De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (13)

Tras haber abandonado las tierras de Híjar, aquellos jóvenes que aún mantenían una relación prohibida trataban de evitar las enormes zonas de crecidas del río Ebro, sin necesidad de ir más al norte con el fin de alejarse de tierras zaragozanas.

Fotografía de “Nouvelle Carte d´Aragon et Navarre avec les grands Chemins etc.” Mapa grabado, 1715. Procede de “Les Delices de L’Espagne et du Portugal”, Juan Álvarez de Colmenar

El objetivo inicial pretendía ser uno muy distinto: penetrar en tierras castellanas teniendo como meta la travesía por Burgos con el fin de lograr llegar a la que en otro tiempo había sido la sede de una de las imprentas más afamadas de Castilla: Segovia. Fue, en aquella ciudad castellana, donde el tipógrafo Juan Parix de Heidelberg había logrado instalarse gracias a las gestiones llevadas a cabo por el obispo de su diócesis, don Juan Arias Dávila, que enviaría a su deán Juan López para que lograra hacerse con sus servicios.

Con aquellas comisiones, dicho obispo no tenía otro fin que abastecer de diversas obras impresas el Estudio General de Segovia que él mismo había fundado años atrás, y por ello abordó la contratación del impresor alemán para tal cometido.

Mientras tanto, hasta que llegase aquel día, las azarosas experiencias vividas por los jóvenes padres les habían obligado a adquirir una madurez tal que el tiempo transcurrido en sus existencias sólo había sido el suficiente para que su vástago comenzase la niñez.

No habían mediado ambos la veintena cuando el pequeño jugueteaba con todo aquello que encontraba a su paso. La infancia tutelada en los territorios de Híjar había estado llena de atenciones y le había supuesto adquirir una salud robusta que le vendría muy idónea para los rigores climáticos y físicos a los que estaría obligado a soportar en tierras burgalesas. De ello no sólo se habían encargado sus padres sino también los amigos judíos de Híjar, muy en particular la señora Mariam y el médico judío Alantansí.

En ese preciso instante, por caprichos que la memoria a veces saca a la luz, a Cinta le vendría a su cabeza la pérdida de su anciano protector, aquel que perdió en el mismo campo de batalla del sitio conocido como Peleagonzalo, aquel mismo lugar donde unió su destino con un bravucón que se convirtió en su futuro marido, no era otro sino el soldado pendenciero que se llamaba Alfonso García. ¡Nada produjo tanto pesar en aquella muchacha como la desaparición de su progenitor! Ella misma no había conocido a su madre y una desaparición como la de su padre no pudo tener tanta influencia en el rumbo por el que encauzaría su destino. Toda aquella experiencia la hizo crecer más rápido. Conoció todo aquello que le despertaba pesar ante la muerte de sus progenitores y su enlace con un funesto soldado, y descubrió el amor sin la ayuda ni los consejos paternos, alejándose con ello de aquella vida de miedos y sometimiento y emprendiendo aquella otra en la que el brillo de sus ojos ponía de manifiesto que había encontrado a quien había abierto la llave de su corazón. Ella misma, en poco tiempo, se convirtió en mujer y no sólo por engendrar a aquel niño que le acompañaba sino por haber tenido que adoptar decisiones tan drásticas como la de abandonar a un esposo con el que se había comprometido en plena juventud y confiar su suerte a un jovenzuelo que la había hecho sentir el amor en mayúsculas por primera vez. Su matrimonio no podría calificarse nada más que como una farsa se tratara, una pantomima, una consecuencia de aquel pacto entre el bravucón soldado y su padre que ella misma se había visto sometida a cumplir, al lado de lo que ella sintió el primer día que cruzó su mirada con joven ayudante del librero. La bendición que no había tenido con el pendenciero Alfonso García la encontró en los brazos de aquel muchacho que tenía por nombre Ismael.

A pesar de los objetivos que los jóvenes padres se habían planteado para iniciar una nueva etapa en sus vidas, en el transcurso de su nueva huida alejándose de la villa de Híjar, al joven le vendrían a la memoria las conversaciones mantenidas con el maestro Alantansí. En las mismas el maduro médico e impresor, bien conocedor de aquellas tierras, le había explicado que el mundo de la imprenta que ellos utilizaban se había extendido por diversas localidades del territorio peninsular. Por ello, cuando llegó el momento de la despedida, Eliezer aconsejaría al muchacho que se encaminara inicialmente hacia la ciudad de Zaragoza, población de cierta relevancia en la que los talleres tipográficos se habían establecido unos años antes que en la villa turolense. Esos nuevos pensamientos transportaron al muchacho a otros tiempos y le hicieron replantearse la situación de alejarse de aquel caudaloso río antes de lo previsto. Ahora la meta había cambiado, la ciudad castellana quedaría al margen de sus pensamientos, al menos por un tiempo, y su senda estaría orientada a caminar en paralelo a aquel poderoso curso fluvial hasta encontrar una vía de entrada por la que cruzar lo suficientemente seguros con el fin de alcanzar la ciudad antiguamente fundada por los romanos.

Por algunos contactos, aquel judío tenía conocimiento y cierta relación con el taller de Pablo Hurus, o quizá su hermano Juan, el cual le recomendaría a Ismael por si pretendía conseguir algún tipo de trabajo si llegaban a asentarse en aquella ciudad. <Recuerda, muchacho, que debes proteger aquello que tienes más preciado y no debes arriesgar ni un ápice de tu propia felicidad. Para ello debes pasar desapercibido, haciendo aquello que mejor conoces, aunque sin necesidad de destacar entre aquellos que no te sean de plena confianza>, recordaba en ese momento aquellas palabras que, a modo de consejo, le expresó el impresor judío como si de un padre se tratara.

Sin embargo, dada su delicada situación, los pensamientos llevaron a Ismael a no darse a conocer en demasía en el caso de que la otrora Caesaraugusta fuese la siguiente localidad donde iniciasen una nueva etapa de su existencia.

A esta perspectiva se habría de unir que la pareja no estaba aún bendecida con el matrimonio y era responsable de un muchacho del que había que estar más pendiente pues no sólo había aprendido a andar con suma facilidad, sino que era demasiado juguetón y se escabullía a las primeras de cambio si sus jóvenes padres no estaban alerta y pendientes de sus numerosísimas travesuras.

Así serían las expectativas de la marcha hacia la ciudad de Zaragoza, aunque aquel trayecto los llevaría a transitar durante muchas horas de forma paralela al caudal principal de río Ebro, tiempo suficiente para que vieran transcurrir las horas desde el alba hasta el anochecer. La travesía, sin embargo, no hubiese requerido tanta lentitud si el muchacho que los acompañaba no fuera aún un niño, pero había que hacerse cargo de tal responsabilidad y su hijo marcaría el ritmo de la marcha y de otras sucesivas desde entonces.

-Cinta, creo que será mejor que nos dirijamos hacia Zaragoza y dejar nuestra deseada Segovia para cuando nuestra situación mejore –tras haberlo pensado con detenimiento, las palabras sosegadas de Ismael mostraron la nueva ruta a su amada.

-Estoy de acuerdo contigo, amor mío, pues nunca tuve la fortuna de estar en aquella ciudad, la que vio nacer a mi propia madre, la cual tampoco tuve la dicha de llegar a conocer al haber fallecido tras el esfuerzo que tuvo que realizar cuando yo misma vine a este mundo. Yo también pienso que es la decisión más acertada, pues con nuestro hijo aún tan pequeñito, quizá sea demasiado esfuerzo para estar tanto tiempo sin rumbo fijo donde poder descansar bien. Apenas una jornada nos podría separar de Zaragoza, mientras que si nos adentrásemos en Castilla las fuerzas comenzarían a escasear y no querría que mi niño pueda contraer ninguna enfermedad, pues ya nos dio más de un susto cuando residíamos en Híjar y, además, ya no contamos con la inestimable ayuda ni de Eliezer ni de la señora Mariam o de doña Esther para que nos pudieran socorrer. –ante la propuesta de su amado, la muchacha sintió cumplido un anhelado sueño, como si en sus silencios Ismael hubiese adivinado una aspiración de tantos años atrás.

Aquella conversación no pareciera que hubiese sido necesaria puesto que mientras se alejaban de las tierras de Híjar, aquellos dos jóvenes habían pensado en la misma idea, habían tenido semejantes pensamientos. La conexión mostrada entre ambos iba más allá de los acelerados latidos del corazón que uno a otro despertaba, haciendo mostrar su profundo amor. El sino les había unido, aunque quizá serían ellos mismos los que pretendieran alcanzar aquel destino: Cinta, alejándose del miedo que le profesaba aquel soldado de fortuna con el que se había visto obligada a casarse para cumplir la última voluntad de su propio padre, e Ismael, tras conocer al amor de su vida, trató de encauzar su vida marcando otro rumbo que fuese más allá del deambular que el librero con el que trabaja.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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