De las misiones pedagógicas de la II República y la educación en tiempos de Felipe VI

La exposición itinerante que recientemente ha mostrado obras del Museo del Prado en el Parque de Gasset de Ciudad Real, me ha recordado a una aventura similar que sucedió en tiempos de la II República: el museo del pueblo. Y es que las caravanas en favor de la libertad de enseñanza y la cultura no tienen nada de nuevo.

Los esfuerzos por la mejora de la educación en tiempos de Alfonso XIII fueron bastante insuficientes, a juzgar por el escaso éxito de aquella gestión. La tasa de analfabetismo de la población española en los años treinta era del 44%. La población española era eminentemente rural (el 40 % de la población vivía en ciudades de menos de 5.000 habitantes), había paupérrimas vías de comunicación, y el acceso a la cultura solo era posible en las ciudades. La educación en la mayoría de los casos era primaria (obtenida muchas veces en academias, no en colegios). La educación secundaria estaba copada principalmente por las órdenes religiosas. España reflejaba un enorme atraso cultural con respecto a otros países de Europa; y por eso, buena parte de los mejores talentos españoles viajaban a Europa, para recibir información de primera mano de las nuevas tendencias tanto en ciencia como en arte.

Para corregir esta situación, y transformar el país con la cultura como herramienta, el Gobierno de España creó las misiones pedagógicas tan solo 40 días después del advenimiento de la II República, con el encargo de “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana EN ALDEAS, VILLAS Y LUGARES, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural”, para que los pueblos también participasen “en las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos”. El modelo educativo fue la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos, cuyo discípulo Manuel Bartolomé Cossio fue llamado para implementar en el país este proyecto educativo innovador.

En 1931 no había apenas bibliotecas públicas en España, y ninguna escuela rural tenía libros infantiles. A pesar de los recortes presupuestarios en el bienio 1934–1935, se llegaron a crear 5.522 bibliotecas (en el 11,3% del total de escuelas primarias del país). Una parte de los materiales provino de donaciones familiares. Se organizaron también actividades de lectura pública y actividades de artes escénicas, como música, teatro y cine. El personal era voluntario, mayoritariamente gente joven.

Una de las aventuras más sorprendentes fue la del museo del pueblo, compuesto por dos colecciones que recorrían los lugares más recónditos del país. Una de ellas, con catorce copias de cuadros del Museo del Prado. Otra, con cuadros de la Real Academia de San Fernando, el Museo Cerralbo y grabados de Goya. Las obras eran de Berruguete, Sánchez Coello, El Greco, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya. Los voluntarios los transportaban embalados en camiones y explicaban los cuadros. Las exposiciones podían durar varios días en una localidad. También se proyectaban películas de cine mudo con música clásica en un gramófono, cosas completamente desconocidas para muchos aldeanos.

Es difícil saber el impacto que aquella experiencia pudo tener en las almas de aquellas gentes, pero la experiencia de ver en tamaño natural estos célebres cuadros, en pleno parque de nuestra ciudad, puede darnos si acaso una idea. Aunque muchos de estos cuadros ya los conozcamos, no se puede valorar bien hasta que no se ven en su auténtica dimensión, y no en reproducciones miniaturizadas: cuando uno se acerca a estas obras de arte, impresiona su dimensión, su precisión técnica, su mensaje… aun cuando hoy en día todo el mundo ha tenido acceso a una educación (en la mayoría de los casos, secundaria). Pero ni mucho menos suscita un entusiasmo como el que provocara en aquellos que, no teniendo casi nada, podía compartir el mismo placer que experimentó la realeza de tiempos pasados.

El mismo hecho de hacer una exposición como la presente, demuestra el valor del acceso universal a la cultura, e ilustra la necesidad que hubo de educar a la población de los años treinta, a nuestros antepasados. Sin embargo, la nueva España que surgió del final de la Guerra Civil condenó a los actores de esta aventura, truncó la iniciativa, y sustituyó el modelo educativo republicano laico por otro nacional-catolicista. Lo demás es historia que todavía podemos testimoniar.

Al hilo de esto: recientemente se ha aprobado una Ley Orgánica de educación, que reforma la anterior. Reconozco que no tengo opinión, porque aun no he tenido tiempo de ponerme al día en todo este asunto, leer la nueva ley, y compararla con leyes anteriores. A buen seguro que los que la ensalzan o la critican con ahínco tendrán su opinión propia porque ya la habrán leído. O al menos estos parrafitos: “las administraciones garantizarán el derecho de los alumnos a recibir enseñanza en castellano y en las lenguas cooficiales en sus respectivos territorios, de acuerdo a la Constitución, los estatutos de autonomía y la normativa aplicable«, mientras que la ley Wert establece que «el castellano es lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado, y las lenguas cooficiales lo son también en las respectivas comunidades, de acuerdo con sus estatutos y normativa aplicable«. Personalmente, no me parece que la referencia para posicionarse en contra de la nueva ley, deba ser la ley a derogar: La L.O.M.C.E. nació del vicio propio de la mayoría absoluta parlamentaria, con problemas de fondo lingüistico, religioso (¡cómo no!) y conceptual (desdeñando las materias de “letras” – como filosofía o música); y creció cuestionada por los profesionales (por su burocratización y por aquellas “reválidas”) y por la comunidad educativa en general.

No nos engañemos: casi un siglo después, el fondo del debate sigue siendo si el acceso a la enseñanza de calidad ha de ser un derecho para todos, o un privilegio para quienes pueden costearlo; cuál es el peso que ha de seguir teniendo la Iglesia Católica frente a la enseñanza pública laica en la instrucción de nuestros ciudadanos; y cuánto supone para las arcas públicas el sostenimiento con fondos públicos de la enseñanza concertada (si ello afecta a la calidad de la enseñanza pública, que debe llegar a todos los rincones del país y a todas las capas sociales). Es decir, que la escuela pública no sea aquel sitio al que uno no quiere llevar a sus hijos por miedo al entorno y a la falta de calidad por falta de recursos. Si la Constitución garantiza el derecho de la educación de todos los españoles, la escuela pública – la de todos – necesita reforzarse, y hace falta recuperar el nivel de inversión que en los últimos años se ha retraído. Así de sencillo. Cómo se gestione, está por ver, no por augurar.

Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde

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