De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (5)

Manuel Cabezas Velasco.- Transcurrido ha largo tiempo desde que el mozalbete Sancho se había convertido mediado el siglo XV en un auténtico líder de la comunidad conversa, un hombre que gozaba de la auténtica confianza y respeto de sus convecinos.

 Interior de Santa María la Blanca en la actualidad, Toledo
Interior de Santa María la Blanca en la actualidad, Toledo

Tenía tal fuerza entre los miembros de la población conversa ciudarrealeña que podía acoger en su casa a varios de ellos. Su morada servía para reuniones en las que se observaban estrellas fugaces (aquella señal que esperaban del Mesías Salvador) o incluso cumplía como lugar donde todas estas personas oraban. Además de Sancho y su esposa María, sus hijos Diego, Teresa, Juan (y su esposa Isabel de Teva) e Isabel (y su esposo Alonso de Hoces), la sobrina de Sancho y su esposo Alvar el lencero, otros asistentes como eran: María Díaz la Cerera, Fernando Díaz, las esposas de Juan García de la Maza y de Juan de Herrera, Alfonso de Teva y Cecilia González.

Sin embargo, en estas reuniones Sancho y sus acompañantes debían guardar muchas precauciones ante las envidias despertadas por los cristianos viejos que estaban alerta en la búsqueda de cualquier paso en falso que mostrase que habían recaído en la fe mosaica. No era de extrañar que el anfitrión tomase algunas medidas preventivas para así evitar riesgos innecesarios a los asistentes, todo ello teniendo en el recuerdo lo que había acontecido no muchos años atrás en la ciudad y en la vecina Toledo.

Sancho, dada su holgada posición, por aquel entonces tenía en su morada una torre a través de la cual podía divisar no sólo las estrellas fugaces que se habían convertido en el hilo de esperanza para que los nuevos cristianos pudiesen volver a practicar su fe su miedo a las represalias de los cristianos viejos y de los dictámenes de la Iglesia. Desde la misma, a través de una ventana, el rabí fue avisando a las personas que asistían a la reunión mediante una señal a través de un pequeño ventanuco. Estaba en la calle de la torre de Sancho de Ciudad, y pertenecía al barrio de San Pedro, constituyendo una parte de lo que sería en otro tiempo la relevante judería ciudarrealeña.

Los recientes motines anticonversos no sólo no harían sentirse discriminados a la comunidad conversa sino que adquirirían una fuerza aún mayor en sus creencias, volviendo a sus raíces judaicas de facto a pesar de que forzadamente se habían visto obligados a convertirse al cristianismo.

En aquel dilatada espera – más aún si entre los que quedaban por venir estaban sus hijos e hijas –, mientras iban llegando los asistentes a su morada, Sancho comenzó a recordar lo acaecido tanto en Toledo como en Ciudad Real años atrás.

Los nuevos cristianos, a raíz del Estatuto de Limpieza de Sangre surgido en Toledo en 1449, quedaban excluidos e incapacitados para ejercer cualquier tipo de oficio en el concejo local, al igual que estas circunstancias se trasladarían a su ciudad, Ciudad Real. Pero los hechos acontecidos por aquel entonces expresan aún más la virulencia y discriminación a la que se vio sometida la comunidad conversa en estas localidades tal como se relata:

“En el comienzo del siglo XV, la ciudad toledana era una gran ciudad castellana que se resguardaba entre murallas y otros elementos defensivos, erigiéndose de forma preeminente a orillas del río Tajo. A esta idiosincrasia geográfica se unía su condición primada al acoger al arzobispado.

En esta circunstancia la ciudad durante varios siglos había tenía dos juderías y una morería, en la que se agrupó la población mudéjar, y desde los comienzos del siglo XII había aunado tres culturas diferentes y dos aljamas.

Sin embargo, esta situación de cohabitación de las tres culturas no perduraría en el tiempo de forma tal ideal, pues las juderías del suelo peninsular comenzaron a sentir la amenaza de aquellos que no mostraban demasiadas simpatías hacia ellos.

El fuego que asolaría las diversas juderías comenzó con el incendio provocado en la ciudad de Sevilla por el arcediano de Écija Ferrán Martínez, el cual generó una animadversión sin igual hacia los judíos sevillanos mediante sus arengas y exhortaciones. Era la primavera de 1391, y el 6 de marzo estallaría un motín surgido del odio que había sembrado el Arcediano, motín que propició que el vulgo sevillano perpetrase grandes destrozos por la judería sevillana, produciéndose saqueos de tiendas y maltratos y persecuciones por las callejuelas de Sevilla. Cuatro años después las sinagogas sevillanas habían sido incautadas y convertidas en parroquias.

Este fuego abrasador alcanzaría a la ciudad toledana poco antes de arribar el estío, concretamente un 18 de junio. Fue entonces cuando la judería toledana y de otras ciudades del reino sería atacada, habiendo entre sus víctimas artesanos, poetas y hombres del mundo literario. A nivel monumental, las sinagogas fueron seriamente dañadas o incluso destruidas. En julio sería la sinagoga vieja la que sufriría los mayores destrozos.

Años después el rey Enrique III ordenó averiguar las causas de lo sucedido en la judería toledana, corriendo las pesquisas a cargo del alcalde Juan Alfonso y del tesorero mayor Juan Rodríguez de Villarreal. A los culpables se les impondría una multa de unas treinta mil doblas de oro.

Conforme transcurrían los años el clima de animadversión hacia el mundo judaico iba incrementándose. Un hecho vino a acrecentar aún más este latente estado de ánimo: transcurría el año 1405 cuando bajo el reinado de Enrique III se convocó el Ordenamiento de Valladolid en el que se acordó la imposición a los judíos de una serie de medidas muy restrictivas como la prohibición de la usura o la revocación de los privilegios judiciales de que aún disfrutaban. Además, tendrían permiso para dedicarse a tareas agrícolas. Sin embargo, lo que representó para la comunidad hebraica un daño mayor fue la sensación de quedar marcados al serles impuesto el uso del paño bermejo como señal distintiva e incluso si transitaban entre pueblos o ciudades debían llevar una rodela rojiza.

Esta sensación de persecución constante, a pesar de cierta protección que gozaban por parte de los diversos monarcas, se vino a acrecentar cuando entró en escena un personaje que llega a la ciudad de Toledo en 1411 para continuar su campaña de predicaciones, el dominico Vicente Ferrer. El motivo estaba claro: la orden dominica era una de las principalmente interesadas en dirigir un mensaje antijudaico a las masas populares y a la par propiciar el mayor número de conversiones entre los no cristianos, y nadie mejor que una figura de tanta relevancia.

Antes de llegar a Toledo y tras sufrir unas pertinaces cuartanas tras un duro periplo por el Levante, el 14 de junio de este año Vicente Ferrer visita la población conocida como Villa Real hospedándose en una casa perteneciente a la familia de los Señores Cabeza de Vaca, ubicada frente a un solar que ocupaba la Sinagoga mayor y una vez consagrada al culto cristiano años después el Convento de Santo Domingo y con vistas a las calles de la Mata y Caldereros.

Al encontrarse en un lugar de cierta amplitud, sería en uno de sus balcones donde dirigiese sus prédicas a los conversos el excelso catequista mediante el consabido sermón de manera efectista.

Su visita, para la fervorosa muchedumbre, apenas duró unas dos semanas, en las cuales ejercería su gran labor de predicador. Entonces, cuando finalizaba el mes de junio encaminóse hacia Toledo.

El 30 de junio llegaría a la ciudad que poseía una de las juderías más renombradas y poderosas. El predicador entraría en Toledo como si del propio Jesús se tratara a la entrada de Jerusalem. Montando sobre un asno y cubierto de un sombrero de paja, santiguaría y bendeciría a todos aquellos que encontrase a su paso.

Con objeto de acometer su labor de conversión, acompañóse de algunos hombres armados y adentróse por la judería toledana predicando e instigando a los cristianos a tomar la otrora Sinagoga de Yosef ben Shoshan que el monarca Alfonso VIII había autorizado. En ese momento los hebreos allí presentes serían expulsados y el religioso ofició una misa cantada aunque el eco del templo hacía que hubiesen demasiados ruidos para escucharle y las dimensiones del mismo no eran tan grandes como para acoger a la gente que se agolpaba fuera del mismo. Usurpó de ese modo el suelo del templo judaico que pareció tener tierra que venía del mismísimo Jerusalem y convirtióse desde aquel entonces en templo cristiano, cuya advocación sería la de Santa María la Blanca.

La expectación de la visita de la figura de Vicente Ferrer a la ciudad de Toledo generó que la gente que quería asistir a sus jaculatorias dejase pequeña la propia catedral y obligó a construir un espacio más amplio fuera de la propia villa, algo a modo de cadalso o predicatorio donde poder oficiar una misa, en un terreno llano y que pudiera acoger mucha gente y cuando no diese sol hasta hora de tercia.

Durante todo el mes de julio el púlpito donde predicó Vicente Ferrer no sería ocupado por ningún otro clérigo.”

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