De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (30)

El impresor, su hijo y “El tuerto” visitaron entonces las tierras de este último para conocer donde habrían de trabajar los primeros. En aquel momento se encontrarían con el regadío del que gozaban gran parte de aquellos terrenos, consecuencia de que tiempo atrás los árabes lo hubieran introducido en aquella villa. Así se lo hizo saber aquel que llevaba años acumulando, con modestia y renovado esfuerzo, todo lo que se iban encontrando a su paso.

Fachada del antiguo Granero del Diezmo, también conocido como Del Pilar, en la Plaza de San Antón (FUENTE: CASAUS BALLESTER, Mª José: “El señorío, ducado de Híjar”)

-No crea usted que las huertas que nos encontraremos fueron una idea original del señor Duque ni tampoco de nosotros los cristianos. Si algo sabían hacer muy bien los musulmanes era extraer el fruto de la tierra mediante un sistema de regadío apoyado en las aguas de nuestras corrientes de agua. Así se hizo entonces mediante una serie de acequias y se pudieron cultivar en estas tierras tanto arroz como cítricos, algo que nosotros no estábamos acostumbrados, pues aquí en este antiguo ducado era habitual que se viviera del olivo, de la recogida de su aceituna y, después de llevarla al molino, haber obtenido un aceite con el que ganar algo de dinero. Para ello primero estaba la tierra que debíamos poner a punto, luego había que plantar todos aquellos árboles que pudiésemos y la poda y el arado de los campos eran faenas habituales. Por eso tenía aquella casa donde os alojasteis con algún abrevadero donde pacían las acémilas, machos y mulas normalmente, pues eran los animales necesarios para aquellas tareas. Bueyes uno no poseía al no gozar de dependencias tan grandes como para tenerlos y ni personal que pudiese estar pendientes de ellos.

>El tiempo en el que tuve aquellos animales, los sujetábamos con un yugo y les poníamos los aperos necesarios, siendo el arado el que llevaban entre dos de ellos, para así hacer la carga más llevadera y que el fruto de la tierra germinase a una mayor profundidad para así poderse nutrir mejor. Eran otros tiempos en los que uno se encontraba más joven y no carecía de tantos brazos con los que atender a tantas ocupaciones como ahora.

-Cierto es, Bernat, que aquellos que siempre hemos llamado moros y trataron de conquistar nuestras tierras durante siglos, tanto en los reinos de Aragón como de Castilla, siendo expulsados definitivamente del poder en el antiguo emirato de Granada que ocuparon hasta sus últimos días, sin embargo, muchas fueron las contribuciones que nos dejaron tras de sí y sin duda alguna, sacar del terruño todos los frutos posibles a partir de una mejor utilización del agua, fue todo un acierto del que ahora nosotros disfrutamos y de ahí este paisaje que aquí nuestra vista alcanza: no sólo vemos olivos sino huertas, y eso sí que fue digno de grandes genios de la agricultura. De acuerdo estoy con usted, pues a pesar de los rigores del tiempo en estas tierras, el importante caudal que las aguas riegan por ellas siempre proporcionará una riqueza agrícola con la que subsistir. Sin embargo, creo que deberíamos continuar con la visita de lo que usted debe enseñarnos, pues si no poco le podremos ayudar con tanto parloteo y no me gusta estar de prestado si honradamente no me lo he ganado.

-Veo que usted es hombre de ley y que puedo tenerle toda confianza. Me alegro no haberme equivocado al depositar mi amistad en usted, pues ambos me serán de gran ayuda, ya que mis fuerzas ya no son las mismas para aquellas cuestiones que estos terrenos requieren que cuando contaba con algunos años menos. Además, al muchacho podremos enseñarle entre los dos muchas cosas, pues creo que es bastante despierto y no será difícil que cumpla algunas tareas, aunque cuando vaya haciendo músculo se encargue de otras. ¿No le parece a usted, Juan?

-Estoy totalmente de acuerdo en que puede contar con la total amistad de ambos y, por supuesto, al igual que yo mismo, mi hijo se hará merecedor del plato con el que se pueda alimentar. Escasas han sido en las últimas jornadas nuestras provisiones y estábamos buscando un lugar donde establecernos con cierta permanencia para así también encontrar un rumbo con el que encauzar nuestras vidas.

-Veo que nos estamos entendiendo. No se hable más, y prosigamos con la visita a los cultivos que deben conocer. Por cierto, muchacho, ves a aquellos jóvenes que se hallan tan entretenidos, acércate a hablar con ellos y así podrás conocerlos, pues estarás bastante cansado de estar siempre detrás de dos viejos como nosotros. –señaló el lugareño, desviando la mirada hacia el muchacho, tras haber aclarado los términos de la conversación con el padre.

El niño respondió dirigiendo su mirada al padre en busca de un gesto de aprobación:

-¿Da usted su permiso?

-Nada me tienes que preguntar, hijo mío, pues debes hacer caso al señor Bernat en las cosas que a trabajo se refieren, como es el caso. Puedes ir con aquel grupo de muchachos si te apetece.

Mientras se alejaba el crío, la mirada inquisitiva de Juan se dirigió entonces a la de “El tuerto”, al que se orientó:

-No creo que haya usted alejado a mi muchacho para que conozca como se divierten unos críos en este rato de descanso. ¿Qué quiere saber usted que no deban escuchar los oídos de un niño?

-Veo que realmente es muy perspicaz y que ha sabido enseguida mis auténticas intenciones. Hay algo que, desde que los vi, me tiene un poco intrigado, si se puede preguntar. ¿Qué le ocurrió a su madre?

-Entiendo. Puesto que el tema es doloroso, ya que a mí mismo aún me abre ciertas heridas cuando de él hablo e incluso mi hijo me ha expresado su propio sentimiento de culpa, que me hace sentirme aún más abatido, agradezco su discreción al respecto, pero no hay nada que ocultar sobre el particular. Sencillamente, fue lo más duro que un hijo y un esposo pueden sufrir cuando una mujer da a luz: ella, mi esposa, falleció para entregarme a ese niño que ha crecido, sacrificando su propia vida en ese trágico instante. Nada se pudo hacer, pues tuvo todas las atenciones que merecía la ocasión, aunque su salud en los últimos meses de su embarazo no había sido demasiado buena. Eso es lo que desgraciadamente ocurrió y, discúlpeme, Bernat, pues de ello no me gustaría volver a hablar, ya que aún no he superado su pérdida.

-Perdóneme, Juan, nada más lejos de mi intención que molestarle y añadir más dolor al causado por su privación y ausencia. Sólo quería conocer a aquella persona en la que pondré mis intereses en sus manos y creo que me ha demostrado sobradamente que no me equivoqué al fiarme de usted. Y, si de casta le viene al galgo, el chiquillo habrá salido al padre y no tendré ningún reparo en acogerle y enseñarle todo lo que esté en mi mano.

-No se preocupe, es normal que pregunte usted al contemplar a un niño lejos de del manto protector de su madre, a la que se parece más aún que a mí por lo que mantiene más vivo ese recuerdo, y estando solo acompañado de su padre. Pero, ya que estamos en confianza, y perdone la indiscreción, siento cierta curiosidad por saber cómo usted posee un granero de tan enormes dimensiones en lo que tengo entendido que perteneció a la antigua comunidad judía.

-Nada que reprochar, pues uno lleva ya muchos años porfiando en estas tierras de ahí que ahora trabaje más desahogado y los esfuerzos los hagan otros. Puedo decirle que aquello vino a mis manos en tiempos de don Luis Fernández de Híjar, el IV Duque de la Casa, gracias al cual pude edificarlo reuniendo los edificios próximos en lo que usted conoce como granero y junto a él el patio grande cercano con el que manejar todo aquel grano, pues allí se almacena el diezmo recogido para la iglesia del Pilar. El privilegio que me otorgó el Duque sería de finales del año 36, hace ya una veintena de años si no recuerdo mal. Fue en pleno mes de diciembre que se me hizo tal concesión de los terrenos que usted mencionó de la mismísima judería, en la actual plaza de San Antón. No creo que usted haya oído hablar de su sinagoga, pues en la misma iglesia del santo se hallaba tiempo atrás, aunque viniendo usted de fuera será algo que desconoce.

-Cierto es, Bernat, que no conocía ese dato que usted me menciona, aunque siempre es bueno conocer la historia de la población donde uno llega o reside –respondió el maduro impresor, ocultando con sus palabras el gran conocimiento que había tenido de aquella judería desde que apenas era un niño.

Mientras habían dado cuenta de la extensión de las propiedades que iban a visitar, la conversación entre los dos hombres se dio por concluida al intercambiar aquel par de intimidades con el que mostraban sus cartas y la plena y mutua confianza entre ambos. Sería una relación fructífera pues uno necesitaba ayuda con la que descansar de ciertas tareas donde el manejo de papeles siempre le supuso una ardua tarea, mientras que otro estaba deseoso de realizar algún tipo de labor que no le condujese a realizar tareas de gran esfuerzo físico. Así, tras aquel intercambio y sin apenas darse cuenta, no se percataron que muy próximo a ellos se hallaba el muchacho al que un par de horas antes habían enviado a entretenerse con los infantes de su edad. Sin embargo, aquel crío con el paso de los años se había hecho a la presencia de su padre y estaba familiarizado con sus hábitos y temas de conversación, rutinas de personas mayores a él por lo que no despertaron en él demasiado interés el grupo de muchachos con el que estuvo antes reunido. Aunque no todos los miembros de aquella caterva eran mozos ni críos y en ese sentido el rostro del muchacho se hallaba más que desconcertado y acomplejado, sobre todo ante las facciones de una muchacha a la que no supo responder en su saludo: <¿Cómo te llamas, chico?>, le había dicho con desenvoltura la mozuela. Aquel sí que parecía ser el auténtico motivo de la precipitada retirada del chiquillo para alejarse de aquellos desconocidos, aunque eso aún estaba por dilucidarse.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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