De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (5)

La soledad que sintió Leonor en el momento en que vio marcharse a su vástago, aunque otros familiares la acompañaran en aquella morada, le provocaría un desgarro que la transportaría a acordarse de la pérdida de su amado esposo, aquel que habiendo venido de las tierras del reino de Sevilla se había instalado en el campo de Calatrava y había encontrado las llaves de su corazón, convirtiéndose en el cabeza de su propia familia.

Siempre recordaría cómo su piedad y devoción la llevarían a quedarse prendada de aquel trapero, siendo la consecuencia lógica que ambas partes, las de sus familias respectivas, llegasen al acuerdo del matrimonio o ketubbá siguiendo los dictados de su ley mosaica; primero con el compromiso propiamente dicho conocido como erusín o más tarde mediante la santificación del matrimonio que adoptaba el nombre de quidushin. El lugar elegido para aquella ceremonia sería la localidad de Almagro, tierra donde era conocida la existencia de una importante comunidad judaica. Leonor González nunca se había arrepentido de aquel feliz día, aunque su descendencia la hubiese puesto a prueba y le hubiese dado alguna que otra preocupación en más de una ocasión.

-¿Recuerdas, mi querida Leonor, cuando empezaron a nacer nuestros vástagos que ahora han dado continuidad a nuestra estirpe?- volvían a su cabeza aquellas palabras de su esposo cuando habían decidido salir de Ciudad Real hacia las tierras del reino de Sevilla en tiempos tumultuosos como los que sobrevinieron con motivo de las revueltas anticonversas del año de mil cuatrocientos setenta y cuatro.

-¡Cómo no voy a acordarme de todos aquellos que estuvieron en mi vientre durante tantos meses! Alguno incluso ha seguido tu estela y parece que va a continuar tus enseñanzas como buen mercader- respondió Leonor a su esposo, refiriéndose muy especialmente a su querido, aunque díscolo hijo Juan.

-¿Qué será de nosotros cuando aquellos que quieren extirpar nuestra fe mosaica de la faz de la Tierra hayan conseguido su propósito? Si a mí me ocurriera algo jamás no me lo perdonaría, pues no querría abandonarte de ninguna manera- afirmó Alfonso.

-¡Nunca me dejarás, amado mío! Lo sé, pues eres el timón de mi vida y de nuestra familia y no te perdonarías dejarnos desvalidos. No te preocupes por esas cosas ahora, aunque las circunstancias no sean adversas, ya que tenemos amigos y familia en la que apoyarnos. Sin más, ahí mismo se encuentra un pilar fundamental de nuestra comunidad, mi querida hermana María, que tantas desventuras ha soportado y que sigue aquí con nosotros. Esposo querido, no estés inquieto por lo que haya de venir, pues aún no nos ha alcanzado, y dame ahora mismo uno de tus abrazos que tanto me reconfortan- orgullosa de su marido, Leonor correspondió al amor de su pareja.

En ese preciso instante, hizo acto de presencia frente a la pareja la hermana de Leonor, la que por muchos de sus correligionarios era reconocida como una de las cabezas visibles de su comunidad. No era una mujer judía al uso, miraba de igual a igual a sus compañeros de fe varones, llegando en algunos casos a despertar muchas envidias y en otros a sentir cómo aquellos otros le manifestaban su respeto. Incluso en tiempos pretéritos se había aventurado a dirigirse hacia Constantinopla para encontrar un lugar donde poder manifestar su fe sin ningún tipo de recogimiento, sin engaños, sin ataduras. Pero hallábase de nuevo de vuelta en tierras de Castilla y allí las cosas eran de otra manera. Había que sobrevivir, aunque ella por dentro siguiese siendo aquella judía que un día decidió partir. Su nombre era el de María Díaz, aquella que recibía el sobrenombre de “La Cerera”.

-¿Qué hacéis aquí ambos, tan apartados y con tan animada conversación?- expresó sin alharacas María a su hermana y cuñado.

-¡Ay, querida! ¿Qué te voy a contar que ya no sepas desde que me ayudaste a traerlos a este mundo? Sólo hablábamos de las alegrías y los quebraderos de cabeza que nos dan los hijos, ¿qué iba a ser si no?- respondió Leonor.

-Nada que no tenga remedio, hermanita querida. Toda dicha en esta venturosa vida tiene su contrapartida y todo dolor tiene algún tipo de remedio. Pero, basta ya de tanta cháchara y no os quedéis ahí tan alejados, pues vuestros hijos también andan algo preocupados por vosotros, aunque no se atrevan a decíroslo tan abiertamente. Además, pronto deberemos hacer algún alto en el camino para descansar y, dando gracias, compartiremos aquel alimento que poseamos en alguna mesa que tengamos a bien preparar. Sin embargo, debemos estar alerta a las gentes insidiosas y a los traidores a nuestra fe, aunque debamos ser fieles a nuestra ley. Así lo hemos hecho siempre y, por ello, en todas las oportunidades que os he podido acompañar a vuestra propia mesa, me habéis honrado con la dicha de ocupar el papel que el cabeza de familia, tu amado Alfonso que siempre que su trabajo se lo permite, te acompaña, tendría el derecho de ejercer. Nunca podré olvidar su gran respeto, pues la sangre a veces no es suficiente para que reciba tal honra. ¡Vamos, no os alejéis, que ya algunos me miran con malas caras!- “La Cerera” trataba de rescatar de su separación a dos personas tan queridas, avisándoles de que incluso entre los que habían partido con ellos existían ciertos recelos. Uno de ellos, y a quien había dirigido su mirada tan “tamaña hembra”, apodo que había recibido del “heresiarca” Sancho de Ciudad, que había elegido partir hacia tierras de Almagro para ser recibido por sus amigos Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo, era el conocido “rabí” Fernando de Trujillo, que sentía mucha envidia por el papel que ejercía María en su comunidad, algo que creía tener como de su sola propiedad.

-Te acompañamos, pues, María. Nunca podremos olvidar que siempre nos has hecho el honor de ocupar un lugar destacado en las celebraciones más solemnes y con ello nada más refrendabas tu importante carisma y, en unas circunstancias como las que nos deparan, no iba a ser menos- respondió Alfonso González, reconociéndole el rol tan relevante que siempre había ejercido en su familia y, por ende, en la comunidad judaica a la que pertenecían.

Aquella huida que habían iniciado desde Ciudad Real los llevaría durante varias jornadas a adentrarse en el reino sevillano, más concretamente para acogerse al amparo del señor de Portocarrero -hijo del todopoderoso Juan Pacheco y de la titular del señorío de Moguer, María Portocarrero-, alejándose así de los desmanes a los que su ciudad de origen estaba asistiendo.

Eran aquellos los tiempos que los habían visto apartarse de su propia morada, pues Ciudad Real se hallaba asediada por la Orden de Calatrava y las sospechas nuevamente recaían por los conocidos como “marranos”. Aquella época de turbulencias había propiciado la emigración en masa de muchos de los que durante décadas habían residido en la otrora villa fundada por el Rey Sabio a mediados del siglo décimo tercero. Todo ello transcurría en el año de nuestro señor de mil cuatrocientos setenta y cuatro, un tiempo en el que el reinado del conocido “Rey Impotente” estaba tocando a su fin, dando paso al ascenso de su hermanastra Isabel, aquella que un lustro atrás había contraído secreto matrimonio con el heredero al trono aragonés, Fernando.

Leonor en ese momento estaba acompañada por gran parte de su familia, aunque la reciente visita de su hijo Juan y el cometido principal que le había llevado hasta allí, parecía dejar apesadumbrada a su ya anciana madre, a pesar de que gozase de la compañía tan acogedora de su hermana María. Sin embargo, ya no era todo igual sin la presencia de su amado Alfonso.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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