Maldito escalón

postales-desde-itacaSu madre estaba inconsciente en el suelo, pero Berta no gritó. La contemplaba quieta desde la puerta del salón. Una sombra se deslizó en la oscuridad. El intruso se paró un instante enfrente de ella y la miró. Los ojos de ambos quedaron a la misma altura. Berta no supo cuánto tiempo transcurrió en esa mirada, rota cuando él salió andando tranquilamente. Después de tres meses lo sigue buscando, con un cuchillo oculto en su abrigo, por el viejo barrio. Ha habido más ataques a personas mayores y Berta sabe que es él. Solo es cuestión de tiempo que se vuelva a cruzar con esos ojos que no consigue olvidar.

Esa noche sigue a la caza. Por una calle estrecha empedrada, reconoce la forma de caminar cuando un joven entra en un garito. Berta recuerda el andar desgarbado y arrítmico del intruso la fatídica noche en que sucedió todo. Los gritos de su madre cuando la sombra despareció, el llanto incontrolable, los moratones en la cara y el cuerpo la despiertan todas las noches, empapada en sudor. Espera fuera, fumando, mientras decide cómo va a abordarlo. Esos ojos no le dejan dormir ni vivir.

Una voz grave, pero serena, la distrae de sus pensamientos: «¿Tienes fuego?». Se gira mientras suelta el cuchillo en el bolsillo de su abrigo y busca el mechero. Y entonces se encuentran, cara a cara, como aquella noche. Las miradas están alineadas a la misma altura. «Son los ojos». Berta finge interés por lo que él le cuenta. La calle está desierta, esa noche hace frío y los fumadores aspiran solo un par de caladas para volver a entrar al calor de los bares. Berta decide que es el momento. «Ahora». Da una calada más al interminable cigarro mientras sujeta con fuerza el cuchillo en el interior del bolsillo. Nerviosa, lo mira; los ojos siguen a la misma altura y el cuchillo le produce pequeños escalofríos en los dedos. Él se mueve, un pie sobre otro, mientras habla de un grupo de música irlandés. «Joder, ¡qué frío! ¿Damos una vuelta?». Berta, desconcertada por la propuesta, acepta. En décimas de segundo, se ubica en el callejón que hay más adelante, donde nunca pasa nadie, y cree que allí será el sitio más seguro para escarmentarlo. De repente, suelta el cuchillo y respira aliviada al ver que la mirada del chico desciende unos diez centímetros, suficientes para darse cuenta de que un maldito escalón ha desbaratado su venganza. Sonríe y se dispone a bajar la calle con él. «¿Por qué no?». Sabe que, con el rabillo del ojo y el cuchillo oculto en su abrigo, en algún lugar del casco viejo, seguirá buscando aquella mirada.

maldito escalon


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Beatriz Abeleira

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