El año que no fue – Capítulo 6

La señora Rideau llegó a la casa de la iglesia. Audrey estaba esperándola fuera, sentada en el poyete de una de las ventanas.

                —Toda la noche con la cancela abierta, joven. ¡Toda la noche! —exclamó enfadada.

                Audrey bajó de un salto. Le estampó un beso por sorpresa en la mejilla a la señora Rideau. Y la rodeó con los brazos al aire.

                —No refunfuñe, querida. ¿No ve que va a hacer un día maravilloso? —bromeó Audrey—. No me lo ponga gris con sus sermones.

                —Sermones, sermones… Hay que parecer decente, querida niña, que luego todos son problemas —decía mientras sacaba la llave del bolso.

                Se repartieron las tareas y a Audrey le tocaron las habitaciones de arriba. Eran dos cuartos austeros: cada uno con una cama, una mesita, un armario con espejo y un pequeño lavabo detrás de la puerta. En uno de ellos había un baúl, así que supuso que era la del padre Auguste. Empezó por esa. Abrió la ventana para que entrase un poco de aire fresco.

                —La ropa, los zapatos y las sotanas los bajas, que servirán para el que venga. El voto de pobreza, querida —gritó desde el salón la señora Rideau.

                Audrey abrió el armario: tres sotanas negras inmensas colgaban de unas perchas. Las estiró encima de la cama. Tropezó con el baúl. En la parte de abajo del armario, había varias cajas de zapatos. Las colocó una encima de otra y las llevó al pasillo de fuera. Se dirigió a la cama para quitar las sábanas y volvió a tropezar con el baúl. «Caray, ¡qué daño!», se quejó.

Se acordó de su hermano y ella cuando abrían el baúl de su madre. Nunca les pilló. Sacaban la ropa vieja que guardaba y se disfrazaban. Audrey tenía mucha destreza para abrirlo con una horquilla. Se llevó la mano a la cabeza. «¿Por qué no? De todos modos, nadie se va a enterar», pensó.

                Trasteó un rato hasta que al final el candado hizo clic. Abrió la tapa. Sacó un jersey inmenso de un tejido extraño. Parecía el relleno con el que cada cierto tiempo mullían los cojines la señora Rideau y ella cuando la primera se agobiaba porque no estaban muy lustrosos. Se lo puso. Las mangas le llegaban a la altura de las rodillas. Se miró en el espejo del lavabo. Se rio al verse más gorda. Había dos más. «¿Para qué tendrá esto el padre Auguste?», se preguntaba extrañada. Miró las sotanas estiradas sobre la cama. Otra vez los extraños jerséis. De nuevo, las sotanas. Se le ocurrió una idea. Cerró la puerta con sigilo para que no la pillara la señora Rideau. Ella no era creyente, pero sabía que lo que iba a hacer se consideraría una falta de respeto.

                Se colocó los tres jerséis. Empezó a sudar una barbaridad. Las gotas le resbalaban por las mejillas y el cuello. Se miró al espejo. La cabeza se veía pequeñísima. Se puso una de las sotanas encima. Volvió a mirarse. Había engordado unos veinte kilos con eso encima. La cabeza era minúscula respecto al cuerpo. Su cabeza no paraba de dar vueltas.

                —Buenos días, señora Rideau —gritó el señor Junot desde fuera—. Vengo a recoger el baúl del padre Auguste para enviárselo.

                —Pase, pase. La maestra está arriba. ¿Cómo lo dejó? ¿Se fue un poco triste? Le teníamos mucho aprecio, aunque haya estado poco tiempo en el pueblo. Tome un café antes, doctor.

                —No, gracias. Tengo que llevarlo a Majeure y luego pasar consultas por los pueblos. ¿Arriba me ha dicho? —Frunció el ceño pensando cómo iba a bajarlo si pesaba mucho.

                —Sí, sí, arriba —La señora Rideau se acercó al descansillo de la escalera—. ¡Audrey, sube el señor Junot!

                El hombre la miró desconcertado por la estridencia de la voz de aquella mujer. Subió los peldaños de dos en dos. La puerta estaba cerrada. Tocó un par de veces y pasó. Audrey estaba limpiando los cristales de la ventana.

                —Buenos días, maestra. Vengo a recoger las pertenencias del padre Auguste —Señaló el baúl—. ¿Se encuentra bien? Parece acalorada.

                Audrey tosió.

                —Sí, sí. Estoy dejando todo como los chorros del oro. —Frotó enérgicamente una mancha imaginaria—. ¿Dónde lo lleva?

                Junot la miró extrañado. Le parecía impertinente una pregunta así, pero estaba cansado y solo quería llegar a casa y descansar.

                —A la Picardie. No me acuerdo el nombre del pueblo. —Se agachó justo cuando el candado dejó de oscilar—. Aquí lo pone: Gerberoy—leyó en voz alta.

                —¿Quiere que lo ayude a bajarlo? Parece que pesa… —sugirió Audrey.

                El doctor se quedó pensando en las maniobras que debía hacer para arrastrarlo.

                —No hace falta. Lo moveré hasta las escaleras y después lo bajaré. —Le incomodaba la mirada inquisitiva de la maestra.

                Dicho y hecho, lo arrastró fácilmente hasta el descansillo de la escalera. Audrey lo seguía. La señora Rideau había subido también para ofrecerse a echar una mano, aunque no insistió y tenía preparada una buena excusa por si el médico aceptaba la ayuda.

                —Audrey, querida, ¿ya has terminado con las dos habitaciones?

                —Me falta la del padre Adrien.

                Los exabruptos que soltaba el doctor mientras bajaba el baúl se oían cada vez menos. Ya le quedaban pocos peldaños. Pensó en acercar el coche hasta la puerta.

                —¡Qué raro! —Seguía la conversación arriba—. Esas botas son del padre Adrien —señaló la señora Rideau.

                —¿Estas? —Audrey cogió unas botas verdes. Estaban embarradas y Audrey se fijó en unas manchas oscuras pequeñas en la puntera—. Estaban en el armario, junto a los zapatos.—Señaló la pila de cajas.

                —Señoras, ya está cargado. Me marcho. Que tengan un buen día —se oyó la voz del médico y, justo después, un portazo.

                Audrey miró por la ventana cómo se marchaba el coche. Tenía que ir urgentemente a avisar a Philippe de lo que había descubierto, pero la señora Rideau estaba sacando los zapatos para meterlos todos en una bolsa.

                —Estos son preciosos… —dijo la casera mientras sacaba unos negros—. Solo se los ponía los domingos para la misa de la mañana. ¡Qué lustre! Unos Oxford, querida…–La señora Rideau esperaba una respuesta—. ¡Audrey! ¿Qué le pasa?

                —Nada, señora Rideau. Tengo que marcharme.

                Bajó las escaleras corriendo. «Zapatos… Gordo… Sudor… Mirada del diablo… La leña de Ondraux…», reflexionaba mientras se dirigía a la plaza. Ahora todo tenía relación. Se oyó un golpe en el suelo cuando salía de la casa. El libro que había sacado del baúl y no le había dado tiempo a guardar antes de que subiese el doctor, Aprenda español en seis meses, se desprendió de su cintura. Se lo había encajado a toda prisa en la falda y durante todo el rato que estuvo con el médico en la habitación imploró que no se le cayera.

                Corrió todo lo que pudo hasta la pensión. La dueña le dijo que Philippe no estaba. Fue al bar de Climent y tampoco lo encontró. La cabeza seguía dándole vueltas a todo lo que había descubierto. Pasó enfrente de la tienda de la madre de Brigitte. Se paró de repente. Entró.

                —¡Brigitte! ¡Brigitte! —la llamaba a voces.

                La madre de esta salió a toda prisa.

                —¿Qué quiere, maestra?preguntó mientras se limpiaba las manos con un trapo.

                —Necesito hablar con Brigitte, que me cuente una cosa.

                La niña salió y se colocó detrás de su madre. Audrey se dio cuenta de que estaba un poco temerosa por el ímpetu de sus palabras, así que se relajó y le preguntó con voz calmada:

                —Brigitte, cielo, ¿me cuentas otra vez la historia de cuando viste a mi amiga Gretta en el bosque?Bajó hacia el suelo para ponerse a la altura de la niña.

                Brigitte miró a su madre y esta asintió.

                —Yo estaba escondida. De repente, entre los arbustos, oí llorar a alguien. Era su amiga. Gritaba. Y el padre… Adrien le pegó muy fuerte. Ella siguió llorando y gritando. El le pegó otra vez, muy fuerte, y ella se calló.

                —Brigitte, ¿tú le viste la cara al padre Adrien?

                La niña dudó. Meneó la cabeza.

                —No. No se le veía la cabeza desde donde yo estaba. Pero por abajo se veía la sotana negra y las botas verdes. Las suyas.

                Audrey salió corriendo sin despedirse. Dudó si seguir buscando a Philippe o ir directamente a hablar con el gendarme Chiffet. No había tiempo que perder.

                Por la tarde, en casa de la señora Rideau, Audrey estaba encerrada en la habitación. El gendarme Chiffet la había tomado por loca con esa historia extraña del padre Auguste.

                —No tiene sentido lo que está diciendo. ¿Por qué iba a matar el padre Auguste a Gretta?

                —No lo sé. Pero es él. Estuvo mintiendo todo el tiempo. Se disfrazaba para parecer otra persona. Si no, ¿para qué esos rellenos? —Audrey estaba fuera de sí por la desidia del gendarme—. El cura que vio Brigitte llevaba sotana y las botas del padre Adrien, pero eso no significa que fuera el padre Adrien.

                —Disculpe, maestra, pero nadie roba calzado a los demás. Excepto la señora Ondraux, claro —respondió el gendarme.

                —La leña. La leña de la señora Ondraux. Él llevaba la carreta con leña suficiente para pasar el invierno, pero en cambio ella bajó al pueblo a pedir porque se le había agotado. Era imposible que consumiese toda esa leña en tan pocos meses. Llevaba para un año al menos.

                —A lo mejor la repartió entre más vecinos, maestra.

                —No, ese camino solo conduce a la montaña y la única casa es la de la señora Ondreaux.

                —Váyase a casa a descansar. Yo haré unas cuantas llamadas. Si averiguo algo, se lo comunico.

                Y allí estaba esperando a que el gendarme Chiffet apareciese con novedades. La señora Rideau la entretenía con los chismorreos que circulaban por el pueblo.

                —El caso es que, ahora que lo pienso, era un hombre muy raro. Y muy comilón. —Arrugó los ojos—. Eso es pecado, la gula. Un hombre de Dios no es pecador.

                Tocaron a la puerta suavemente. La señora Rideau fue a abrir y volvió acompañada de Philippe.

                —Tenemos visita, querida.

                Disimuladamente, ahuecó los cojines del tresillo y lo invitó a sentarse.

                —Gracias, señora Rideau. Pero pensaba que sería buena idea llevar de paseo a Audrey para que se despeje un poco.

                A ella le pareció buena idea. En la puerta, cogió el abrigo de lana negro.

                —Hace muy buena temperatura. Llévate algo más ligero.

                Pasó a su habitación y vio el abrigo azul colgado en el perchero. No se lo ponía desde otoño. Pensó que le iría bien. Con él en la mano, llegó hasta la puerta donde estaba el gendarme Chiffet, que acababa de llegar. Traía noticias.

                —¿Ha averiguado algo?

                Chiffet asintió. La señora Rideau los hizo pasar a la cocina y así poder servir un café con algunos dulces que había comprado esa mañana.

                El gendarme carraspeó para que le prestaran atención.

                —He llamado a Majeure. El baúl ya ha sido enviado. Pero algo extraño hay: el padre Auguste no ha tomado el tren esta mañana. Puede que lo haya perdido y haya tenido que ir a otra estación. He llamado a la gendarmería de Gerberoy para que avisen al sacerdote cuando llegue y se ponga en contacto con nosotros. —Todos le miraban impacientes—. Y aquí llega lo interesante: no tienen ni idea de lo que les estoy hablando. Tienen dos parroquias y ninguna de ellas tiene traslado de sacerdotes.

                —Entonces, ¿dónde se ha ido? —preguntó Philippe.

                El gendarme se encogió de hombros.

                —Solo sé eso. He venido porque esta mañana fui muy inoportuno con la maestra. Quería pedirle disculpas. A partir de ahora investigaremos quién es ese hombre y por qué se ha hecho pasar por otro. —Hizo una pequeña pausa—. Y buscaremos a Gretta y al padre Adrien. —Se levantó y se despidió.

                La pareja decidió ir a dar el paseo pendiente. Tomaron el sendero que llevaba al bosque. Al pasar por delante de la cabaña de la señora Ondreaux, Audrey se detuvo. Se oía canturrear a la anciana. Llamó a la puerta.

                —¿Quién es?

                —Señora Ondreaux, soy Audrey, la maestra, la inquilina de la señora Rideau.

                Abrió despacio y la anciana asomó la cara.

                —No quiero molestarla. Solo deseo saber cómo se encuentra. Ayer nos preocupó mucho.

                La anciana salió y vio a Philippe, que se había quedado en el camino.

                —Bien. —Estrujaba el sucio mandil que llevaba puesto—. Yo solo quería… quería avisar a los vecinos de que el diablo —señaló el pico de la montaña— se escapaba de la montaña. pero nadie me creyó. Y lo dejaron marchar.

                —Lo veía todos los días pasar por aquí, ¿verdad?

                Ella asintió repetidas veces.

                —Salió de las entrañas de la montaña —señaló de nuevo el macizo rocoso—. Y lo pillé revolviendo en mi leñera. No tuvo que decir nada. Esa mirada era la del diablo. Avisé a la chica, le dije que no era trigo limpio, pero no me hizo caso. ¡Maldita insolencia de la juventud! Creen que todo lo saben. Ella se rio cuando le dije que el mal vestía de negro. Y se internó en el bosque.

                —La chica pelirroja, ¿Gretta?

                —Paseaba mucho con el otro por aquí, pero ese día las nubes negras avisaban de malos augurios. Y no me equivoqué, no. Pero ella no me hizo caso.

                Se dio la vuelta y se encerró de nuevo en su cabaña.

                Philippe y Audrey siguieron un poco más el camino hasta que la maleza engulló el sendero. En la penumbra del follaje, Audrey sintió un escalofrío y se cerró el abrigo. Al hacerlo, notó algo en el bolsillo interior. Sacó la carta para Gretta que le había dado hacía meses la señora Moulian. Se la enseñó a Philippe.

                —Voy a abrirla.

                Volvieron hacia el pueblo rápido y en el jardín de la señora Rideau se dispusieron a leerla. Extrajo una foto en blanco y negro y un papel sepia escrito a mano.

                Es la única foto que hemos encontrado. Si lo reconoce en ella, responda a través de Adrien Lefebvre.

                Detrás de la foto, con tinta azul se leía «Coronel Bamberger. Belzec, enero, 1943».

Se veía a varios miembros de las SS alemanas posando delante de un barracón.                

—¡Es él! —exclamó Audrey mientras señalaba a un joven rubio, alto y delgado. Apenas se apreciaba el color de los ojos, pero era inconfundible la mirada gélida.

Beatriz Abeleira
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