De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (38)

Las horas de descanso de la noche anterior no habían parecido suficientes pues el objetivo de alcanzar la deseada Ciudad Real estaba cada vez más cerca. El ansia, el deseo, los nervios se habían ido acrecentando, pues aquella anciana llevaba ya varios años sin ver la que había sido su población de origen.

Plano de Ciudad Real en el siglo XV, según Haim Beinart (‘Los conversos ante el Tribunal de la Inquisición’)

Su hijo no entendía del todo qué era lo que representaba encontrarse frente a frente aquella muralla que rodeaba la otrora villa, que por su escasa monumentalidad era más bien tildada de cerca. El ámbito rural y el urbano tenían su separación gracias a aquel recinto, pero no podía aventurarse a catalogar aquellos lienzos coronados con más de un centenar de torres, como una muralla eminentemente defensiva, como un baluarte inexpugnable. Más bien representaba todo lo contrario, pues el material endeble con el que mayoritariamente se había erigido no había servido de garantía a modo de protección de aquellos que se alojaban en el interior del recinto. Sin embargo, aún persistía en aquellos años finales del siglo XV, aunque décadas atrás hubiese sido necesarias ciertas reformas en aquella cerca ruin.

La vista de aquellos que vislumbraban aquellos muros, apenas recordados tras su alejamiento de varios años, se pobló de alguna que otra lágrima. Así sería el caso de la anciana Leonor González (a quien también le asaltarían infinidad de recuerdos) y, por empatía, de algunos que la acompañaban. Su hijo Juan trató de mantenerse más frío, no sólo por el papel que debía ejercer como hombre entre tantas féminas, aunque no fuese el único varón que viajaba, sino porque su emoción estaba más bien teñida de enfado, de impotencia, pues había regresado a la tierra de su madre hincando la rodilla ante las condiciones que los inquisidores le habían impuesto para poder mantener su creciente comercio de paños. ¡Qué precio tan alto habría de pagar para mantener su estatus! Sus emociones encontradas no podían denotar alegría sino más bien todo lo contrario, aunque su madre eso también siempre lo había sabido, y su esposa era conocedora de ello desde el primer momento en que iniciaron la búsqueda de su suegra. Beatriz tenía suficiente, en esos momentos, con mantener a raya a unas alborotadas hijas que estaban deseosas de corretear por las calles de una ciudad que apenas recordaban desde que nacieron. Otros de los acompañantes (hermanos, sobrinos, criados) prefirieron mantenerse en un plano más discreto, pues no querían dar motivos a aquellos religiosos que habían instalado un tribunal en aquella ciudad para que su presencia les delatase y fuesen condenados. Eran temerosos, aunque no todos habían llevado a cabo una conversión que se ajustase a los principios de la Santa Madre Iglesia. El propio Juan era el primero de ellos, pues su judaísmo seguía siendo ejercido en el interior de su morada, fuese cual fuese el lugar donde residiera. Pero entonces habían vuelto al lugar donde mil ojos acabarían posados en cualquiera de sus movimientos, sus hábitos, sus interrelaciones. Todo aquello sería mirado con anteojos pues los inquisidores ya se habían percatado de su cercanía. No era una novedad para ellos que el trato hecho con el mercader se hubiese llevado a término. ¡Intimidatoria táctica la suya para recabar la mayor información posible de aquellos que habían huido de sus garras para así estrechar el cerco sobre ellos! Juan de la Sierra se había convertido en un instrumento más para hacer regresar a su propia madre al seno de los maledicentes inquisidores, aunque su atajo por la tierra que bien conocía no les había ocultado de los que serían sus futuros carceleros. Leonor tenía asumido su papel de mártir de su causa desde el momento en que recibiera la propuesta de su hijo para regresar y su hijo Juan también sabía el destino que deparaba a su madre, pues ya había huido y sobre ella pesaba una condena difícil de evitar al haberse puesto en fuga.

-Ahora que venimos de las tierras del reino de Sevilla, debemos forzosamente atravesar la Puerta de Alarcos si queremos pasar la noche descansando entre cuatro paredes y no al raso. Demasiado cerca estamos ya de la ciudad para entretenernos y no morar en un lugar reconocido, lejos de la protección de sus muros. No sé qué nos encontraremos ni en dónde nos alojaremos. Eso lo debes decidir tú, hijo mío. –se dirigió Leonor a su hijo Juan, que se había convertido en el cabecilla de aquella expedición que había logrado el regreso sin altercados ni ser víctimas de asaltos de bandoleros desde las tierras donde naciera su padre hasta las que vieron nacer a su madre.

-Está bien, madre. Así lo haremos. Hoy debemos intentar pasar lo más desapercibidos posible, aunque quizá haya que estar alerta pues nos pueden estar esperando. ¡Demasiado astutos son esos monjes como para no haberse percatado de nuestra llegada e incluso entre nuestros antiguos compañeros de fe habrá algún que otro chivato que les haya puesto sobre aviso! Aun así, trataremos de pasar la noche dentro de las murallas, eso no lo dudéis. –respondió el mercader, tratando de alegrar los encogidos ánimos de su progenitora.

-Hijo mío, ¿por qué no buscas la antigua casa donde a veces nos refugiábamos, un poco más allá de dónde vivía tu tía María en la calle de Monteagudo el Viejo? –indicó Leonor a su vástago al tiempo que extraía de debajo de su sayón una llave que parecía pertenecer a la puerta principal de aquella morada.

-¡Guarde usted eso, madre! Aunque es una auténtica caja de sorpresas, hasta que no estemos seguros de que aquella casa está deshabitada, la del arco mudéjar de la puerta en la esquina si no recuerdo mal, prefiero que tenga esa llave a buen recaudo para cuando sea necesaria, tal como la tenía hasta ahora. Ya se la pediré yo mismo en su momento. –respondió sorprendido y contento por el gesto de doña Leonor, aunque la encomió a mejor ocasión para hacer uso de dicho objeto.

-La misma, hijo mío. Bien que te acuerdas cuando te ibas a esconder en ella si no querías seguir con los ritos que ese día estábamos obligados a cumplir. ¡Qué bien la recuerdas! En cuanto a la llave, te haré caso y la ocultaré hasta que me la solicites. –respondió emocionada al ver que sus enseñanzas y recuerdos comunes los volvían a unir como si el tiempo no hubiera transcurrido. Su hijo ya se había convertido en un hombre, en el cabeza de familia que un día fue su padre, y ahora era el bastón donde ella misma debía apoyarse.

Habían logrado traspasar aquellos muros, tras mostrar el mercader el salvoconducto que los inquisidores le habían facilitado y con la ayuda de un generoso número de monedas para los guardias, cuando se encaminaron hacia el entramado donde residieran tiempo atrás. La meta, aunque con cautela, era la casa que a Juan le había sugerido su madre, aunque la prudencia y los mil ojos estaban puestos al doblar cualquier esquina que se encontrasen a su paso. Los vástagos que habían acompañado a Leonor, además de Juan, y sus respectivas familias, llevaban siempre una mano sobre las riendas de la montura o el carromato, según fuera el caso, y la otra iba colocada sobre la daga o el cuchillo que tuvieran como instrumento para defenderse, por si se diera el caso. Aún quedaban en la retina de muchos de ellos los tiempos en los que Ciudad Real se vio asaltada por los calatravos para ser tomada, y sus compañeros de fe se convirtieron en moneda de cambio de los que lideraban los bandos enfrentados. Muchos recordaban todavía los tiempos de 1474 y, aunque jóvenes entonces, habían sido testigos de demasiadas vilezas de hombres que incluso llegaban a portar hábitos. Además, también había llegado a la ciudad por aquella época el encargado del arzobispo Carrillo de investigar a aquellos que no se habían convertido sino por mera conveniencia para salvarse de cualquier condena, ya fuese cártel, tortura, confiscación u hoguera. Aquel hombre sagaz, el licenciado don Tomás de Cuenca, había logrado descubrir los ocultamientos de ciertos libros sagrados en los lugares más recónditos de las moradas de aquellos conversos, siendo una de aquellas casas la del padre de Juan, don Alfonso. A partir de entonces la huida de muchos de ellos se inició alejándose del peligro que se cernía sobre ellos, pensando incluso que jamás volverían a pisar el suelo que en tantas ocasiones habían transitado. Sin embargo, los designios de la vida llevarían a muchos de ellos a retornar a Ciudad Real, no siendo Leonor González, viuda de Alfonso González de Frexinal, la primera, ni tampoco la última de aquellas personas que lo hicieran. Tiempo atrás habían regresado de las tierras cercanas de Almagro Sancho de Ciudad y sus familiares, aquel prohombre que también fuera condenado como la hermana de Leonor, María Díaz “La Cerera”, como las principales cabezas visibles de la comunidad conversa ciudadrealeña. Sin embargo, del conocido ya por entonces como “heresiarca”, apenas habían tenido noticias desde su marcha los familiares de Juan de la Sierra. Sin embargo, esas pesquisas ya serían otro cantar, pues el primer objetivo de aquel atardecer de finales de primavera en Ciudad Real sería encontrar una morada donde pasar la noche.MANUEL CABEZAS VELASCO

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3 COMENTARIOS

  1. Según la tradición, fue el propio soberano el que guió a un par de bueyes, uncidos a un arado, y trazó un surco por donde habían de levantar la ‘cerca’ de Villa Real allá por 1262. Interesante…..

    • Copy/Paste de:

      http://elsayon.blogspot.com/2015/07/las-murallas-fortificadas-y-puertas-de.html

      “La orden de Calatrava, que había conseguido inmenso prestigio y fama por toda esta comarca, suponía una seria amenaza para el mandato y autoridad del Rey Sabio. Por este motivo, el monarca piensa en dar a Villa Real una fuerte y consistente defensa para que consolide la protección y amparo contra los continuos ataques de la revoltosa orden, disponiendo que se fortifique la villa, siendo el propio soberano, según la tradición, el que guió a un par de bueyes, uncidos a un arado, y trazó un surco por donde habían de levantar la cerca.
      Aunque no existe dato alguno sobre cuando se empezaron a construir las murallas, es presumible que se iniciaran a partir de 1262, ya que fue cuando Villa Real se vio un tanto ampliada y aumentada por el nuevo y flamante vecindario. Esta hipótesis…”

  2. Buenos días a todos y gracias por el seguimiento.
    Una puntualización para farinatu en temas de citas, puesto que el artículo de E. M. M. en El Sayón tiene su propio referencia bibliográfica mejor habría sido hacerla constar. Aquí la dejo para que sea conocida: Francisco Pérez Limón (Diario Lanza, Extra feria de Ciudad Real, 14 de agosto de 1987, páginas 10 y 11).
    Gracias igualmente farinatu por tu participación, sin caer en los despropósitos que en más de una ocasión me he encontrado en ciertos comentarios de otras personas o entes (entiéndase seudónimos de todo pelaje que ocultan su verdadera identidad).

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