Batallitas patrimoniales (7)

Manuel Cabezas Velasco.- La noche pareció haberse adueñado de los fatigados cuerpos de los residentes de aquella vivienda. O, al menos, eso era lo que a simple vista podría parecer. Mientras que el anciano y el nieto buceaban por el mundo de los sueños encontrando un más que reparador descanso, los dos adultos, Adela y José, estaban a otra cosa. Pareció aquel el momento oportuno para que los últimos conflictos que destaparon algunos fantasmas del pasado hubiesen quedado enterrados para siempre. El instante que disfrutaban entonces así lo puso de manifiesto. Si la joven fue desprendiéndose de su escasa vestimenta, dadas las generosas temperaturas primaverales, el varón ya dio cuenta de la suya, desperdigándola por los lugares más recónditos de aquella modesta habitación. Apenas ocupaban una cama de matrimonio en la que ambos estaban más bien apretados, eso sí de fuerte estructura para soportar sus respectivos pesos y lo que entre ellos pudiera venir.

Fachada del antiguo Casino

El silencio que se extendió a lo largo de aquellas horas de la noche sólo pareció ser interrumpido por unos rítmicos ruidos procedentes de aquella dependencia. Los causantes de aquellos movimientos sabían que el tiempo pasado les dio la experiencia suficiente para encarar mejor su futuro. Los malos rollos. Los desvaríos de ambos. Los reproches eternos. Todo ese conjunto que formó un cóctel que volvió a estallar en la visita del Torreón, pareció quedarse en el olvido, o casi.

Tras dar rienda suelta a sus impulsos y dejar de lado cualquier visión lejana, ambos se dejaron caer en un profundo sueño o eso podría suponerse que acontecía tras tan encomiable esfuerzo. Muestra de ello fue aquella hermosa sonrisa que Adela mostraba mientras había penetrado en lo más profundo de su ensueño. Sin embargo, José no se hallaba en idéntica situación, pues aún permanecía despierto, mirando de reojo a aquella placentera imagen del amor de su vida. Todavía continuaba dolido en su amor propio o incluso más allá, pero lo acontecido aquella noche constituyó una ligera reparación para no volver a recordar otros tiempos pasados. Al menos, por el momento.

Las horas en las que el velo nocturno se adueña de los cuerpos cansados parecieron tocar a su fin cuando comenzaron a atisbarse los primeros rayos de la mañana por algunas rendijas de las persianas. Aún era pronto para que madrugasen, aunque pareció que ya había sido suficiente el descanso y aquellos que horas antes reposaban plácidamente, iniciaron un intranquilo desperezo que ultimarían con un paulatino abrir y cerrar de ojos con el fin de habituarse a la claridad del nuevo día.

El primero que abrió sus ojos no fue otro que el anciano, acostumbrado a no dormir tantas horas pues su cuerpo parecía ya no necesitarlas tras el descanso equilibrado de décadas atrás. Encendió la lámpara de la mesita de noche y logró alcanzar las zapatillas. En la silla cercana había una bata, que siempre permanecía en casa de su hija pues así no tenía necesidad de transportar vestimenta alguna si trasnochaba en ella. Abrió entonces la puerta de la pequeña habitación y se encaminó hacia el servicio. Aún la casa permanecía en silencio. No se había detenido el viejo a mirar tan siquiera la hora de su reloj, pues había otras urgencias que le requerían más si cabe. Tras aliviarse, se lavó las manos y refrescó su cara. En ese momento se detuvo ante la imagen que veía proyectada sobre el espejo y comenzó a recordar aquellos tiempos tan lejanos en los que aún gozaba de una salud de hierro y no tenía necesidad de levantarse con cierta frecuencia en las horas nocturnas. En aquella época además tenía a su amada esposa acompañándole, pero de aquello ya habían pasado varios años, <¡demasiados ya!>, pensaba para sí.

Discretamente regresó a su cama, a la espera de que el resto de los durmientes lograsen despertar.

Los siguientes que lograron ponerse en pie serían la pareja de jóvenes padres que, tras el día de fiesta previo, debían regresar a sus respectivas obligaciones laborales: Adela, en la limpieza de las casas que aquel martes le correspondían, y José, como operario a la espera de los trabajos que la agenda del día le guiase.

El más remolón sin duda, y no podía ser de otra manera, fue nuevamente el pequeño de la casa. El joven Blas había disfrutado tanto del día anterior, de las historias contadas por abuelo y padre referidas a Alarcos, que sin duda alguna sus recuerdos le llevaron a soñar con lidiar con su espada y su escudo – comprados en el mercado medieval – frente al moro más audaz. Quería ser el héroe de aquella historia, pues su cabeza se había llenado de las gestas que los caballeros medievales habitualmente protagonizaban.

Tras dar cuenta de los respectivos desayunos, cada cual se encaminó a sus obligaciones correspondientes: a sus trabajos los dos adultos, al colegio el jovencito y a ocupar sus horas el anciano, pues era el único que no tenía un horario fijo que debiera cumplir.

La rutina de aquella semana sería un calco día a día. De martes a miércoles, después a jueves y hasta alcanzar el viernes, a excepción de alguna tarea pendiente que Adela llevaba a cabo algún sábado por la mañana, como sería el caso de aquella semana.

Sin embargo, cuando los adultos regresaron a su casa, no parecían recordar la placidez de la noche del lunes. Volvieron entonces las malas caras. José aún seguía teniendo muy enquistada la relación que Adela había tenido con su amigo, aquel que aún le costaba recordar hasta su propio nombre por el dolor que le producía. Demasiado resentimiento le despertaba aún aquellos recuerdos en los que, tras haber nacido el muchacho, Adela pareció querer recuperarse de una especie de depresión postparto dejándose llevar y cayendo en los brazos de otro anejo a aquel que la había hecho madre. La joven madre creía que aquella situación estaba más que resuelta, y no podía ser más incauta al respecto. Empero el tedioso día a día, sin expectativas más allá de alguna que otra salida fugaz en la que disfrutar en familia, su pareja no parecía ser de la misma opinión y cuando llegaban a casa y se encontraban a solas así se lo hacía saber. Aunque lo que no sabían era que ese supuesto secreto de ambos ya había sido descubierto por su hijo y, este preocupado ante la tensa situación que vivía en casa, se lo había confesado a su abuelo.

Los tira y afloja de la semana habían traído consecuencias: ambos buscaron una excusa para no permanecer en la casa demasiado tiempo juntos, pues consideraban que el ambiente era irrespirable. El momento llegó la noche del viernes.

̶ He quedado con las chicas para salir esta noche, y creo que me lo he ganado, ¿no crees? ¡Vamos a tener una noche de chicas! ¿Qué te parece?  ̶ le refirió a José, sin más detalles.

̶ Está bien. No veo ningún problema. ¡Disfruta mucho con las damas! Yo me quedo en casa, pues esta semana, aunque haya sido corta, no he descansado suficiente. Acompañaré a nuestro hijo y, si tu padre se apunta, haremos nuestra particular noche de “varones”.

̶ De acuerdo. ¡Blas, sal a despedirte de mamá!

El muchacho, entretenido en su habitación con una play que apenas daba ya de sí, escuchó el aviso y raudo se presentó a la llamada:

̶ ¿Dónde vas mamá? ¿Quién me va a hacer hoy la cena? ¿Por qué no sale papá?

̶ Hoy mami sale con sus amigas. Los chicos sois muy sosos y no estáis invitados. ̶ señaló en tono de mofa, dirigiendo una mirada cómplice a los adultos presentes ̶ Tu padre y tu abuelo, que ya viene de camino, te acompañarán esta noche, aunque eso no te debe servir de excusa para acostarte a tu hora, ¿estamos?

̶ Sí, mamá. Otro día tendré que hacer yo mi noche de amigos, ¿no?

̶ Aún te queda mucho para eso, hijo. ̶ le indicó su padre. ̶ Ahora te cuento cuál es nuestro plan de esta noche. ̶ casi susurrando y con un guiño cómplice le señaló.

̶ Vale. ̶ respondió animado.

Tras despedirse Adela de ambos, se encontró en la misma puerta a su padre, al cual le dio un par de besos y se alejó diciendo:

̶ ¡Portaos todos bien! ¡Hasta mañana! ̶ expresó ufana.

Patio central del antiguo Casino

El anciano vio a padre e hijo como esperaban a que se alejase la dama, bajando por el ascensor. Poco después, se vio cómo la puerta de la calle se abría y ella abandonaba el edificio en busca de sus compañeras de juerga. < ¡Ya iba siendo hora! >, pensaba ella.

Mientras tanto, los varones que permanecieron en la casa se dirigieron a la sala de estar. En ese momento, José echó mano del móvil, marcó un número y hablando se dirigió a alguien:

̶ ¿Pizzería Periquete? ̶ preguntó, a lo que fue inmediatamente respondido: <Pizzería Periquete, buenas noches, ¿qué desea?> ̶ Querría encargar una pizza mediana de “Cuatro Quesos” y otra “Carbonara”. ̶ mirando a sus acompañantes, preguntó ̶ ¿Queréis algo más? ¿Refresco para todos? ̶ anciano y niño asintieron. ̶ Bien. Eso es todo. ¿Cuánto tardaréis en llegar? Me parece bien. ̶ tras estar de acuerdo en el tiempo de espera que le indicaron y con el precio del encargo a la pizzería, José colgó el móvil.

̶ Papá, ¿vamos a cenar pizza sin saberlo mamá?

̶ Así es. Hoy nos toca a nosotros disfrutar. ̶ respondió a su hijo ̶ Espero, padre, que haya echado siesta hoy, pues seguro que nos podrá contar muchas historias esta noche antes de que podamos hacer la digestión. Luego ya las fuerzas seguro que flaquearán. ̶ continuó, dirigiéndose al anciano en este caso.

̶ Eso, hijo, dalo por descontado. En cuanto a la cena, ni debo comer ni comeré mucho, que luego cuando vaya al médico y me haga el análisis, me dirá que no me cuido como debiera. ̶ respondió el anciano.

̶ No se preocupe usted, ya que con las caminatas que se suele dar con Blas tenga por seguro que podrá permitirse un lujo esta noche. En una media hora, quizá un poco más, traerán lo que pedí. Mientras tanto, vamos a preparar la mesa lo mejor posible, pues hoy la cocina la dejaremos tranquila y comeremos en el salón. Aunque mañana la jefa me regañe, estaremos más cómodos.

Sorprendidos, no dijeron nada ni Blas ni su abuelo, pues como se suele decir “quien calla, otorga”, y esa noche, más allá de haberse quedado abandonados por la presencia femenina, pudieron disfrutar de una noche en la que los chicos no se vieron sometidos a las estrictas normas que, a veces y quizá en exceso, trataba de imponer Adela en cuanto al comportamiento dentro de la casa y en las comidas. Hoy no había vigilancia al respecto, así que decidieron disfrutar de aquella noche.

̶ Abuelo, como no vas a comer pizza, ¿nos contarás historias de esta ciudad? ̶ inquirió Blas.

̶ Lo primero, jovencito, es que sí comeré un poco. No toda va a ser para ti. Y lo segundo, también contaré algunas cosas de lo que preguntes, aunque quizá no. Depende de cómo te portes en la cena.

̶ Jo, papá. El abuelo no quiere hacerme caso. ¿Lo harás tú?

̶ Uy, hijo, lo de las historias se lo dejaré a él que es quien más sabe. Sólo te cuento algunas cosas de esta ciudad cuando tu madre está presente para hacerla un poco de rabiar, pues sé perfectamente que su padre, tu abuelo, se las contó de pequeña y se las sabe de memoria.

̶ Hablando de historias, puesto que estamos en casa y lo tenemos muy cerca, ¿qué es lo que me puedes decir de los jardines del Prado, abuelo? ̶ interpeló el muchacho, tratando de ocupar aquel tiempo de espera hasta que la deseada pizza llegara.

̶ Curiosamente para hablar del Prado me tengo que remontar a muchos siglos atrás para hablar de un señor que se llamaba igual que tú, Blas, y que tenía por oficio el de trovador, es decir componía una especie de coplas sobre diversos temas.

» Pues bien, ese señor tenía un hijo que se llamaba Antón y, ante el deleite que le provocaban aquellas composiciones, acabó por aprenderse muchas de ellas. Para más inri, hubo una noche que se dedicó a cantar coplas sobre la Virgen que su propio padre había creado. Esos cantares los llevó a cabo durante toda una noche, estando en un prado donde también se habían parado a descansar una comitiva que portaban una imagen. Aquel muchacho, de repente, se vio sorprendido por una paloma que se posó cerca de él y, ni corto ni perezoso, trató de cogerla, transformándose en ese momento en la forma de la Virgen. Desde entonces aquella Santa María sería del Prado, la advocación que se convertiría en la patrona de la ciudad.

̶ ¡Pero, abuelo, la Virgen está en la Catedral y de los jardines no me has dicho nada! ¿O es que aquel que cantaba también plantó los árboles que hay en el Prado?

̶ ¡Jovencito, jovencito! Eso vino mucho tiempo después. Era a finales del siglo XVIII, no recuerdo bien la fecha, cuando se empezaron a mejorar los terrenos que aquí había. Hubo un señor, Isidoro Madrid se llamaba si no me falla la memoria, que por su cuenta se había dedicado a quitar todos aquellos yerbajos y monte que estorbaba y a allanar la tierra que no era tan regular como ahora. Por ello recibió incluso una cantidad de dinero anual para que continuase con aquella labor tan desinteresada. Esta fue la persona que tuvo la idea de convertir este lugar en una zona de disfrute y que tuviese árboles plantados. De ello ha pasado ya mucho tiempo, aunque cómo han estado dispuestos esos árboles y otras cosas eso sí que sufrió varios cambios, incluso el templete que ves en medio no lleva tanto tiempo, antes había una cruz…

̶ …Y los columpios y los juegos apenas están desde que tú naciste. ̶ intervino José que, mirando a su hijo, hasta el momento se había mantenido en segundo plano.

̶ Eso ya lo sabía, papá. Pero lo que cuenta el abuelo es más entretenido.

̶ Estoy de acuerdo contigo, hijo. Sigamos escuchando a tu abuelo.

Fue entonces cuando sonó el timbre. José se acercó hasta la puerta, recogió el pedido y, de regreso a la mesa, contempló las caras complacientes de sus compañeros de noche.

Continuaron entonces los relatos del anciano y entre pasaje y pasaje de diversos aspectos que versaban sobre los jardines del Prado, los tres se dieron cuenta de que aquellas pizzas que, antes de empezar, les habían parecido enormes y difíciles de hincarles el diente para llegar a su término, habían desaparecido por completo. Apenas quedaban los bordes quemados que ̶ casi nadie ingiere ̶ como restos y las bebidas también habían menguado hasta casi la totalidad.

En ese momento, el anciano necesitó hacer un receso, tras dar cuenta del poco líquido que aún restaba en su vaso. Y les indicó:

̶ Con vuestro permiso, me voy a ausentar unos minutos que mi vejiga ya no puede más. Enseguida vuelvo.

Mientras tanto, padre e hijo se quedaron solos. La mirada de ambos se tornaba huidiza. José trataba de preguntarle algo a Blas, pero antes de articular palabra se echaba para atrás. En esas idas y venidas, mientras ambos digerían toda la cena que habían engullido, el anciano regresó del cuarto de baño.

̶ Ya estoy listo para resolver cualquier otra duda que queráis. ¿De qué hablamos ahora?

̶ ¡Ahora no, abuelo! Es mi turno de ir al servicio, pues yo también lo necesito.

̶ Está bien, hijo. Aquí te esperamos tu abuelo y yo. ̶ señaló José.

Ese instante en el que yerno y suegro se quedaron solos, frente a frente, fue aprovechado por ambos, pues sabían que tenían una conversación pendiente desde hacía tiempo. El anciano quería hablar con José acerca de lo que le había contado su nieto. El yerno quería hablar con Juan José pues era con su hija con la que las cosas no habían andado demasiado bien.

̶ Hijo, ¿te puedo preguntar algo si no es indiscreción?

̶ Hazlo, padre. Con toda confianza.

̶ Bueno, pues verás, yendo al grano… ¿qué os pasa últimamente a mi hija y a ti que os veo como fríos y distanciados? No sé si es mi impresión pues tengo la impresión de que algo pasa. Además, vuestro hijo está preocupado, ya que también parece haberos escuchado discutir o algo así, aunque tampoco me contó ningún tipo de detalle.

̶ Ya veo. Mis sospechas se han confirmado. Blas también ha cambiado de un tiempo a esta parte, a raíz de cuando nosotros tuvimos la visita al Torreón, y ahora empiezo a comprender parte del porqué. Por entonces, cuando llegó Joaquín como guía, me quedé muy tranquilo, y eso Adela lo notó.

» …Verá, padre. Las cosas entre nosotros no siempre han ido bien. Hemos tenido nuestras flaquezas. Hubo tentaciones tanto para ella como para mí, y en algunos momentos cruzamos aquella línea que normalmente no debemos traspasar. Por ello, cuando ocurrió aquello el pasado regresó a nuestras vidas de la peor manera, aunque de eso hasta ahora no hayamos dicho nada al respecto.

̶ Pero ¿cuándo ocurrió todo eso? Ya veo que me estoy haciendo viejo demasiado rápido, pues no me enteré de nada. ¡Ni tan siquiera se lo noté a mi hija, y eso que siempre la tuve muy calada desde niña cuando hacía alguna trastada!

̶ Desgraciadamente para usted, su cabeza estaba demasiado ocupada con la enfermedad de su señora, la difunta, que tanto sufrió con aquel terrible padecimiento que nadie desea y, sin ningún respiro, siempre estuvo acompañándola. En aquella época fue cuando todo aquello sucedió. Ambos estábamos solos y teníamos a Blas demasiado pequeño como para tomar decisiones demasiado radicales. Por ello preferimos guardárnoslo para nosotros y, si era posible, resolverlo entre nosotros, algo que quizá con el paso del tiempo hayamos logrado, aunque siga habiendo malos recuerdos.

̶ ¡Está bien! Agradezco tus palabras, hijo. ¡Para mí es suficiente con lo que me has explicado! No es necesario que entremos en detalles, pues supongo por dónde irán los tiros. Además, ya se está oyendo la puerta del baño y creo que el muchachote va a querer que le resolvamos unos cuantos interrogantes lejos de lo que estamos hablando. Dejémoslo para otro momento. ¿No te parece?

̶ Gracias, padre. ̶ expresó el joven al anciano ̶. No se preocupe por lo que le conté. Lo estamos solucionando poco a poco, aunque haya cosas que en el día a día puedan llevar a recordar aquello que ocurrió.

̶ Te agradezco tu confianza, José. No me equivoqué contigo al dejar que te casases con mi Adelita.

El muchacho en ese momento hizo acto de presencia en el salón. Se encontraban de nuevo juntos los tres. El chiquillo entonces dijo:

̶ Abuelo, ¿ahora qué historia nos vas a contar?

̶ A mí, por ahora, ninguna, pues me voy a ausentar para hacer lo mismo que vosotros. ̶ intervino el padre ̶ Pero puedes contarle lo que quieras al chiquillo, que yo vuelvo enseguida. ̶ enfiló entonces de forma inmediata el camino del aseo.

̶ Bien, ¿qué te parece si te hablo de un edificio de color rojizo que hay cerca de los jardines? ¿No te resulta curioso que esté ahí?

̶ ¿Del Casino dices? ̶ respondió el muchacho.

̶ En el Prado ¿cuántos edificios rojos de interés conoces?

̶ También es verdad, abuelo. ¡Soy todo oídos!

̶ Para hablar de él, me tengo que remontar a más de cien años atrás. Desde entonces, cuando adoptó el nombre de “Gran Casino de Ciudad Real”, han sido ocupadas sus dependencias para diversas funciones más allá de las actuales que tienen que ver con las ocupadas por el Ayuntamiento, la biblioteca y el salón de actos entre otros. En eso no me detendré más pues estarías hecho un lío. Sin embargo, lo primero que debería contarte es cuándo y quién llevó a cabo este proyecto.

̶ Dime, abuelo. Y no te olvides que también me tienes que hablar del museo de al lado.

̶ ¡Cierto es! ¡Voy al grano entonces!

» Era el día del Corpus Christi de 1887, un siete de junio para más señas, cuando está datado el origen de este edificio. Su constructor era el arquitecto Sebastián Rebollar y Muñoz, que sería muy reconocido en esta ciudad pues también se haría cargo de llevar a cabo los proyectos tanto del Palacio de la Diputación Provincial como del antiguo Banco de España, aquel que se encontraba en la Plaza del Pilar. Dicha edificación ocuparía unos solares que pertenecían a casas de un corregidor llamado Fermín Díez Carnero, teniendo tres fachadas que daban a la calle de Caballeros, al Pasaje de Pérez Molina y la calle del Prado. En aquella época tenían otros nombres, pero tampoco me detendré en ellos. Además, aunque se construirían dos plantas en aquella época, hoy en día el inmueble ha acabado teniendo tres, la tercera colindante con el Palacio episcopal.

» De aquella estructura, sin duda, te habrás dado cuenta de que destaca su gran patio central y el salón de actos, que se destinaba normalmente al baile además de a otras cosas, o una terraza, sobre las demás dependencias a las que el público habitualmente no suele entrar.

̶ Sí, abuelo, lo vi por dentro, pues a veces hay actividades que con el colegio se han hecho en ese patio e incluso se ven los belenes de Navidad.

̶ Ya veo que me sigues. Pero ¿sabes que no siempre este edificio estuvo destinado a ser un casino, sino que hasta hospital y hogar?

̶ ¿Y eso cuándo ocurrió, abuelo?

̶ Lo primero fue cuando aquí, en España, hubo una guerra civil, y lo segundo, tras finalizar esta como hogar, aunque ya en los años cuarenta se trató de recuperar su uso como casino. Esto duró unos cuarenta años más, pues cuando tu madre nació, se estaban haciendo reformas para acoger el Conservatorio de Música que ahora se encuentra a las afueras e incluso los ensayos de la Banda de Música, y unos años después ciertas dependencias fueron usadas para concejalías municipales como ocurre hoy en día. Incluso en el sótano durante varios años se daban clases de pintura, aquellas que ahora se dan en el museo que tienes allí enfrente, el “López-Villaseñor”, e incluso los jóvenes tenían el Consejo Local en algo que parecía más un trastero.

̶ ¡Ya te estás enrollando, abuelo! Pero hay cosas de las que no me hablas, como las lámparas y los radiadores que se ven. Si el edificio es tan grande ¿esos radiadores tendrían que ser mucho más para calentar o no?

̶ Veo que sigues estando avispado y fijándote en los detalles. Así, además de las molduras y el resto de la decoración interior, las dos cosas a las que te refieres son las que más curiosidad despiertan en la gente, cuando se dan cuenta de que existen. Por ponerte un ejemplo, el origen de las lámparas viene de antiguas residencias de aristócratas y burgueses del Paseo de la Castellana de Madrid que, cuando se derribaron para construir grandes bloques, fueron adquiridas y aquí se trajeron. Y de los radiadores, que casi nadie se fija en ellos, lo más importante es que parecen como muebles y están decorados de forma similar al resto del edificio.

Entonces se incorporó José a la terna y preguntó cómo iba la cháchara:

̶ ¿Sabías, papá, la historia del Casino?

 ̶ Alguna cosilla me contaron mis padres de pequeño e incluso tu madre, que tu abuelo le había contado. ¡Lástima que me lo haya perdido! Pero ahora ¿por dónde iba la historia?

̶ Íbamos a comenzar a conocer la historia del Museo arqueológico, el que siempre he conocido como Museo provincial o, como se suele llamar habitualmente, Museo de Ciudad Real.

̶ Blas, en ese están parte de los restos de la batalla de Alarcos que te contó tu abuelo y que se dio en aquel campo de batalla que vimos en el panel de cristal  el día de la romería. ¿Te acuerdas, hijo?

̶ Sí, papá, y además hay otras cosas como un elefante muy grande con un nombre muy raro, una puerta de judíos y otras vitrinas con más cosas que hemos visto cuando con el cole nos lo enseñaron.

̶ Así es, Blas. Aunque no se trata de un elefante sino de un antepasado mucho más grande que era conocido como mastodonte. Su nombre era el de Anancus y se encontró cerca de Alcolea de Calatrava en el yacimiento de Las Higueruelas antes de la guerra civil…

Por aquellos derroteros continuaría la charla de Juan José enseñando los entresijos de aquel museo desde los comienzos en que fuera inaugurado a comienzos de los años ochenta por una ministra de Cultura, aunando en cinco plantas tanto piezas arqueológicas como colecciones de entomología, mineralogía o bellas artes. Esta última había constituido la base del nuevo museo que se ubicaba en el antiguo convento de la Merced. También el anciano recordaría a Blas cómo la colección de insectos había pertenecido a aquel que recordaron en una escultura del parque de Gasset, el conocido “Cura de los Bichos”, don José María de la Fuente. Y así fueron transcurriendo los minutos hasta alcanzar las manecillas del reloj la medianoche. En ese momento, José miró a su hijo y le indicó el que sería su nuevo destino: la cama.

̶ Jo, papi, sólo un poco más. ̶ respondió suplicante Blas.

̶ Por hoy ya fue suficiente, hijo. ¿Acaso no ves cómo tu abuelo está muerto de sueño? Además, si todo lo que habéis hablado está a la vuelta de la esquina, cualquier tarde de la semana podréis quedar y continuar donde lo habéis dejado. ¿No te parece?

̶ ¡Está bien!

̶ También estoy de acuerdo con tu padre. El día que quieras me avisas y hablamos del museo, del templete, del casino, de los jardines o de aquello que creas que no te conté lo suficiente.

̶ De acuerdo. Buenas noches, abuelo. Buenas noches, papá. ̶ respondió conforme el muchacho.

Acto seguido, tanto abuelo como padre se encaminaron a sus respectivos dormitorios para encontrar el merecido descanso después de haberse entretenido unos minutos recogiendo aquellos restos que quedaron desperdigados de la cena y que así no tuviese ninguna tarea pendiente aquella que había elegido aquella noche para trasnochar.

Algo más tarde, el silencio de la noche se vio interrumpido, de repente, por el torpe manejo de un juego de llaves con el que pretendía acceder alguien a la vivienda. Aún no habían dado en el reloj las cuatro de la madrugada, aunque alguien ya había decidido regresar a casa. No podía ser otra persona que Adela. Había disfrutado de aquella noche en compañía de sus amigas, rememorando aquellas anécdotas que la transportaron incluso a sus tiempos de instituto. A partir de entonces sus vidas comenzaron a separarse: unas continuaron con los estudios universitarios, alguna se aventuró en el mundo de la formación profesional y, las menos, entre las que se encontraba Adela, decidieron entrar de inmediato en el mercado laboral. La amalgama de sentimientos encontrados que se despertaron aquella noche llevó a la joven madre a valorar aún más la situación que tenía en esos momentos: había dado a luz un hijo que ya tenía más de diez años y seguía manteniendo su relación matrimonial con el amor de su vida, a pesar del imprudente desliz con que la puso a prueba, algo que siempre le recordaba José cuando las cosas se empezaban a tensar.

Logró, al fin, acceder a la casa. Se dirigió despacio, sin encender luces, de manera intuitiva, hacia el cuarto de baño. Quería mirarse a los ojos y contemplar qué efectos había provocado en ella aquella salida nocturna después de tanto tiempo de sequía. Se dio cuenta de que había transcurrido una eternidad desde la última vez que llegó en un estado parecido. Se sentía demasiado aturdida. Debía despejarse un poco más, quitarse los restos de aquel maquillaje que aún permanecía en su sitio y el que no extinguirlo de cualquier manera. Decidió entonces refrescarse algo más. Pareció que su cuerpo no se hallaba tan sofocado y encontraba la orientación adecuada para dirigirse hacia la habitación donde la esperaba el durmiente José. Con sigilo alcanzó aquella cama. Se percató de que su pareja había dejado el espacio suficiente para no quedarse acurrucada en un extremo. ¡Eran ya muchos años de relación como para no conocerse! Levantó un palmo la sábana. Penetró en el hueco dejado y posó su cabeza sobre la almohada.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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