De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (66)

La villa de Híjar no sería la misma a partir de aquel preciso instante en el que los jóvenes enamorados destaparon el secreto que ambos padres desconocían y que era lo que menos esperaban que aconteciera. El cúmulo de sentimientos y reacciones que se desataron a partir de aquel momento convirtió el futuro de ambos en totalmente imprevisible. Nada era seguro ya entonces. La vida en aquella modesta población para la hermosa muchacha y el tímido mozalbete se alejaría de la rutina que habían tenido hasta aquel funesto día. Sin embargo, la situación en ambos casos sería muy dispar en sus respectivas viviendas.

Tras haber madurado la decisión en torno a aquel fuego y durante las horas nocturnas en las que trató de encontrar un sueño reparador que no logró alcanzar salvo por apenas el lapso de un par de horas, la reacción de Antonio no se haría esperar. Daba igual la hora intempestiva que fuera. Acababa de averiguar que su hija había sido mancillada por el vástago de quien hasta entonces había creído que era su amigo. Aquella afrenta no podía quedar así. Todo su honor y el virgo de su hija habían sido violentados. El futuro de su hija se vería abocado al desprecio de todas las gentes del lugar al haber entregado su honra sin contraer casamiento alguno. Para ello su padre debía restañar la honra de su hija. Sólo cabía para ello una solución: el joven causante de aquello debía desaparecer y su padre, el forastero Juan, al que hasta entonces consideraba su amigo, debía pagar con su propia vida aquel vil ultraje.

Llegaron entonces las primeras luces de una jornada que no pareciera que llegaría a ser muy halagüeña. Por lo menos, eso mismo pensaba aquel anciano que siempre había cuidado de su hija en solitario desde que perdiera a su esposa. Mas, aunque había gozado de la ayuda de la señora de don Bernat, ejerciendo en muchos aspectos la labor de aquella madre ausente, en el día a día siempre había estado pendiente de ella, aunque no se diera cuenta pues trataba de mantener la distancia suficiente para que no se sintiera incómoda.

La muchacha había ido creciendo, ya había dejado de ser una niña, las formas de su físico así lo dejaban intuir y en aquella villa más de uno se había fijado en aquella circunstancia, y no de la forma paternal en la que lo hacía su anciano padre, precisamente. Los jovencitos de Híjar y algunos de localidades cercanas que alguna vez habían visitado aquella villa, suspiraban por la belleza de la joven, pero ella misma ya tenía elegido al propio dueño de su corazón, aunque desgraciadamente chocaba de manera frontal con la opinión de su progenitor, quien ya había elegido su conveniente candidato para que desposase a su descendiente. Aquel choque frontal traería consecuencias irreparables no sólo para los que residían en aquella morada, padre e hija, sino también para otros habitantes de la localidad, aquellos que precisamente eran aún considerados como forasteros y que no gozaban de la confianza de todos los hijaranos. A esa lista se uniría a partir de entonces el anciano Antonio tras conocer la desagradable sorpresa que la mozuela le había puesto al descubierto. ¿Qué ocurriría para aquel aconteciera tal cambio en su afable carácter?

En ese momento aquel hombre abatido se había dirigido hacia la cámara donde debía alojarse su hija en un modesto camastro, pero, si aún no se había recuperado de lo acontecido la noche anterior, en aquel momento su asombro sería aún más mayúsculo. No se hallaba Susana en aquella cama o, mejor dicho, allí no había dormido nadie la noche precedente.

¿Qué habría ocurrido con su hija? ¿Habría cometido aquella locura que tanto se temía? ¿Estaría con aquel que consideraba que no estaba a su altura para desposar a su más preciado tesoro, su hermosa Susana? Todas aquellas preguntas brotaron y revolotearon sobre su cabeza y, por ello, trató de buscar alguna pista que delatase el paradero al que se había dirigido la muchacha, aunque sólo se encontró con que algunos de sus ropajes ya no se encontraban allí, pues convenientemente estaban colocados los demás como hacendosa mozuela que siempre había sido.

La ira, el desasosiego, los nervios, todos en uno, transmutaron a aquel hombre habitualmente tranquilo en un volcán a punto de estallar. Sólo se había planteado una solución para salir de aquel mar de dudas: debía ir a casa del muchacho y del maduro impresor para resolver las incertidumbres que le provocaban aquella situación. Pero ¿sería aconsejable ir solo o buscar algo de ayuda? A esas horas no podía perder mucho más tiempo con esas conjeturas pues no sabía el lapso de ventaja que le llevaba su hija si había decidido abandonar Híjar. Decidió pues partir solo.

Tras abandonar la modesta cocina donde su hija había hecho las delicias de su padre durante los años en los que comenzó a desenvolverse en aquel hogar en cuestiones culinarias, rescató de un estante y asió sin pensárselo dos veces aquel cuchillo, cuyo filo cortaba hasta el mismísimo aire, que permanecía allí ubicado y que en otro tiempo había usado en otros lances. Salió entonces de su casa, y tras haber ocultado aquel estilete en el interior de su manga, dirigió sus pasos de forma más calmada, aunque sin perder ripio hacia la meta deseada. Las calles de Híjar en ese momento ya estaban comenzando a poblarse de todos aquellos que iniciaban sus tareas y sobre todo de aquellos que debían desplazarse a los campos para comenzar con las faenas agrícolas. Eso Antonio lo había tenido en cuenta a pesar de la convulsión que se desataba en su interior.

Apenas bastaron unos minutos para que aquel anciano alcanzase la morada de padre e hijo. Entonces llegó a su puerta y dio varios golpes reclamando airado la atención de sus moradores:

-¡Ábreme Juan y dile a tu cobarde hijo que salga y no se esconda debajo de tus sayas!

-¿Qué ocurre que con tanta premura llamáis a estas horas? –respondió Juan, indicando con el brazo en ese instante a su vástago la dirección a seguir para que se escondiera, al comprender el cariz que iba a tomar la situación. Había reconocido nítidamente la voz de Antonio y sabía que no venía precisamente de demasiados buenos ánimos.

-Soy Antonio. ¡Ábreme de una vez te digo! –insistió con un tono aún más exigente.

-¡Va, va! ¡No creo que sea para dar tantas voces, por Dios bendito! –en ese instante, Juan abriría la puerta y sin que le diese tiempo a nada más, el anciano visitante accedió sin dar tiempo a ser autorizado. Clavó entonces su mirada en el interior de aquella estancia para familiarizarse con la luz que en ella había y dirigió su vista hacia cualquier rincón donde pudiese advertir la presencia de aquel a quien buscaba. La contrariedad se adueñó entonces de los rasgos de su cara, pues quedó desconcertado al contemplar su ausencia.

-¿Dónde está tu hijo, Juan? –preguntó desilusionado, sin haber podido desacelerar los latidos de su corazón ni tan siquiera templar los nervios que aún le atenazaban.

-¡Eso mismo me gustaría saber a mí! ¡Nada sé al respecto, amigo mío! –respondió mintiendo el anfitrión, en una forma más sosegada, sabiéndose dueño de aquella situación al conocer la mayoría de los detalles de esta. –¿Qué nuevas me traes para venir con esas ínfulas y con tan mal genio, Antonio?

-¡No puede ser, no puede ser! Tiene que estar aquí ese malnacido de tu hijo. ¿Acaso no sabes lo que le ha hecho a mi Susanilla? Y para colmo de males, ella tampoco estaba en su cama esta mañana ni pareció haber dormido allí esta noche. ¡Te exijo que me digas de inmediato donde se encuentra Juanillo!

-¡Cuidado con lo que dices sobre mi muchacho y qué más quisiera yo saber de su paradero! Anoche me vino a horas en las que nadie se ve ya por las calles de Híjar y se negó a darme cualquier tipo de explicación sobre el particular. ¿Acaso sabes tú más de mi hijo que yo mismo? ¡Explícame lo que sabes, Antonio, pues aún me tienes en ascuas! –persistió Juan en su estrategia de engaño para desalentar al anciano en las pretensiones de la búsqueda de su vástago.

-Entiendo, Juan. Esto es lo que sé: cuando había anochecido ayer mi hija también llegó a casa a unas horas que no son dignas de una muchacha que ya se ha convertido en una moza casadera. Tampoco me dio razón de donde había estado, llegando a mentirme sobre donde había estado pues lo que me contó realmente no le había sucedido al conocer que era una falsedad. Y, aun así, nada me dijo lo que había provocado su retraso. Por ello pensé que estaría con tu Juanillo. Sé de un tiempo a esta parte se llevan bien, quizá demasiado bien. Y eso nunca debe ir más allá, lo prohíbo como padre que soy, porque has de entender que espero darle un futuro a mi niña más allá de lo que un jornalero o un campesino pudiese conseguir. Y tu hijo ahora mismo nada más podría aportar a mi casa, ¿no crees?

-Ya veo lo que me quieres decir, pero como has podido comprobar nada sé al respecto. Y en cuanto a mi muchacho, es bastante espabilado y cuando crezca será merecedor de una buena esposa. Que sea tu hija o no, ya no sólo dependerá de mí, aunque ya veo que no gozará de tu aprobación por lo que si me refiriera algo al respecto trataré de disuadirlo para que no tenga más confianza con ella.

-¿Por qué tengo la sensación de que me estás ocultando algo, Juan? Quizás sabes más de lo que dices, incluso creo que el paradero de tu hijo no lo desconoces. ¡Te lo exijo, si aún tienes intención de salvar lo poco que puede quedar de nuestra amistad!

-Sintiéndolo mucho, estimado Antonio, poco más te puedo decir, me creas o no. –persistió en su ardid.

De pronto, el crujido que provocó una pisada se oyó al fondo de aquella estancia. Algo o alguien parecía haberse movido, lo que provocó el gesto contrariado de ambos. Antonio no necesito más:

-¡Mal rayo te parta, Juan! ¡Me has mentido! ¡Has escondido a tu hijo para no dar la cara!

-¡Nooo, Antonio! ¿Acaso has visto que haya alguien aquí aparte de nosotros? –trataba de refrenar a aquel anciano desbocado para dar tiempo a la huida de su muchacho.

Presuroso, el airado Antonio penetró en aquella cámara donde encontró al muchacho encaramado al ventanuco que servía de punto de luz, tratando de escapar por él.

-¡Baja de ahí, chiquillo! –vociferó al mismo tiempo que lo asió por los pies con violencia arrastrándolo hacia el suelo.

-¡No, por favor, don Antonio! ¡No me haga daño! Haré lo que usted me dice.

En ese momento Juan les alcanzó y agarró el hombro izquierdo del anciano, haciéndole girar sobre sí y quedando ambos frente a frente. Esa sería la oportunidad que Antonio llevaba esperando para cumplir su venganza. Más rápido de lo que esperaba el maduro impresor, aquel que portaba oculto en su manga un puñal lo blandió y sin dar tregua le asestó una primera cuchillada en la boca del estómago. Ante aquella acometida, el cuerpo de Juan se desmadejó, quedándose de rodillas y con las manos sujetando aquella vía por la que comenzaba a manar su líquido vital.

Esa falta de atención del anciano llevó a perder de vista al joven Juanillo que ya se hallaba erguido en el suelo, habiendo aprovechado aquel desconcierto para asir un bastón con el que defenderse del padre de Susana.

Cuando Antonio recuperó el control de la situación, se encontró con aquel muchacho mostraba una faz repleta de ira al contemplar cómo había sido herido su progenitor. La reacción de Juanillo no se hizo esperar, pues sin dar tiempo a que el anciano pudiese reaccionar a tiempo, le asestó un duro golpe en la cabeza con el palo que había cogido. En ese momento, dejó a éste desarmado y postrado en el suelo y dirigió su mirada hacia el maduro impresor para ver cómo se encontraba. Fue entonces cuando el mozo inquirió preocupado:

-¿Cómo está, padre? ¡Déjeme ver lo que tiene!

-Nada puedes hacer hijo mío, salvo ponerte a salvo. Recuerda lo que hay escondido bajo el pesebre, ponlo a buen recaudo y vete de aquí en cuanto puedas. –respondió achacoso aquel hombre al darse cuenta de que la herida había provocado un torrente de sangre difícil de controlar.

-¡Noooo, padre! ¡Jamás podré abandonarlo! No me pida eso.

-No sólo debes hacerlo por mí sino sobre todo por ti y la muchacha a la que has de buscar. Ambos corréis peligro en estos momentos. Antonio me dijo que ella no pasó la noche en casa y en cuanto esto se sepa, serás el primero a quien irán a buscar, lo demás poco he de contarte. Demasiado bien lo sabes. Supongo que algún lugar tendréis donde poder esconderos lejos de otras miradas como habéis hecho hasta ahora. Además, debes recoger lo del zurrón, tú ya me entiendes y, por Dios, márchate ya antes de que alguien te encuentre.

-Está bien, aunque esta noche trataré de volver para poderme quedar tranquilo. Iré a buscarla ahora como usted dice. Mientras, tome usted esto para taponar la herida. –le ofreció un paño, a lo que el padre respondió con un gesto de gratitud.

Dejando aquella estancia, el mozo cruzó entonces el umbral con su corazón encogido y, antes de abandonar aquella morada, giró su cuello posando su mirada en su padre para comprobar nuevamente si éste aún vivía.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Acción trepidante, intensa y emocionante.
    Y es que en la Edad Media, el honor era tenido en gran estima y se consideraba un valor irrenunciable, por el cual si era necesario se debía estar dispuesto a dar la vida…….

  2. Gracias Charles. El final se va aproximando, los acontecimientos se precipitan.
    Un saludo y hasta el próximo capítulo

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