin vuestra ayuda y la de la señora Mariam, todo hubiese sido más difícil tanto para mi amada como para nuestro retoño. Sin olvidar, por supuesto, la gran ayuda que recibimos en nuestra huida de tierras castellanas y del alumbramiento de Cinta por parte del señor don Sancho, su esposa doña María y sus acompañantes.

– Muchacho, no tienes nada que agradecerme, e incluso hablando por mi buena amiga Mariam, podría decir que a ella tampoco, pues os habéis ganado nuestra confianza y amistad con vuestras propias acciones. Prosigamos, pues, con la impresión del libro de Ben Asher, para así dejar el camino expedito y emprender el trabajo más arduo del Pentateuco. Además, aún no me he olvidado de aquellos papeles que siempre custodias y que te fueron confiados por mi compañero de fe Sancho de Ciudad. Algo habría que hacer al respecto, pues tal misión sólo te la pudo encargar si te habías ganado su total confianza, de la que conmigo gozas desde hace tiempo.

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