¿Dígame?

El timbre del teléfono fijo hizo que pararan la serie que estaban viendo. Sabina, su madre, no había querido quitarlo cuando se mudaron a casa de los abuelos.

Amelia, la más cercana a la mesita de mármol, descolgó.

—¿Dígame?

Al otro lado del aparato negro, sonó una canción. Amelia hizo un gesto con la mano que le quedaba libre para que sus hermanas se acercaran. En silencio, las tres escucharon la canción hasta el final. Clic. Después, el pitido ininterrumpido de fin de llamada.

Las tres sonrieron a la vez. Volvieron al sofá de cuero y comenzaron a divagar en voz alta.

—Seguro que es Alberto. Anoche discutimos —Amelia se mordió el labio para continuar—: No creo que me acompañe a mi estancia en Lisboa. Tampoco se lo he pedido. No hablamos del tema, pero anoche llegó un poco tarde a casa y… Bueno, aproveché la ocasión para soltarle todo. Yo no quiero diamantes en un anillo de oro, pero necesito saber si está conmigo en esto o no. —Miró al teléfono—. A lo mejor esta es su forma de pedir perdón.

Alba acarició con suavidad la cabeza de su hermana mayor.

—Pues yo creo que es Alex. —Ladeó la cabeza sonriente—. Empezamos un tonteo hace meses. No lo sabe nadie en la oficina. El caso es que me estoy pillando bastante por él. Y creo que él siente lo mismo, pero ninguno nos atrevemos a decir nada por miedo a que la respuesta del otro no sea la que esperamos. —Alba se quedó en silencio, pensativa—. Tal vez esta sea su manera de decirme que demos un paso más.

Alicia abrazó a su hermana mediana. Se levantó del sofá.

—Mientras os ponéis de acuerdo en saber quién es el admirador secreto, voy a por cervezas.

Por el pasillo que conducía desde el salón a la cocina, pensó en Ana. Estaba segura de que era ella la que había puesto esa canción. «You say you want your story to remain untold». Y Alicia sabía que no podía hacer nada, solo esperar a que ella se armara de valor y diera un paso al frente. ¿Cuánto llevaban viéndose a escondidas, pasando por amistad, lo que era una historia de amor? ¿Cuántos besos reprimidos cuando la veía sonreír cuando estaban con los amigos? ¿Cuántas veces había tenido que sujetarse las manos para no rozarla, para no acariciarla cuando había tenido un mal día, porque no estaban solas? ¿Cuántas veces se había enredado un mechón de pelo para frenar el impulso irresistible de ensortijar aún más los rizos sueltos de Ana? Pero no estaba preparada, le decía. Necesitaba tiempo. A lo mejor la canción era la manera de decirle que esperase un poco más.

Sabina llegó en ese momento. Se habían presentado a comer las tres sin avisar y había bajado a por algo de comer. Ni siquiera se había cambiado de ropa. Unos vaqueros viejos que solo se ponía para estar por casa y una camiseta desteñida de un viejo festival de cine. Alicia miró a su madre.

—Mamá, te podías haber puesto algo más decente.

—Y vosotras podríais haber traído algo de comida.

Dejó las bolsas en la mesa de la cocina. Amelia y Alba entraron, muertas de risa, por un vídeo que les acababan de enviar. Las tres juntaron las cabezas para verlo y Sabina sonrió al verlas así. Le encantaba esa estampa: juntas, divertidas. Felices.

Después de comer, se marcharon. Sabina se sentó en el sofá a esperar que transcurriese el día. El silencio que reinaba en la casa le sobrecogió. Su exmarido tenía razón: la casa, sin ellas, era demasiado grande. A su derecha, una pila de libros esperaba menguar en algún momento, aunque cada vez crecía más. Cogió el primero. Le costaba pasar las páginas. Pensó que con una copa de vino tal vez se animaría. El reloj sobre la mesita de mármol indicaba la hora y el día. 19: 00 horas, 26 de marzo. Hizo un brindis apenas imperceptible.

Amelia en su casa le mandó un mensaje a Alberto: «Gracias», el mismo que enviaron sus hermanas a Alex y a Ana. Las tres recibieron idéntica respuesta: «¿Por?». Y las hijas de Sabina contestaron a la par: «La canción».

«¿Qué canción?».

«Ni idea».

«No sé de qué me hablas».

Mientras tanto, Sabina sigue en el sofá de cuero. No sabe si cenar algo. Ya es tarde, pronto darán las doce. La pila de libros ha acabado desparramada en el suelo. Ninguno la ha atrapado. Se muerde las uñas. Mira de nuevo la mesita. El reloj sigue marcando el mismo día, 26 de marzo, y el teléfono sigue callado. Coge la agenda donde anota todas las semanas las tareas pendientes: llamar al jardinero, ir a teñirse el pelo, comprar libros… Ahora muerde el boli.

Se recuesta en el sofá que fue testigo, treinta años atrás, de la dolorosa despedida, la que era necesaria para que cada uno pudiese volar. Ella fue la primera que habló, aunque los dos sabían lo que se tenían que decir. «Es mejor llegar hasta aquí. Quién sabe… Tal vez el tiempo nos vuelva a juntar». De fondo, sonaba una canción, que hablaba de ríos en tiempos de sequía y puertos en tempestades, de promesas eternas. Pero el tiempo no volvió a unirlos. Los llevó por caminos diferentes, donde han sido, son, felices, cada uno a su manera.

Ella sabe de él por los periódicos y las noticias; él sabe de ella por algún amigo en común. Se ven a veces en fiestas navideñas, se saludan cortésmente. Nunca se dicen de más, ya se encargan las miradas discretas y fugaces de hacerlo. Después, se despiden con un «me alegro de verte» y un «yo también». Hasta la siguiente fiesta en la que coincidan, cada vez más espaciadas. Y cada año hay un día, el 26 de marzo, en el que durante unos minutos vuelven a estar juntos los dos; ella en el sofá de cuero, él en Praga, Roma, Montreal, Manila o tres calles más abajo, para decirse, sin palabras, lo que siempre callaron.

Alicia, que ya sabe que no han sido Ana ni Alberto ni Alex, descubre, con una ráfaga de recuerdos casi olvidados de los trescientos kilómetros que se hacían ese día cada año para ir a comer a casa de los abuelos cuando eran pequeñas, de la mudanza urgente antes de que llegase el final de marzo a la casa cuando estos fallecieron, de la defensa a ultranza de conservar el aparato negro que solo sonaba para ofertas comerciales o por equivocación, para quién era la canción.

«Mamá, te llamaron esta mañana cuando fuiste a comprar». Y a continuación le envía el enlace de la canción que habían escuchado ella y sus hermanas por la mañana.

Sabina sale de su memoria, sobresaltada por el pitido del móvil. Queda un minuto para que sean las doce. Sigue siendo aún 26 de marzo. Cuando lo lee, sonríe, abrazada al pequeño aparato. Coge la agenda donde tiene anotadas las tareas pendientes. Tacha la última.

«Dar de baja la línea del teléfono fijo».

Fotograma de Bells are ringing.

Beatriz Abeleira
Postales desde Ítaca

Relacionados

2 COMENTARIOS

ESCRIBE UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img