Cepillo, cubo y engrudo, iconos de libertad

Manuel Valero.- El cepillo, el cubo  y el engrudo tienen un magnetismo mítico. Te recuerdan el pasado. Esos objetos tan domésticos e invisibles de cotidianos se convierten por el sortilegio de la noche electoral en el grandioso signo de la libertad.

Quién lo iba a decir. Un cepillo y un cubo que están en casa medio arrumbados y cuando se les ve nos inspiran una mortal indiferencia y si somos un poco benévolos, una pizca de antipatía. En casa, son herramientas de trabajo; la moche electoral son iconos, objetos rituales, utensilios que abren el gran espectáculo de la pugna democrática por el poder. Si será tan fuerte ese tirón de nostalgia histórica que aun hoy perduran. Hoy, en la era de internet, la comunicación digital, la información instantánea, la coetaneidad del acontecimiento continuo. La Historia discurre hoy al mismo tiempo que es propagada y propalada por todo el orbe en sus verdades y murmuraciones. Hay redes sociales, televisiones en abierto perpetuo, artilugios que nos mantienen conectados con lo que ocurre, fotografías al nanosegundo, correos electrónicos, tablets… y sin embargo la noche en que comienza la campaña electoral los candidatos y los suyos se van a un discreto tablón de conglomerado de madera  a pegar el cartel con  la cara de su líder exactamente a como se hacía al final de los 70… y se siguió haciendo después.

Entonces quedaba todo hecho unos zorros y empercudido de cartelería porque no había tapia ni pared de mármol, así fuera la de un solar o la de un banco, donde no se pusiera el cartel de marras. Incluso desde los coches se lanzaban octavillas electorales que se quedaban en el suelo como si hubiera caído un chaparrón. Madrid era empapelada literalmente como supongo todas las ciudades. Las primeras fotografías de los líderes cepillo en mano y dándole una capa de pega al cartel que otro militante sujetaba con mimo eran de obligada parafernalia. La pegada de carteles no se acababa ese día, continuaba por toda la campaña. La publicidad electoral era distribuida en  los medios de entonces la prensa escrita (unos pocos periódicos), la radio (un puñado de emisoras)  y la televisión (solo una), por lo tanto no quedaba otra que darle al mitin y al manubrio de pegar.

Debo reconocer que la estampa me despierta un sentimiento encontrado. Por un lado, me evoca la juventud loca de los 80, el magnífico vendaval que limpió del color sepia este país sobre todo a partir de 1982, la explosión de vitalidad, la creatividad literaria y musical y otras artes, la normalidad política, los debates, las sesiones parlamentarias… una maravillosa normalidad. Hacíamos lo que desde hacía años hacían los franceses… y hasta los portugueses.

Pero por otro me resulta una imagen fuera de tiempo, superada, innecesaria. Un cepillo y un cubo en la era de la globalización total, en los tiempos cuyo transcurso es emitido en directísimo, en la época del vértigo y la exposición mediática sin descanso, de canales de televisión que se arraciman en el mando a distancia… No sé. Podría modernizarse ese ritual, poner una foto del candidato en la sede del partido o en un lugar público, vale, con el marco de la fotografía florecido de bombillas que el candidato enciende a la hora exacta de las brujas (y los brujos), se podría proyectar una imagen sobre alguna fachada, crear un holograma o hacer una performance futurista en tres dimensiones y media.  Sí… pero no sería lo mismo.

El cepillo y el cubo ya son irremisiblemente iconos de nuestra democracia. La más profunda nimiedad hogareña se ha trastocado por la semiótica de las cosas en símbolos universales de la libertad política. Por eso se disculpa esa iniciación que podría correr el riesgo de poner un pie en la cutrez. El hecho de ser una costumbre, una celebración cíclica salva a la estampa de una capa de caspa. Tiene más de concepto aprehendido y sintetizado en el mensaje de símbolos que de cosas desechables y superadas. Uno a veces lo ha sentido y ha visto el cepillo y el cubo del engrudo como rémoras de un tiempo blanco y negro de ignorancia y miedo. Pero desde que los Suarez, los González, los Fragas y los Carrillos y la compaña tiraron de cepillo para empapelar las calles, la democracia se adueñó de esos objetos rituales que hoy son venerados con religiosidad laica como si fueran objetos de culto. De alguna manera nos sobreviven, por algo son la llave de una suerte de alegría. La alegría que dura la campaña, que luego vendrán otros sentimientos y el cepillo y el cubo pasarán al olvido doméstico hasta que la democracia los llame otra vez a alegrar la fiesta.

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