El caso de la estatua desaparecida (6)

Un relato de Manuel Valero.- El segundo día de la crisis trajo consigo la primera baja del gabinete de crisis. La señorita Red después de pasar toda la mañana de la misma manera que la anterior, es decir, entre idas y venidas a la ventana para ver el pedestal viudo, entre los lamentos de Francisco Gillow que se quejaba amargamente del fatuo destino que le había tocado en suerte, entre salidas y entradas de estatuaTimoti Argo con novedades sin interés porque no había novedades, entre las indirectas envenenadas con que Gillow asediaba a Carnation, entre todo eso, la señorita Red cogió el bolso de la mesa con la firme intención de desaparecer por unos días, sin importarle un pepino la suerte de la broncínea efigie del Caballero de la Broncínea Montura, la  llegada de ese cura de mote artísticoLucifer, oi que la ciudad quedara abandonada y encallada en el marasmo cultural. Así que la señorita Red dijo:

-Señores, aquí les dejo con su estatua, mejor dicho, sin su estatua. Me voy a Las Vegas…

-Pero, señorita Red…no… no puedes hacer eso –la exclamación de Gillow fue a la desesperada

-¿Que no puedo hacer qué, alcalde?

-Ir a Las Vegas… ¡eres de izquierdas!

-Ahora te necesitamos aquí para buscar esa estatua que es como buscarnos a nosotros mismos, Helena- dijo Carnation

Helena Red se puso en jarras frente a sus compañeros críticos de crisis.

-Hoy el sol ha salido por el mismo sitio de todos los días y se pondrá por el mismo lugar. Si no aparece se hace otra estatua y en paz. Así a lo mejor evolucionamos por otros parámetros de la cultura que no sea la de sota, caballo y rey, es decir, don Quijote, Sancho y Dulcinea, que es que vaya con Dios…

-Querrás decir vaya con Marx…? –Carnation fue irónicamente malvado.

-¿Pues sabes lo que dijo Marx al respecto? Que “la cultura burguesa que se apropia de la creación de los individuos para generar sus propios tópicos es una estrategia más de alienación social”. Y además, estatuas más grandes han caído, qué coño. De modo que hasta agosto o así, y que ustedes la busquen bien.

Dicho esto Helena Red se marchó del despacho silbando una canción de Pablo Guerrero que hablaba de un aguacero del que había que resguardecerse bajo cualquier estatua, precisamente dos cosas que la ciudad no tenía, pues hacía tiempo que no llovía y además las  estatuas se esfumaban.

-¿De verdad dijo eso Marx?- preguntó Gillow cuando Helena Red abandonó el despacho con un portazo.

El cura Lucio Fernando llegó por la tarde como anunció acompañado de un joven con aspecto de religioso sin serlo pero con un dominio del latín propio de Virgilio. Un policía local los esperó a la entrada de la ciudad y los llevó hasta los aparcamientos de la Plaza. El alcalde Gillow y los demás menos Helena Red que se había ido a minar el capitalismo a Las Vegas, lo recibieron.

Lucio Fernando no se alzaba del suelo más de metro y medio pero su corta estatura la suplía con una hiperactividad y una simpatía arrolladoras. Era un sacerdote muy apegado al último segundo de los tiempos aunque sin apostatar de las grandes verdades. Era un católico liberal que creía en la parapsicología y en todos sus fenómenos derivados porque decía que Dios se manifestaba  a través de cualquier “energética humana”.Entusiasta de Salman Rusdhi porque era un entusiasta de la tolerancia, Lucio Fernando, el cura de Betanzos, amigo del segundo del alcalde de la ciudad, era un convencido inamovible de que no había nada bajo el cielo que no pudiera resolverse con la fe y con una pequeña ayudita del dueño absoluto de la otra parte. -Bienvenido a la ciudad –le dijo Gillow tendiéndole la mano-. Espero que su estancia entre nosotros sea lo más agradable posible pese a las circunstancias. Y también lo más productiva. ¿Conseguirá dar con la dichosa estatua?

-Lo haré. Nihil Dei imposible

-Nada es imposible para Dios –tradujo el ayudante.

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